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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (36 page)

BOOK: Reamde
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—Comprendo —dijo Richard—. ¿Pero eso es todo lo que somos? ¿Solo Crips y Bloods digitales?

—¿Y qué si es así? —Devin se encogió de hombros.

—Entonces no estás haciendo tu puñetero trabajo —replicó Richard—. Porque se supone que el mundo debe tener una historia real. No solo gente matándose unos a otros por tonos de color.

—Tal vez tú no estás haciendo el tuyo —dijo Devin—. ¿Cómo puedo escribir una historia sobre el Bien y el Mal en un mundo donde esos conceptos no tienen ningún significado real, ninguna consecuencia?

—¿Qué tipo de consecuencias tienes en mente? No podemos enviar los personajes de la gente al Infierno virtual.

—Lo sé. Solo al Limbo.

Los dos se echaron a reír.

Devin se lo pensó un poco más.

—No sé. Creo que hay que crear una amenaza existencial para el mundo.

—¿Como cuál?

—Comparable a un holocausto nuclear o lo que habría sucedido si Sauron le hubiera puesto la mano encima al Anillo Único.

—Me voy a divertir de lo lindo colándoles esa idea a los accionistas.

—Bueno, tal vez los accionistas tengan razón. La compañía está ganando dinero, ¿no?

—Sí, pero el motivo por el que estoy aquí es que hay cierta preocupación de que deje de ser el caso. Si las F.D.L matan a toda la Coalición Terrosa, cosa que es probable que hagan, ¿entonces qué queda por hacer en ese mundo?

Devin se encogió de hombros.

—¿Matarse entre sí?

—Siempre nos queda eso.

DÍA 3

—¡Muchachita, es la tercera vez que vienes por aquí, déjame acabar con tu miseria!

La voz era aguda y confiada: alguien con un oído excelente para la pronunciación, aunque su dominio de ciertas expresiones era un poco débil. Zula giró sobre sus talones, luego bajó la mirada veinte grados para descubrir un rostro, algo familiar, que le sonreía desde metro y medio de altura sobre el nivel de la calle.

Era la mujer (no, una chica, no una mujer) que le había vendido un kilo de té verde en la calle la tarde anterior. Un kilo era una cantidad bastante grande. Pero había hecho que pareciera una idea razonable en ese momento.

La confusión chica/mujer era inevitable. Era pequeñita y esbelta, tendencia bastante común entre las mujeres chinas. Tenía el pelo muy corto, cosa que no era común. Pero esto no parecía ser una cuestión de moda, dado que llevaba vaqueros y un par de botas hasta las rodillas de color azul brillante, el tipo de botas que usa la gente cuando friega la cubierta de un barco o chapotea por un campo de arroz. Una camiseta negra y un chaleco negro completaban su indumentaria. No llevaba maquillaje. Ninguna joya excepto un reloj de hombre que se veía enorme en su muñeca. Estaba clavada al suelo de un modo que seguía llamando la atención de Zula: plantaba esas botas sobre el asfalto, separadas, y se colocaba delante de la persona a quien hablara, empinándose ocasionalmente cuando se sentía divertida o entusiasmada por algo. Su confianza hacía que pareciera que tenía cuarenta años, pero su piel era la de una chica de veinte, así que Zula llegó a la conclusión de que era joven pero extraña de un modo que tardaría un rato en dilucidar.

No todas las jóvenes de por aquí llevaban tacones altos y vestidos, pero era lo bastante corriente para que esta vendedora de té se situara a kilómetros de distancia de la tónica general con su aspecto. Y sin embargo Zula no tenía ninguna sensación de inconformismo por su parte. La mujer no hacía conscientemente ningún tipo de declaración. Era así.

Se había acercado a entablar conversación con Zula la tarde anterior. Zula, Csongor y Sokolov se habían abierto paso por una calle donde tenían sus tiendas un montón de vendedores de té, y Zula había empezado a mirarlos, tratando de decidir a cuál acercarse, preparándose para otra ronda de regateos. Y de repente esa mujer se le puso delante, las botas azules plantadas en el suelo, sonriendo confiadamente, y comenzó una conversación en un inglés extrañamente coloquial. Y después de un par de minutos sacó aquella bola enorme de té verde, al parecer de ninguna parte, y le contó a Zula una historia al respecto. Cómo ella y su pueblo (Zula había olvidado el nombre del grupo, pero Botas Azules quería que comprendiera que se trataba de una etnia separada) vivían en las montañas de Fujian occidental. Los habían perseguido hasta aquí hacía un millón de años y vivían en fuertes en las brumosas cimas de las montañas. Por tanto, no había nadie encima de ellos: el agua caía limpia del cielo, no había ningún desecho industrial contaminando su suelo, y nunca lo habría. Botas Azules pasó a enumerar otras diversas virtudes del lugar y a explicar cómo estas cualidades superlativas se habían impregnado en las hojas de té a nivel molecular y podían ser transferidas a los cuerpos, mentes y almas de la gente condenada a vivir en reinos no tan benditos simplemente bebiendo enormes cantidades de dicho té. Un kilo desaparecería en un momento y Zula suplicaría por más. Pero sería difícil comprar más en América. Hablando de lo cual, Botas Azules estaba ansiosa por encontrar un distribuidor occidental para este producto, y Zula parecía una buena candidata...

