Reamde

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

En todo el mundo, millones de pantallas de ordenador parpadean con el cuidadosamente codificado mundo T'Rain, un adictivo juego de rol de fantasía y aventura on-line. Sin embargo, piratas informáticos clandestinos de China acaban de lanzar un virus contagioso denominado Reamde, que se expande de un jugador a otro por el mundo de los videojuegos —tomando los discos duros como rehenes en el proceso— el ordenador de un hombre poderoso y peligroso está infectado, provocando que la violencia cuidadosamente medida del mundo on-line se extienda al mundo real.

Un charlatán contable de la mafia y adicto a Internet es brutalmente silenciado por sus jefes rusos, y Zula —una talentosa joven programadora de T'Rain— es secuestrada y empaquetada en un jet privado. Cuando cruza los cielos en compañía de su novio en compañía de su novio, con el que había roto horas antes, y de un brillante hacker húngaro que puede ser su única esperanza, se encuentra atrapada en una vorágine de agentes del Servicio Secreto chinos, Libertarios americanos amantes de las armas, el submundo criminal ruso y una célula de Al Qaeda dirigida por un carismático galés, cada una una hebra de un mundo interconectado que converge dramaticamente en T'Rain.

Un thriller inimitable y convincente que lleva desde la Columbia Británica al sudoeste de China a través de Rusia y el mundo de fantasía de T'Rain, Reamde es una épica irresistible fruto de la imaginación única de uno de los escritores más personales de hoy en día.

Neal Stephenson

Reamde

O el mundo a velocidad de videojuego

ePUB v1.1

elchamaco
13.08.12

Título original:
Reamde

Neal Stephenson, 2011.

Traducción: Rafael Marín Trechera

Diseño/retoque portada: elchamaco

Editor original: elchamaco (v1.0)

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE

NUEVE DRAGONES

LA GRANJA FORTHRAST

Noroeste de Iowa

ACCIÓN DE GRACIAS

Richard procuraba no apartar la mirada del suelo. No todas aquellas bostas de vaca estaban congeladas, y las que lo estaban podían torcerle un tobillo. Había limitado su equipaje a una mochila, así que se abría paso entre los montículos verdes y marrones con unas zapatillas flexibles negras de la talla 44 que podías prácticamente doblar por la mitad y guardarte en el bolsillo. Podría haber ido al Walmart esta mañana a comprar unas botas. La reunión, sin embargo, se habría percatado de semejante extravagancia y le habría dado demasiada importancia.

Dos docenas de parientes estaban desplegados a lo largo de la verja de alambre de espino a su derecha, disparando al barranco o recargando. La tradición había empezado como entretenimiento para que algunos de los chicos más jóvenes se desfogaran durante la tortuosa espera del pavo y la tarta. En los viejos tiempos, después de volver a la casa del abuelo tras la misa de Acción de Gracias y haberse quitado las chaquetas y corbatas en miniatura, salían corriendo por la puerta y corrían casi un kilómetro hacia los pastos, seguidos por unos cuantos hombres mayores para asegurarse de que las cosas no se salieran de madre, y disparaban sus pistolas calibre 22 y sus carabinas Daisy contra el riachuelo. Hombres adultos ahora con hijos propios, aparecían para la reunión con escopetas, rifles de caza y pistolas en la trasera de sus todoterrenos.

La verja estaba oxidada, pero sus postes de madera naranja de Osage no se habían podrido. Richard y John, su hermano mayor, la habían emplazado hacía cuarenta años para impedir que el ganado se escapara al riachuelo. La corriente era tan estrecha que un adulto podía cruzarla de una zancada, pero el ganado no estaba hecho para dar zancadas, ni para la inteligencia, y siempre podía encontrar algún modo de meterse en líos en las orillas empinadas que se desmoronaban fácilmente. Esa misma característica hacía que fuera un campo de tiro ideal. El verano había sido seco y el otoño frío, así que el riachuelo corría poco profundo bajo una capa de hielo fina como el papel, y la orilla al otro lado levantaba gotas de tierra suelta cada vez que detenía una bala. Esto facilitaba a los tiradores corregir la puntería. A través de sus protectores para los oídos, Richard podía oír las voces de los mirones que se ofrecían a ayudar.

—Estás unas tres pulgadas por debajo. Seis pulgadas a la derecha.

El estampido de las escopetas, el chasquido de los calibres 22, y el
pow
,
pow
,
pow
de las pistolas semiautomáticas quedaban reducidos a un leve repiqueteo por los componentes electrónicos de los protectores, duros auriculares de los que sobresalían los mandos para el volumen, que había metido en la bolsa ayer, casi a última hora.

Siguió estremeciéndose. El sol, ya bajo, se reflejaba en la turbina de viento de sesenta metros de altura en el campo al otro lado del riachuelo, y sus aspas proyectaban largas sombras como guadañas sobre ellos. No dejaba de sentir la súbita llegada de una lanzada de oscuridad que lo cubría sin efecto y continuaba su camino para ser seguida por otra y otra más. El sol parpadeada con el paso de cada hoja. Todo esto era nuevo. En sus días de juventud, solo estaban los elevadores de grano que demostraban la existencia de un mundo más allá del horizonte, pero ya habían sido sustituidos y humillados por esas torres faraónicas que alzaban sus cabezas sobre la pradera, lo único en el paisaje que había sido capaz de inspirar asombro. Algo en el hecho de que estuvieran en movimiento, en un lugar donde todo lo demás estaba casi patológicamente inmóvil, llamaba la atención; siempre parecían saltar hacia ti desde detrás de las esquinas.

