—No creo —le contestó Akin.
La mujer pareció asombrada, luego sonrió.
—Vale. Vamos a echarle una mirada a algo que probablemente fue un camión.
Los del equipo de salvamento se habían abierto paso a machetazos entre la espesa vegetación selvática, hasta hacer un claro para su agujero y poder plantar sus cosechas en dos de los lados de la perforación; pero la selva estaba regresando, y algunos, con azadones, palas y machetes, la habían estado limpiando. Ahora hablaban con los humanos recién llegados o examinaban a Anima y Shkaht. Tres humanos seguían a la mujer que llevaba a Akin en brazos, hablando entre ellos de él y, a veces, hablando con él.
—No tiene tentáculos —dijo uno de ellos, acariciándole el rostro—. ¡Tan humano, tan hermoso…!
Akin no creía ser hermoso. A esta gente les gustaba, simplemente, porque se parecía a ellos. Sin embargo, estaba a gusto en su compañía. Conversó con ellos sin problemas y aceptó los pedacitos de comida que no dejaban de darle, así como sus caricias, pese a que seguían gustándole tan poco como siempre. Los humanos necesitaban tocar a la gente, pero no sabían hacerlo de un modo que resultase placentero o útil. Sólo cuando se sentía solitario o asustado le gustaban sus manos, su protección.
Pasaron junto a una ancha trinchera cuyos costados estaban cubiertos de hierbas. Por el centro corría un claro arroyo. Sin duda había estaciones húmedas en las que todo el cauce del río estaba repleto de agua, quizás hasta llegando a desbordarse. Aquí, las estaciones secas y húmedas debían de ser más pronunciadas que en las selvas de alrededor de Lo. Allí llovía a menudo, sin importar la estación que se suponía que fuese. Akin sabía de estas cosas porque a menudo había oído a los adultos hablar de ellas. No le extrañó, pues, ver ese río hundido. Pero, cuando alzó la vista mientras lo llevaban hacia el extremo más alejado del pozo, vio por primera vez, por entre las verdes colinas, los lejanos picos de las montañas, cubiertos de nieve.
—¡Espera! —gritó Akin cuando vio que la trabajadora, que se llamaba Sabina, lo iba a llevar hasta las casas que había en el lado más lejano del agujero—. Espera, déjame ver.
A ella pareció agradarle el complacerle.
—Eso son volcanes —le dijo—. ¿Sabes lo que eso significa?
—Sí: es un lugar del planeta en el que una fisura deja pasar a la superficie las rocas calientes, líquidas, de su interior —contestó Akin.
—Muy bien —aceptó ella—. Esas montañas fueron levantadas y crecieron a causa de la actividad volcánica. Una de ellas entró en erupción el año pasado. No lo bastante cerca de nosotros como para que nos preocupase, pero sí resultó excitante. Aún humea de vez en cuando, a pesar de que ahora está cubierta de nieve. ¿Te gustan?
—Son peligrosas —respondió—. ¿Se movió el suelo?
—Sí. Aquí no mucho, pero allí la cosa debió de ser bastante fea. Aunque no creo que haya gente viviendo por allá.
—Bien. No obstante, me gustaría verlo mejor: algún día me gustaría ir hasta allí, para tratar de comprenderlo.
—Es más seguro mirarlo desde aquí. —Lo llevó hasta la corta hilera de casas donde, al parecer, vivía el equipo de rescate. Allí estaba una estructura metálica rectangular aplastada…, al parecer el «camión» de Sabina. No parecía servir de nada. Akin no sabía lo que habrían hecho con aquello los humanos en otros tiempos, pero ahora sólo podía servir para cortarlo en trozos para la chatarra y, finalmente, forjarlo para hacer otras cosas. Era enorme y, probablemente, daría mucho metal. Akin se preguntó cómo se le habría escapado al transbordador, cuando estaba alimentándose.