Si Zula hubiera sido una turista que solo quisiera que la dejara en paz, se habría hartado de Botas Azules. Pero se sentía tan feliz de ver un rostro casi familiar que tuvo que contener el impulso de abrazarla.

—Buenos días —dijo Zula—. Tenías razón. Me bebí todo el té.

—¡Ja, ja, no me vengas con chorradas! —dijo Botas Azules, encantada.

—Tienes razón. No necesito más hoy, gracias.

—¿Quieres distribuirlo?

—No —empezó a decir Zula, pero entonces se dio cuenta de que Botas Azules se estaba burlando de ella y se calló.

—Estáis tan jodidamente perdidos que es triste —dijo Botas Azules—. Todo el mundo en la calle habla de eso.

—Estamos tratando de encontrar un
wangba
—respondió Zula.

—¿Un huevo de tortuga? Eso es un insulto muy grave. Ten cuidado a quién se lo dices.

—Tal vez lo estoy pronunciando mal.

—¿Y en inglés?

—Intentamos encontrar un café con Internet.

Botas Azules arrugó la nariz de una manera que en la mayoría de las mujeres de su edad habría sido todo un esfuerzo para parecer simpática pero que en ella parecía tan pura como el agua de las montañas de su región natal.

—¿Qué tiene que ver el café con Internet?

—Café de cafetería —dijo Zula.

—¡Un café es un sitio donde se bebe café!

—Sí, pero...

—Esto es China —dijo Botas Azules, como si Zula no se hubiera dado cuenta—. Bebemos té. ¿Has olvidado nuestra conversación de ayer? Sé que todos os parecemos iguales, pero...

—Yo soy de Eritrea. Allí cultivamos café —respondió Zula, pensando con rapidez.

—Aquí en vez de cafés tenemos teterías.

—Comprendo. Pero no estamos buscando algo que beber. Buscamos Internet.

—¿Cómo dices?

Zula miró a Csongor, quien cansado mostró un papel con los caracteres chinos de
wangba
escritos. Se lo habían estado enseñando a gente al azar en la calle desde hacía una media hora. Todos con los que hablaban parecían tener al menos una vaga idea de dónde podían encontrar una cosa así y señalaban en una dirección o en otra mientras hablaban sin parar, normalmente en chino pero a veces en inglés.

—¿Por qué no lo dijiste antes? —dijo Botas Azules. Señaló—. Es por ahí, justo encima de...

Zula negó con la cabeza.

—¿Cómo crees que nos perdimos?

—Venid, yo os llevaré.

Y cogió a Zula de la mano y empezó a caminar con ella. El gesto era demasiado familiar, pero al menos por ahora a Zula le pareció agradable estar sujetando la mano de alguien y por eso entrelazó los dedos con los de su guía y dejó que su brazo oscilara libremente.

Parecía inconcebible que ninguno de ellos, ni siquiera Sokolov, la desafiara, así que Csongor y Sokolov las siguieron diligentemente.

El pelo cortado de punta se sacudió.

—Necesitas un traductor, tío.

—De acuerdo.

—¡Excelente!

Y Botas Azules soltó la mano de Zula, se detuvo, giró, y extendió la mano derecha. Zula, por costumbre, empezó a extender la suya, entonces comprendió que estaba a punto de forjar un contrato vinculante y vaciló.

—¡Awwa! —dijo Botas Azules, y chasqueó frustrada los dedos—. Casi picas.

—Ni siquiera conocemos tu nombre.

—Yo no conozco el tuyo.

—Zula Forthrast —dijo Zula en voz baja. Miró entonces a Sokolov, que miraba distraído alrededor con su expresión habitual. Un atisbo de sonrisa asomó a su rostro.

—¿Qué? —quiso saber Botas Azules.

Zula dejó de sonreír y sacudió la cabeza. Le había transmitido su nombre a alguien. ¿Y si ese alguien fuera a buscar en Google el nombre, qué podría encontrar? Quizás un artículo en el
Seattle Times
sobre una joven que había desaparecido inexplicablemente.

—Yo me llamo Qian Yuxia.

Zula, que se había pasado la vida con la nariz apretada contra la ventana del mundo del pelo liso, empezaba a obsesionarse cada vez más con el corte de pelo de Qian Yuxia, que era uno de esos en cuña, corto por arriba, más largo por abajo. Alguien que la amaba y que era muy bueno con los objetos afilados lo había estado manteniendo, y Qian Yuxia lo había ignorado con la misma determinación.

—¿Es un nombre corriente de donde eres? —preguntó Zula, por decir algo.

—Yongding —le recordó Yuxia—. Donde las mujeres de pies grandes hacen el
gaoshan cha.
Té de las altas montañas.

—¿Eres una mujer de pies grandes?

Yuxia la miró como si fuera idiota y extendió una bota azul.

