—Que resultó ser D-al-cuadrado.
—No fue ninguna casualidad. Devin se había vuelto tan dominante sobre el mundo que cualquier otro escritor habría quedado enterrado bajo su producción. Solo había otro escritor que tenía, (a) importancia en el mundo de la literatura fantástica para rivalizar con Devin, y (b) prioridad...
—Estuvo allí primero —dijo Zula.
—Sí. El tiempo suficiente para corretear y mearse en todos los árboles, pero eso seguía contando mucho.
—Eh, acabo de ver a un conocido —anunció Peter, indicando la entrada con la cabeza. Un hombre con mono acababa de entrar desde el aparcamiento y observaba la taberna, tratando de decidir dónde quería sentarse.
—¿Un amigo tuyo? —preguntó Richard.
—Conocido —le corrigió Peter—, pero debería ir a saludarlo.
—¿Quién es? —preguntó Zula, mirando alrededor, pero Peter ya se había puesto en pie y se dirigió a la mesa junto a la chimenea, donde el recién llegado acababa de sentarse. Richard observó al hombre cuando este miró a Peter a la cara. Su expresión no mostró nada parecido a la sorpresa o el reconocimiento. Y desde luego tampoco placer. Esperaba encontrarse con Peter allí. Se habían estado enviando mensajes por SMS al respecto. Peter estaba mintiendo.
Richard se obligó a volver a la conversación, porque el asunto con Peter lo preocupaba y su primer instinto con las cosas que le preocupaban era poner un muro a su alrededor, y luego esperar a que empeoraran lo bastante como para amenazar la estructura integral del muro y luego, finalmente, coger un martillo.
—Los trajimos a los dos aquí —dijo Richard.
—¿Al Schloss?
—Sí. Entonces no tenía este aspecto. Fue antes de la remodelación del lagar dwinn. Vinieron en verano, cuando este sitio tiene un aire completamente diferente. Trajimos algunos chefs de Vancouver para que prepararan las comidas, y tuvimos un retiro para indicar el traspaso formal de Skeletor a D-al-cuadrado. Fue entonces cuando se produjo el Apostrofecalipsis.
—Resulta divertida la idea de preparar un «retiro» para trabajar —dijo Don Donald, mientras se entretenían en la terraza, bebiendo cerveza y acostumbrándose a la vista de las Selkirk—. ¿Pero no deberíamos llamarlo un «avance»?
Richard se perdió desde el principio de la frase, así que dejó de intentar comprenderlo y se quedó observando el rostro de D-al-cuadrado. Donald Cameron, entonces de cincuenta y dos años, parecía mayor, con el pelo canoso peinado hacia atrás y una nariz impresionante, hinchada por la rica dieta líquida de la antigua facultad de Cambridge donde vivía la mitad de su tiempo. Pero su tez era sonrosada y sus modales vigorosos, probablemente por todos los paseos que daba por el castillo de la Isla de Man donde vivía la otra mitad de su tiempo. Se había instalado en su
suite
unas cuantas horas antes, había descansado un poco, se había ido a dar uno de esos paseos, y había salido a la terraza hacía solo treinta segundos, donde se había visto rodeado por cuatro frikis, suficientemente situados en lo alto de la cadena alimenticia de la Corporación 9592 para poder sentirse con derecho a abordarlo. Richard sabía con seguridad que la mayoría de esta gente tenía en sus cuartos montones de novelas de fantasía de Donald Cameron con la esperanza de que se las firmara, y le estaban haciendo la pelota para sentirse cómodos antes de pedírselo.
—Tal vez tenga que acuñar una palabra nueva para ello —dijo Richard, antes de que ninguno de los fans pudiera reírse o, peor, intentar entrar en conversación con Don.
—Je. Ya se ha dado cuenta de mi debilidad para ese tipo de cosas.
—Dependemos de eso.
D-al-cuadrado alzó una ceja.
—¡Ya hemos avanzado hasta el punto de tener que trabajar! Imaginaba que eso iba a ser una reunión puramente social, señor Forthrast.
Pero solo estaba bromeando, como indicó al guiñar un ojo y asentir en la dirección de...