—Me gustaría saber cómo lo aplastaron así los oankali —comentó otra mujer—. Es como si lo hubiese aplastado un enorme pie.
Akin no dijo nada. Había aprendido ya que, en realidad, la gente no quería que les diese información, a menos que se la preguntasen directamente…, o a menos que estuvieran tan desesperados que no les importase de dónde les llegaba la información que necesitaban. Y la que se refería a los oankali tendía a asustarles o irritarles, sin importar cómo la recibían.
Sabina lo dejó en tierra y él miró más de cerca el metal. Si hubiera estado a solas lo hubiese probado, pero, tal como estaban las cosas, lo que hizo en cambio fue seguir a los del equipo a una de las casas. Era un edificio sólidamente construido, pero sin decoraciones, sin pintar, techado con planchas de metal. La cabaña de invitados de Lo resultaba un edificio más atractivo.
Pero por dentro era un museo.
Había montones de platos, pedazos de joyas, cristal, metal. Y cajas con vidrios de ventanas. Tras las ventanas sólo había un vacío, color gris sólido. Había grandes cajas metálicas con enormes ruedas numeradas en sus puertas. Había estanterías metálicas, mesas, cajones, botellas. Había cruces como la de la moneda de Gabe… cruces de metal, cada una de ellas con un hombre de metal colgando de ella. Cristo en la cruz, recordó Akin. También había cuadros de Cristo golpeando con los nudillos en una puerta de madera, y otros en los que estaba abriéndose las vestiduras para revelar una forma roja que contenía una llama. Había un cuadro de Cristo sentado a una mesa, con un montón de otra gente. Algunas de las imágenes parecían moverse cuando Akin las contemplaba desde un ángulo u otro.
Tate, que había llegado a la casa antes que él, tomó una de las imágenes móviles: una pequeña de Cristo en pie en una colina y hablando con gente, y se la entregó a Akin. Éste la movió un poquito en su mano, contemplando el aparente movimiento de Cristo, cuya boca se abría y cerraba y cuyo brazo subía y bajaba. La imagen, a pesar de que estaba rayada, era dura y plana, y estaba hecha de un material que Akin no comprendía. Lo probó…, y lo lanzó lejos con fuerza, molesto y presa de nauseas.
—¡Hey! —gritó uno de los del equipo de recuperación—. ¡Esas cosas son valiosas!
El hombre recogió la imagen, le lanzó una mala mirada a Akin y luego a Tate.
—Y, hablando de todo un poco…, ¿por qué infiernos le das tú una cosa así a un bebé?
Pero tanto Tate como Sabina habían acudido al instante para averiguar qué le sucedía al niño.
Éste fue hasta la puerta y escupió varias veces fuera, echando algo que era puro dolor, mientras su cuerpo luchaba para enfrentarse con aquello que tan descuidadamente se había metido dentro. Cuando finalmente pudo hablar y contar lo que le sucedía, ya era el centro de atracción de todos. No lo deseaba, pero así era.
—Lo siento —dijo—. ¿Se ha roto la imagen?
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Tate, con indudable preocupación.
—Ahora ya nada, me he librado de ello. Si hubiese sido más mayor, podría haberlo manejado mejor…, haberlo convertido en inofensivo.
—La imagen…, el plástico…, ¿son dañinos para ti?
—El material de que está hecho. ¿Plástico?
—Sí.
—Está tan cubierto por el polvo que no noté el veneno hasta que lo probé. Diles a las niñas que no lo prueben.
—No lo haremos —dijeron Amma y Shkaht al unísono, y Akin se sobresaltó. No las había visto entrar.
—Ya os lo mostraré más tarde —les dijo en oankali.
Ellas asintieron con la cabeza.
—Había… más veneno apretujado junto en un sólo lugar de lo que jamás había encontrado. ¿Lo hacían así los humanos a propósito?
