Lo que funcionó para el whisky debía de funcionar también para la marihuana, e hizo de ello su negocio durante unos cuantos años, a veces viajando en solitario, otras como parte de una caravana pedestre. Les mostró la cabaña de los contrabandistas, y la usaron como campamento base en Estados Unidos. Un kilómetro pendiente abajo había un camino forestal donde podían reunirse con sus distribuidores norteamericanos, una fraternidad de entusiastas de las motos.
En 1977, el presidente Carter concedió la amnistía a los que habían escapado del reclutamiento, así que Richard, finalmente libre para hacer negocios en su país con su propio nombre, cruzó la frontera en un vehículo real para variar y se dirigió al valle de Vado de Bourne, la capital del condado, donde se encontraban los registros de la propiedad. Encontró al dueño de los terrenos donde se hallaba la cabaña y los compró en metálico.
Aunque esto era exactamente el tipo de sutileza en la que podía esperarse que la mente borrega de Wikipedia tropezara, había mucho de su vida posterior que podía explicarse por la obsesión por la tierra que se apoderó de él cuando llegó por primera vez a aquel fresco claro. Con el paso del tiempo, llegó a comprender que probablemente tenía algo que ver con la granja en Iowa y su conocimiento, incluso en esa época, de que dijera lo que dijese la última voluntad y testamento de su padre (se manejaran como se manejasen las cosas después del óbito de su padre), no iba a ser parte de ello. Si quería poseer tierras, tendría que ir y encontrarlas. Y podrían ser unas tierras mejores y más hermosas que la granja de Iowa, pero nunca serían lo mismo: siempre sería un lugar de exilio.
Durante unos años, a finales de los setenta, acarició la idea de poder construir una cabaña en la orilla del Arroyo Prohibición, como había nombrado a aquel riachuelo sin nombre que atravesaba su propiedad, y vivir allí. Pero se estaba mucho más cómodo al norte de la frontera, viviendo en las orillas del lago Kootenay con los bolsillos repletos de billetes de cien dólares, y perdió su deseo de establecerse en el bosque.
Las montañas de aquel rincón de la Columbia Británica estaban repletas de minas abandonadas. Richard y uno de sus amigos moteros, un canadiense llamado Chet, se encandilaron con una de ellas, un lugar donde, cien años antes, un minero alemán con éxito construyó un Schloss estilo alpino cuyos cimientos y paredes de piedra estaban todavía en buen estado. La economía local estaba hecha una mierda a causa del cierre de una fábrica de papel, y todo estaba barato. Chet y Richard compraron el Schloss. Desde el momento en que concibieron esta idea, Richard consideró la propiedad de Idaho como un mero borrador, un ensayo.
A medida que el Schloss se fue convirtiendo en un lugar más asentado y cómodo para vivir, y se transformó en una residencia legítima dirigida por gente que sabía lo que hacía, Richard se encontró con un montón de tiempo libre, que llenó principalmente jugando con videojuegos. En concreto, se enganchó seriamente a un juego llamado Warcraft: Orcos y Humanos y sus diversas secuelas, que acabarían culminando en el enormemente popular juego de multijugadores World of Warcraft. Los años entre 1996 y 2006 fueron su Década Perdida, o al menos eso es lo que habría considerado si no lo hubieran conducido a T’Rain. Su peso ascendió hasta niveles casi fatales hasta que descubrió el truco de jugar mientras caminaba (muy lentamente, al principio) por una cinta sin fin.
Como muchos jugadores serios, Richard se sumió en la costumbre de adquirir piezas de oro virtual y otros artículos deseados a los granjeros de oro chinos: jóvenes que se ganaban la vida jugando y acumulando armas virtuales, armaduras, pócimas y lo que fuera que pudiese ser vendido a compradores americanos y europeos que tuvieran más dinero que tiempo.
Que una industria semejante pudiera existir le pareció extraño e improbable hasta que leyó un artículo donde se calculaba que el tamaño de la economía mundial del oro virtual oscilaba entre los mil y los diez mil millones de dólares al año.
Así que, al haber llegado a un lugar donde no tenía más mundos virtuales que conquistar (su personaje había conseguido un estatus cuasi-divino y podía hacer cualquier cosa que se le antojara), empezó a pensar en este como una seria propuesta comercial.
Era aquí donde la entrada de la Wikipedia lo confundía todo al poner demasiado énfasis en el blanqueo de dinero. El Schloss estaba dando beneficios y aumentaba su valor y le daba alojamiento y comida gratis, así que a estas alturas habían pasado años desde que Richard pensó por última vez en todos sus billetes de cien dólares sin gastar. En sus años mozos, cierto, había pasado tanto tiempo preocupándose por blanquear dinero que había desarrollado cierto olfato para los movimientos de dinero subterráneos, como uno de esos zaoríes que podían supuestamente encontrar agua caminando con un palo ahorquillado. Así que, sí, la economía del oro virtual cuasi-subterránea le resultaba inherentemente fascinante. Pero T’Rain no tenía nada que ver con que blanqueara unos cuantos sacos de billetes de cien.