Richard se volvió y se apartó del puñado de fans que aumentaba rápidamente para ver a Devin Skraelin hacer su entrada. Se preguntó si habría estado retorciendo la cortina de su
suite
, esperando a que Don Donald saliera a la terraza para así poder llegar el último. Como de costumbre, lo acompañaban dos «ayudantes» que parecían demasiado mayores y autoritarios para merecer esa designación. Richard había podido establecer que la «ayudante» femenina era una abogada especializada en litigios de propiedad intelectual y que el varón era un editor que había sido eliminado en los últimos cataclismos de la industria librera: ahora era el escriba cautivo de Devin.
—Gracias —dijo Richard—. Continuaremos más tarde, si le apetece.
—¡No puedo esperar!
Richard salió al paso de Devin pero se le adelantó
Nolan
Chu, que era el mayor fan de Devin Skraelin del mundo entero. Hasta ahora, Nolan no había podido salir de China por líos de visados y cambio de divisas, pero durante el último año le había resultado cada vez más fácil hacer largas incursiones en Occidente. Algunos hombres en esa posición se habrían largado directamente a Las Vegas, pero Nolan, una combinación de motivos personales y comerciales imposible de dilucidar, acudía a convenciones de fantasía y ciencia ficción.
Richard se detuvo en seco y pasó unos minutos viéndolos conversar. Devin había perdido 95 kilos (al menos esa era la cifra colgada en su página web hacía seis horas) y ahora parecía corpulento, pero no tan obeso como para llamar la atención sobre sí mismo. Atendía a Nolan pero no dejaba pasar más de cinco segundos sin dirigir una mirada adonde estaba Don Donald. Si Richard hubiera sido un observador casual de la escena, habría pensado que uno de los dos escritores era un asesino y el otro su próxima víctima. Sin embargo, le habría costado trabajo dilucidar cuál era cuál.
El profesor Cameron, por su parte, continuó mostrándose enormemente afable y civilizado hasta que estuvo dispuesto a reconocer la presencia de Devin, y luego se dio media vuelta y se deslizó (no había otra palabra para describirlo) sobre sus sandalias hechas a mano para cruzar la terraza y extender una mano para saludar a su rival.
—Como si fuera dueño del lugar —murmuró Richard.
—¿El Schloss? —preguntó Chet, que estaba por allí controlando las cosas. Todo lo que Chet sabía de literatura fantástica era que era una fuente útil de arte para las furgonetas.
—No —respondió Richard—. T’Rain.
Más tarde cenaron en el salón de banquetes del Schloss, que era una fortaleza estilo bávaro. Habían unido varias mesas para que pareciera una sola, muy larga.
—¡Igual que el Salón de la Pizza de Shakey! —observó Devin cuando la vio.
—Igual que la Alta Mesa del Trinity —dijo D-al-cuadrado.
Richard, el único hombre presente que había cenado en ambos sitios, pudo ver el mérito en ambos puntos de vista, así que (tratando de ser un anfitrión amable) mostró su acuerdo con los dos, mientras ocultaba una creciente incomodidad por lo que sucedería cuando estos hombres acabaran sentados frente a frente en la mesa de Shakey/Trinity. Los asientos habían sido asignados ya. Richard a la cabecera de la mesa. Devin y el profesor Cameron a su lado, uno frente al otro. Nolan junto al segundo, para poder mirar con ojos de cordero al primero, y Plutón junto a Devin, siguiendo la teoría de que Don Donald se sentiría más cómodo si en algún lugar en su campo de visión había un friki ridículamente inteligente de habilidades sociales limitadas. La silla de Plutón miraba a los ventanales que daban a la terraza, así que podía aliviar su aburrimiento inspeccionando la forma de las montañas que se alzaban al otro lado del valle.