—Simplemente les salía así —dijo Gabe—. Infiernos, quizá sea por esto por lo que estas cosas siguen aquí. Tal vez porque son tan venenosas…, o tan inútiles, que ni los bichos las quieren comer. No biodegradables, creo que las llamaban antes de la guerra.
Akin lo miró fijamente. El transbordador no se había comido el plástico, y una nave podía comerlo todo. Quizá se le hubiera escapado el plástico, como el camión. O quizás el transbordador lo hubiera considerado inútil, como había sugerido Gabe.
—Los plásticos acostumbraban a matar a la gente antes de la guerra —dijo una mujer—. Acostumbraban a estar en los muebles, en la ropa, en los recipientes, en los electrodomésticos, en casi todo. A veces los venenos se filtraban al agua o los alimentos, y provocaban cáncer; y a veces se producía un fuego, y los plásticos ardían y mataban a la gente con sus humos venenosos. Mi marido de antes de la guerra era bombero, y acostumbraba a contarme cosas de ésas.
—Yo no recuerdo nada de eso —dijo alguien.
—Yo sí lo recuerdo —le contradijo otro—. Recuerdo el incendio de una casa en mi barrio, en el que murieron todos los ocupantes mientras intentaban escapar, a causa de los gases venenosos de los plásticos que ardían.
—¡Dios mío! —exclamo Sabina—. ¿Y vamos a comerciar con estas cosas?
—Podemos comerciar con ello —dijo Tate—. El único lugar en el que hay el plástico suficiente como para constituir un verdadero peligro es justo aquí. Y hay gente que necesita cosas así: imágenes y estatuas de otro tiempo, algo que les recuerde lo que fuimos, lo que somos.
—¿Y por qué lo usaba tanto la gente, si los mataba? —preguntó Akin.
—La mayoría no sabían lo muy peligroso que era —le explicó Gabe—. Y algunos que sí lo sabían estaban haciendo demasiado dinero vendiéndolo como para preocuparse del fuego, los envenenamientos y las demás cosas que podían pasar o no.
Hizo un sonido sin palabras…, que casi era una risa, aunque Akin no pudo detectar humor en él.
—No olvidemos que eso es lo que somos los humanos: gente que envenena a otra gente, y luego niega toda responsabilidad. En cierto modo, así es como se produjo la guerra…
—Entonces… —Akin dudó—. Entonces, ¿por qué no pintáis cuadros nuevos, y hacéis estatuas de madera o metal?
—Para ellos no sería lo mismo —le dijo Shkaht en oankali—. Realmente necesitan las cosas antiguas. Nuestro padre humano consiguió una de las cruces pequeñas, de un resistente de paso. Y siempre la llevaba colgada del cuello, atada a una cuerda.
—¿Era de plástico? —le preguntó Akin.
—De metal. Pero de antes de la guerra. Muy vieja. Quizá salió de aquí.
—¿Es que los resistentes independientes llevan nuestras cosas a vuestros poblados? —preguntó Tate, cuando Akin hubo traducido las palabras de Shkaht.
—Algunos de ellos comercian con nosotros —le contestó Akin—. Algunos se quedan por un tiempo y tienen niños. Y otros sólo vienen para robarlos.
Silencio. Los humanos volvieron a sus artículos de comercio, se dividieron en grupos y comenzaron a comentar las novedades.
Tate le mostró a Akin la casa en la que iba a dormir: una edificación llena de jergones y hamacas, repleta de pequeños objetos que el equipo de búsqueda había desenterrado, y que se distinguía por tener una gran estufa de hierro colado. El artefacto dejaba pequeña a la que había en la cocina de Tate.
—Mantente alejado de eso —le dijo Tate—. Incluso cuando esté fría. Acostúmbrate a mantenerte lejos, ¿me oyes?
—De acuerdo. Aunque no es probable que yo toque nada caliente, como no sea accidentalmente. Y, también, ya soy demasiado mayor como para envenenarme, así que…
—¡Pero si casi te envenenas hace un rato!