A pesar del viento, los pequeños músculos de su rostro y cuero cabelludo (los padres de los dolores de cabeza) estaban relajados por primera vez desde su regreso a Iowa. Cuando estaba en el espacio público de la reunión (el vestíbulo del Ramada, la granja, el partido de fútbol en el patio) siempre sentía que todo el mundo lo miraba. Aquí era distinto: había que atender a tu propia arma, asegurarte de que los cañones siempre apuntaban al otro lado de la verja de alambre. Cuando Richard se veía, era durante tersas conversaciones de uno en uno, mantenidas CLA-RA-MEN-TE a través de la protección de los auriculares.

Los parientes más jóvenes, los cuñados recientes y los primos lo llamaban Dick, un nombre que Richard nunca había usado por su asociación, en su juventud, con Nixon. Atendía por Richard o por el apodo Dodge. Durante el largo viaje hasta aquí desde sus casas en las afueras de Chicago o Minneapolis o St. Louis, los padres informaban a los niños de quién era quién, algunos de ellos incluso mostraban copias en papel del árbol familiar y dosieres de fotos. Richard estaba seguro de que cuando se internaban en su rama del árbol familiar (y era una rama larga, recta y sin bifurcaciones) tenían en los ojos una cierta mirada que los chavales podían leer en el espejo retrovisor, un tono de voz que en esta parte del país decía más de lo que se permitía decir a las palabras. Cuando Richard los encontraba en la línea de tiro, podía verlo en sus rostros. Algunos no querían mirarlo a los ojos. Otros lo hacían de manera descarada, como para hacerle saber que lo habían calado.

Aceptó un calibre 12 abierto de manos de un tipo recio con sombrero de camuflaje a quien reconoció vagamente como el segundo marido de su prima segunda Willa. Manteniendo el rostro y el cañón del arma hacia la verja, los dejó mirar la espalda de su parka de esquí mientras se mordía el guante de la mano izquierda y metía un par de balas en los calientes cañones. Varios metros más allá, justo donde la tierra se perdía en el barranco, alguien había colocado un puñado de calabazas sobrantes de Halloween, la mayoría de las cuales ya habían sido convertidas a tiros en pulpa para relleno de pasteles y esparcidas por las hierbas marrones muertas. Richard cerró el rifle, lo alzó, acomodó la culata contra su hombro, echó adelante el peso de su cuerpo y apretó el primer gatillo. El retroceso lo golpeó, y la base de una calabaza saltó por los aires dando vueltas. La alcanzó con el segundo cañón. Entonces abrió el arma, sacó los casquillos calientes, los dejó caer al suelo, y le entregó la escopeta a su dueño con un gesto apreciativo.

—¿Cazas mucho allá en tu Schloss, Dick? —preguntó un hombre de unos veintitantos años. El hijastro de Willa. Lo dijo en voz alta. Era difícil decir si era por los tapones de gomaespuma naranja que cubrían sus oídos o por sarcasmo.

Richard sonrió.

—Nada de nada —respondió—. Casi todo lo que aparece de mí en la Wikipedia está equivocado.

La sonrisa del joven desapareció. Parpadeó, observando los protectores electrónicos de doscientos dólares de Richard, y luego bajó la mirada, como buscando bostas de vaca.

Aunque la entrada de Richard en la Wikipedia había estado tranquila últimamente, en el pasado había estado repleta de guerras de correcciones entre gentes misteriosas, conocidas solo por sus IP, que parecían querer recalcar aspectos de su vida que ahora le parecían, aunque técnicamente fueran ciertas, completamente ajenas. Por fortuna todo eso había sucedido después de que su padre enfermara demasiado como para poder manejar un ratón, pero eso no detenía a los Forthrast más jóvenes.

Richard se dio media vuelta y empezó a desandar lo andado. Las escopetas no le hacían demasiada gracia. Quedaban relegadas al fondo de la línea de tiro. Un poco más cerca, junto a un puñado de todoterrenos mal aparcados, niños de ocho y diez años, rodeados de adultos vigilantes, descargaban sus fusiles de calibre 22.

Directamente delante de Richard había un grupo de cinco hombres de unos veinte años o poco más, rodeados por un par de quinceañeros aspirantes. El centro de atención era un rifle de asalto, de esos que llamaban arma negra, estilo militar, sin culata de madera, ni camuflaje, ninguna pretensión de que se utilizara para cazar. El propietario era Lens, sobrino segundo de Richard, que actualmente estudiaba entomología en la Universidad de Minnesota. Las manos enrojecidas por el viento de Len sostenían un cargador de treinta balas vacío. Richard, dando un respingo cada vez que sonaba un disparo tras él, lo vio meter tres cartuchos en la parte superior del cargador y luego ofrecérselo al joven que ahora mismo tenía el rifle. Luego se colocó detrás del joven y le habló pacientemente mientras encajaba el cargador, liberaba el cerrojo y quitaba el seguro.

Richard se alejó de ellos dando un amplio rodeo y se encontró con un grupo de hombres mayores, algunos relajándose en sillas plegables de tela de camuflaje, otros disparando viejos rifles de caza. Le gustó más este ambiente, pero notó (y quizás era un recelo exagerado por su parte) que se sentían un poco aliviados cuando continuó su camino.

Solo venía a la reunión cada dos o tres años. La edad y las circunstancias le habían permitido el lujo de ser el genealogista de la familia. Era el compilador de aquellos árboles familiares que las madres desplegaban en los todoterrenos. Si pudiera llamar su atención durante unos pocos minutos, reunirlos y contarles historias de los hombres que habían poseído, disparado y limpiado algunas de las armas que ladraban ahora en la verja (no las Glocks ni los rifles negros, naturalmente, sino los revólveres de acción simple, los 1911, los pulidos 30-30 de acción de palanca) les haría comprender que aunque lo que había hecho no encajara con su idea de lo que estaba bien, era más fiel a las antiguas costumbres de la familia que la forma en que ellos vivían.

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