Zula se encogió de hombros.

—¡Pero podrías tener un pie muy pequeño ahí dentro!

—Soy hakka —dijo Qian Yuxia, como si eso debiera poner fin a toda esta parte de la conversación—. Ya te lo dije ayer.

—Lo siento, olvidé el nombre.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué estáis aquí?

Sokolov estaba ahora tan cerca que Zula consideró que lo mejor era ceñirse al guion. Porque habían elaborado un guion el día anterior.

—¿Has oído hablar de la conferencia? ¿Sobre Taiwán?

—Sí, ¿qué eres tú, la embajadora de Eritrea?

—Vengo con la delegación americana —dijo Zula—. Csongor viene con los húngaros y...

—Ivan Ivanovich —dijo Sokolov, con un gesto con la cabeza.

—Ivan viene con los rusos. Tenemos un par de días libres y estamos...

—¿Relajándoos?

—Sí. Relajándonos.

—¿Uno de estos tipos es tu novio?

—No. ¿Por qué?

Qian Yuxia le dio a Zula un juguetón revés en el brazo, como para reprenderla por ser una alumna torpe.

—¡Quiero saber si mola flirtear con ellos!

—¡Claro, adelante! —Zula había dado por hecho que Qian Yuxia era lesbiana. Tal vez no lo fuera. O tal vez era una lesbiana a quien le resultaba divertido flirtear con varones heterosexuales.

—¿Vuestro hotel no tiene Internet?

—Pues claro que lo tiene. —Lo cual no contestaba a la pregunta implícita—. Csongor es tan friki que no puede pasarse una hora sin comprobar su correo.

—Hmm. Bueno, aquí hay un sitio.

Yuxia los había hecho cruzar una calle y se había internado por una calleja llena de pequeñas tiendas. Junto a una de estas, unas escaleras conducían al interior de un edificio. No tenía indicativos a excepción de una antigua pieza de parafernalia de World of Warcraft pegada a la pared, la cabeza de una criatura llamada Tauren. Casi como un cartel de taberna medieval.

Se detuvieron allí un momento.

—Se llaman escaleras —dijo Qian Yuxia.

Ayer parecía que estaban recopilando un número impresionantemente grande de IPs y parejas de latitud/longitud. Sin embargo, cuando Csongor finalmente sacó un mapa y lo colocó sobre una imagen de Xiamen, pareció desalentador: sus datos conseguían de algún modo ser escasos y densos al mismo tiempo. No obstante, unas cuantas tendencias resultaban evidentes, y les había dado motivos para creer que la IP que todavía estaba escrita con tinta medio borrada en la mano de Sokolov estaba asignada a un punto de acceso, ni en los barrios del extrarradio ni cerca de la universidad, y ni siquiera en una de las partes más remotas de la isla, sino dentro de un radio de un kilómetro o dos respecto al piso franco.

Probablemente podían ver el edificio del Troll desde su ventana. Lo cual era un poco como decir que podías ver la Tierra desde la Luna. Pero era una especie de progreso.

El plan general para hoy, pues, era visitar todos los cibercafés que pudieran encontrar que estuvieran en la zona general de interés, y tratar de conseguir datos más concretos.

Mientras elaboraron este plan en presencia y bajo la absoluta supervisión de Ivanov, todos hablaron confiadamente de cibercafés, como si fueran un tema que todos dominaban. ¿Y por qué no? Eran hackers, eran de Seattle; el
loft
de Peter estaba a unos quinientos metros de la sede mundial de Starbucks, una organización que había acribillado el planeta con cibercafés con wi-fi.

En otras palabras, habían estado asumiendo tres cosas de los cibercafés chinos: (1) que estaban por todas partes, (2) que eran fáciles de encontrar y (3) que servían café; es decir, que eran literalmente cafés, pequeños lugares acogedores donde los clientes podían aislarse con un portátil y comprobar su correo electrónico.

La patética ingenuidad y el Seattle-centrismo de estas suposiciones ya había empezado a infiltrarse en la consciencia de Zula, pero la golpeó en los dientes mientras seguían a Qian Yuxia a lo alto de las escaleras. Los serviciales desconocidos que les habían estado dando indicaciones inútiles siempre parecían decir que el cibercafé estaba «arriba de» o «al fondo de» tal o cual negocio, y esto le había dado a Zula la idea de que estaban hablando de empresas pequeñas.

Ahora comprendió que estos negocios tenían que estar arriba de, o al fondo de otras empresas porque eran enormes. Esta ocupaba toda una planta del edificio. PCs flamantes con pantallas planas colocados lo más juntos que permitían las leyes de la termodinámica, y esencialmente todos ellos estaban en uso. Había al menos cien personas aquí dentro, todas con cascos y por tanto extrañamente silenciosas.

—Santo Dios —dijo Csongor.

—¿Qué? —preguntó Yuxia.

—Es diez veces más grande que el más grande que hemos visto jamás —explicó Zula.

—Esto es solo la mitad —dijo Yuxia, señalando con la cabeza otra escalera que conducía a otro piso más arriba—. ¿Cuántos queréis?

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