—No. Fui descuidado, y me hice daño; pero no me hubiera puesto demasiado enfermo ni hubiese muerto. Es como cuando tú te diste un golpe en el camino en un dedo del pie y trastabillaste. Eso no significa que no sepas caminar, sino que, simplemente, no fuiste lo bastante cuidadosa.
—Aja. Puede que ésa sea o no una buena analogía. Pero, de todos modos, mantente alejado de la estufa.
¿Quieres comer algo, o ya te han atiborrado de comida entre todos?
—Tendré que deshacerme de algo de lo que ya he tragado, para así poder comer algo más de proteínas.
—¿Quieres comer con nosotros, o prefieres salir y pastar hojas?
—Prefiero ir a pastar hojas.
Por un momento le miró con el ceño fruncido, pero luego se echó a reír.
—Está bien —dijo—. Vete, y ten cuidado.
Neci Roybal quería quedarse con una de las niñas. Y aún no había abandonado la idea de hacer que les quitasen los tentáculos a ambas. Ya había comenzado de nuevo su campaña a este efecto, esta vez entre los del equipo de recuperación. La mayor parte de las veces, aquellos tentáculos parecían más unas babosas que unos gusanitos, decía. Y que las niñas que algún día serían las madres de una nueva raza humana debían de parecer humanas…, debían de ver rasgos humanos cuando se mirasen al espejo…
—Ellas no son oankali —la oyó Akin decirle a Abira una noche—. Lo que le pasó al hombre que conocían Tate y Gabe…, eso quizá sólo pase con los oankali.
—Neci —le dijo Abira—, si te acercas a esas niñas con un cuchillo y ellas no acaban contigo, lo haré yo.
Otros eran más receptivos. Un par de miembros del equipo, un matrimonio apellidado Senn, pronto se convirtieron al punto de vista de Neci. Akin pasó buena parte de su tercera noche en el campamento echado en la hamaca de Abira, escuchando como, en la casa de al lado, Neci, con la ayuda de Gilbert y Anne Senn, trataba de convertir a Yori Shinizu y Sabina Dobrowski. Era obvio que creía que Yori, la doctora, era la persona más adecuada para amputar los tentáculos de las niñas.
—No es por el aspecto que tienen esos tentáculos —decía Gil con su suave voz. Todo el mundo le llamaba Gil y tenía una voz suave, parecida a la de un ooloi—. Sí, son feos, pero lo importante es lo que representan. Son alienígenas, inhumanos. ¿Cómo pueden esas niñitas crecer para convertirse en mujeres humanas, cuando sus propios órganos sensoriales las traicionan?
—¿Y qué hay del chico? —inquirió Yori—. Tiene los mismos sentidos alienígenas, pero los tiene localizados en la lengua. Y no podemos cortársela…
—No —intervino Anne, que tenía la voz suave como la de su marido.
Se le parecía y sonaba lo bastante parecida a él como para ser su hermana, pero los humanos no se casaban con sus compañeros de camada, y aquellos dos habían estado casados ya antes de la guerra. Provenían de un lugar llamado Suiza, y estaban visitando otro lugar llamado Kenya cuando había estallado la guerra. Habían ido a ver los grandes y fabulosos animales que ahora estaban extinguidos. En su tiempo libre, Anne pintaba imágenes de esos animales en tela, papel o madera. Y los llamaba jirafas, leones, elefantes, panteras… Ya le había mostrado a Akin parte de su trabajo, parecía que el niño le caía bien.
—No —repitió—. Pero al niño habría que educarlo como hay que educar a los niños. No está bien dejar que siempre se esté llevando cosas a la boca. No está bien que coma hierbas y hojas como si fuera una vaca. No está bien dejarle que vaya lamiendo a la gente; Tate dice que él lo llama probar a la gente, como quien prueba un plato. ¡Es repugnante!