Los videojuegos eran una droga más adictiva que ningún producto químico, como acababa de demostrar tras pasar diez años practicándolos. Ahora había llegado a descubrir que también eran una especie de moneda de cambio. Entendía de esas dos cosas (las drogas y el dinero). La tercera pata del trípode, entonces, era su pasión por los bienes raíces. En el mundo real, quedaba siempre limitada por las restricciones físicas del planeta en el que estaba atrapado. Pero en el mundo virtual, los únicos límites eran la ley de Moore, que seguía proyectándose en la distancia exponencial.
Cuando unió esos tres elementos, todo se desarrolló con rapidez. Tras aislar las salas de chat para comunicarse con granjeros de oro de habla inglesa, confirmó sus sospechas de que muchos de ellos tenían problemas para expandir sus negocios por una incapacidad crónica de transferir fondos a China. Se asoció con
Nolan
Chu, el jefe de una compañía de juegos chinos, patológicamente emprendedor y obsesionado con encontrar un modo de poner a trabajar el talento creador chino creando un nuevo juego online para multijugadores masivo. Durante una épica serie de intercambios MI y llamadas por Skype, Richard consiguió convencer a Nolan de que había que construir primero el sistema de fontanería: había que resolver el sistema de flujo de dinero. Terminado eso, todo lo demás vendría después. Y así, aprendiendo sobre la marcha, elaboraron un sistema en el que Richard actuaba como extremo norteamericano de una tubería de dinero, aceptando pagos por PayPal de adictos a WoW americanos y canadienses, y enviando luego por FedEx billetes de cien dólares a Taiwán, donde el dinero se blanqueaba a través de la red de pagos subterránea filipina y acababa por ser transferidos de cuentas bancarias taiwanesas a la cuenta de Nolan en China, de donde podía pagar a los granjeros de oro en especias locales.
Este bizantino acuerdo, cuyas complejidades, pintorescos modos de error, multinacionales ilegalidades, y reparto de personajes oscuros todavía, todos estos años más tarde, hacía que Richard despertara bañado en sudor de vez en cuando, era solo un puente para una aventura más sana y estable: Richard y Nolan cofundaron una compañía cuyo propósito era construir el nuevo y completamente original juego de los sueños de Nolan basándose en el sistema de blanqueo financiero que Richard ahora se sabía capaz de construir.
Cuando su discusión por el nombre de la compañía consumió más de los quince minutos que Richard consideraba que se merecía, se sacó del bolsillo unos dados de Dragones & Mazmorras y los lanzó para generar el número aleatorio 9592.
El juego que construyó la Corporación 9592 tenía un puñado de rasgos novedosos, pero para Richard su innovación fundamental era que lo construyeron de cero para que fuese amistoso hacia los granjeros de oro. Las granjas de oro habían sido un producto residual no deseado, un epifenómeno de los primeros juegos, que habían hecho todo lo posible por suprimir la práctica, incluso hasta el punto de que el gobierno chino llegó a prohibir esas transacciones en 2009. Pero en opinión de Richard, toda industria que estuviera entre los mil y los diez mil millones de dólares al año se merecía más respeto. Permitir que esa cola sacudiera al perro solo podía llevar a un aumento de ingresos y lealtad de los clientes. Solo fue necesario estructurar la economía virtual del juego en torno a la certeza de que los granjeros de oro lo colonizarían en gran número.
Sintió a un nivel primario, casi olfativo, que el juego solo podía tener el éxito que le procurara la estabilidad de su moneda virtual. Esto lo llevó a investigar la historia del dinero y en especial del oro. Descubrió que el oro se consideraba una fuente de valor fiable porque extraerlo del suelo requería cierta cantidad de esfuerzo que tendía a permanecer estable a lo largo del tiempo. Cuando se descubrían nuevos depósitos de oro fáciles de extraer, o se desarrollaban nuevas tecnologías mineras, el valor del oro tendía a caer.
No hacía falta ser muy listo, entonces, para comprender que el valor del oro virtual en el mundo del juego podía estabilizarse de una manera directamente análoga: obligando a los jugadores a gastar cierta cantidad de tiempo y esfuerzo a extraer cierta cantidad de oro virtual (o de plata, o de diamantes, o de otros diversos elementos y gemas míticos y mágicos que los Creativos añadieran más tarde al mundo del juego).
Otros juegos online lo hacían por decreto. Las piezas de oro se guardaban en mazmorras protegidas por monstruos. Cuanto más poderoso fuera el monstruo, más oro guardaba. Para conseguir el oro, tenías que matar al monstruo, y construir un carácter lo suficientemente poderoso para tal misión requería tiempo y esfuerzo. El sistema funcionaba bien, pero al final, la decisión de dónde se colocaba el oro y cuánto esfuerzo era necesario para ganarlo era solo una decisión arbitraria hecha por un friki en un cubículo perdido en alguna parte.
La loca idea de Richard era eliminar la posibilidad de esos tejemanejes con la posibilidad de que el oro virtual emanara de los mismos procesos geológicos básicos que en el mundo real. Los mismos, excepto que serían numéricamente simulados en vez de suceder de verdad. Mientras curioseaba por Internet, descubrió la sorprendente y reveladora web de P. T.
Plutón
Olszewski, entonces un chico de veintidós años, hijo de un geólogo que trabajaba para una compañía petrolífera en Alaska y que estudiaba en casa más allá del Círculo Polar Ártico recibiendo clases de su padre y de su madre, experta en matemáticas. Plutón, una personalidad típica de «pequeño profesor» con síndrome de Asperger atrapada ahora en el cuerpo bastante hirsuto de un explorador canadiense, se había pasado un montón de tiempo jugando a videojuegos e hirviendo de ira por su pedestre tratamiento de la geología y la geografía. Sus masas de tierra no parecían masas de tierra reales, al menos para Plutón, que podía sentarse a mirar una montaña durante una hora. Y así, básicamente como acción de protesta, casi como un acto de desobediencia civil contra toda la industria de los videojuegos, Plutón montó una web que mostraba los resultados de algunos algoritmos que había creado para generar masas de tierra imaginarias que estuvieran al nivel de sus exigencias de realismo. Lo que significaba que todos los matices del terreno abarcaban una historia simulada de cuatro mil quinientos años de placas tectónicas, química atmosférica, efectos biogénicos, y erosión. Naturalmente, una persona corriente no podía distinguirlos de las masas de tierra arbitrarias usadas como fondo en los videojuegos, así que en ese sentido los esfuerzos de Plutón eran perfectamente inútiles. Pero a Richard no le importaba la piel del mundo de Plutón. Le importaban sus huesos y sus tripas. Lo que le interesaba mucho era lo que un enano imaginario fuera a encontrar cuando alzara una pala virtual y empezara a excavar en la falda de una montaña. En un videojuego convencional, la respuesta era literalmente nada. La montaña era solo una superficie, más fina que el papel maché, sin ningún interior. Pero en el mundo de Plutón, el primer bocado de la pala revelaría el suelo subyacente, y la composición de ese suelo reflejaría su procedencia en el crecimiento estacional y el deterioro de la vegetación y la erosión secular de lo que hubiera más arriba en la montaña, y cuando el enano cavara lo suficiente encontraría el lecho de roca tras el suelo, y el lecho de roca tendría una composición mineral concreta, y sería sedimentario o ígneo o metamórfico, y si el enano tenía suerte podría contener cantidades utilizables de oro o plata o hierro.
Compraron su IP. Plutón se mudó a Seattle, donde encontró alojamiento en unas instalaciones especiales para personas con desórdenes en el espectro autista. Se puso a trabajar en la creación de todo un planeta. TERRAIN, la gigantesca amalgama de código informático que había creado él solito en la cabaña de sus padres en las montañas Brook, dio su nombre a T’Rain, el mundo imaginario donde la Corporación 9592 estableció su nuevo juego. Y con el tiempo T’Rain se convirtió también en el nombre del juego.
Cerca de Red Oak la carretera pasaba ante un centro comercial anclado junto a un Hy-Vee, una cadena de supermercados local. Como muchos de los Hy-Vees más grandes, este tenía un restaurante adyacente junto a la entrada principal, donde los jubilados locales iban por las mañanas a disfrutar el desayuno especial de 1,99 dólares. Richard, considerándose al menos durante la siguiente media hora como una especie de jubilado aspirante, aparcó el Grand Marquis en uno de los muchos espacios disponibles y entró.
Esperaba colores brillantes y sencillos, cosa que habría sido común en los restaurantes Hy-Vee de su juventud. Pero este tenía un decorado post-Starbucks, lo que significaba que no había colores primarios, siendo todo de color terroso, confortable, medido al milímetro. Grandes camionetas humeantes rodaban lentamente más allá del escaparate, aumentadas, como muñecos Lego, con equipo adosado. Tarimas de gigantescas bolsas de sal se apilaban delante de las ventanas como fortificaciones improvisadas. En las mesas, un solitario contratista general iba pasando mensajes en su teléfono. Los camioneros de largas barbas, anchos tirantes y amplias barrigas, observando y conversando. Empleados uniformados del supermercado en el descanso del café con sus cónyuges. Chicas de pueblo con los ojos pintados como mapaches, incapaces de comprender que eso no funcionaba con las rubias pálidas. Mexicanos encogidos y vagamente furtivos. Jubilados mostrando el buen humor de quienes, diez años antes, habían aceptado el hecho de que podían morirse cualquier día. Unos cuantos clientes más jóvenes, y algunos caballeros con mono de peto, concentrados en sus portátiles. Richard se acomodó en una mesa, pidió dos huevos con beicon y pan de trigo, y sacó su propio portátil del macuto.