Lo mismo para toda la gente que estaba cerca de Richard. Desde allí la disposición de los asientos se propagaba mesa abajo según la idea de alguien de lo que era jerarquía e importancia. El menú era cocina de caza tal como la reinterpretaban los cocineros que Richard y Chet habían ido trayendo a lo largo de los años. El venado, por ejemplo, era de granja, y por tanto libre de priones, lo que aseguraba que la Corporación 9592 no acabaría estirando la pata dentro de unas cuantas décadas cuando todos sus superiores en el escalafón fueran golpeados por el mal de las vacas locas. La carta de vinos hacía un par de guiños diplomáticos hacia el naciente sector vitivinícola de la Columbia Británica y luego se lanzaba decididamente al sur de frontera. D-al-cuadrado hizo algunas agudas observaciones sobre un buen Riesling seco de las montañas Horse Heaven y Devin pidió una Coca-Cola light. Se mostró mucha curiosidad, por ambos lados, acerca del Schloss y cómo Richard y Chet lo habían construido. Richard explicó que originalmente lo habían ensamblado a partir de piezas y fragmentos de tres estructuras diferentes de los Alpes austriacos, que habían sido compradas por un barón minero austro-húngaro (literalmente barón). Había embarcado las piezas desde el Danubio al Mar Negro y de ahí por medio mundo hasta la desembocadura del Columbia, llevó el material a un sitio donde el material pudiera cargarse en un auténtico ferrocarril minero que ya no existía, cuyo derecho de paso, ahora un sendero de motociclistas y esquiadores, pasaba por los terrenos del Schloss. Luego pasó a su descubrimiento y la prolongada rehabilitación a la que lo habían sometido Richard y Chet. No mencionó todo lo que tenía que ver con el dinero de las drogas y las bandas moteras, ya que eso lo cubría ampliamente la entrada de la Wikipedia que todos los presentes presumiblemente habían leído y quizás incluso editado.
Pues a finales de los años ochenta el contrabando de marihuana había empezado a volverse más oscuro, más violento; o tal vez Richard, después de cumplir los treinta años, empezó a darse cuenta de la oscuridad que había estado allí siempre presente. Recogió su dinero y regresó a Iowa, donde se inscribió en cursos de dirección de hoteles y restaurantes en la universidad estatal. Este era el punto en que la historia se volvía lo bastante saludable para considerar que podía contarla en amable compañía. Después de unos cuantos meses en Iowa, recuperó el sentido y advirtió que podía contratar a gente con esa habilidad y regresó a Columbia Británica. Chet y él empezaron entonces a dedicarse en cuerpo y alma al Schloss.
Todo lo cual servía para entablar una conversación perfectamente agradable mientras probaban algunos de los vinos ligeros antes de la cena y se metían en la boca pintorescas viandas y sorbían sopa, pero cuando la cena pasó a aperitivos que parecían más bien segundos platos y que eran acompañados por vino tinto, Richard se encontró deseando que fueran de una vez al grano. El propósito formal de este retiro y esta cena era celebrar la conclusión del año de Devin como escritor residente y pasarle la antorcha a Don Donald, que por fin había rematado su trilogía convertida en tetradecalogía y estaba dispuesto a dedicar parte de su tiempo a seguir desarrollando el trasfondo y la «biblia» de T’Rain.
Durante los tres últimos meses de la titularidad de Devin, había sido casi preocupantemente productivo, lo que llevó a un hilo de correo electrónico en la Corporación 9592 (tema: «Devin Skraelin es un personaje de Edgar Allan Poe») salpicado con enlaces a páginas web sobre el estado psiquiátrico conocido como grafomanía. Esto causó un nuevo tipo de jerga: Canon Lag, donde los empleados responsables de comprobar el trabajo de Devin e incorporarlo al Canon no pudieron seguir el ritmo de su producción. Según una cadena de pensamiento algo paranoica, esto había sido una estrategia deliberada por parte de Devin. Ciertamente, como en esta cena, la única persona que tenía todo el mundo en la cabeza era Devin, ya que había entregado mil páginas de material nuevo a la una de esta madrugada, tras enviarlo por e-mail desde su habitación de la Torre Norte del Schloss, y nadie había tenido tiempo de hacer más que echarle una ojeada. Así que tenía a todos los demás en desventaja.
Hablar del Schloss condujo la conversación de manera natural al castillo de Don Donald en la Isla de Man, que también había sido objeto de un intenso trabajo de renovación. Richard percibió en eso una abertura e hizo el gambito.
—¿Es ahí donde tiene previsto hacer la mayor parte del trabajo de T’Rain?
Silencio. Richard había cruzado un límite, o algo, al mencionar el «trabajo». Pero había descubierto que seguir adelante era mejor que pedir disculpas.
—¿Tiene un estudio allí... un lugar adecuado para escribir?
—¡Adecuadísimo! —exclamó el profesor. Y se puso a describir una habitación en una torre, «con vistas, los días claros, a Donaghadee al oeste y Cairngaan al norte», y pronunció ambas palabras de manera tan auténtica que visibles escalofríos de placer se extendieron por toda la mesa. Había sido dispuesta, dijo, de un modo que hacía que fuera «a la vez auténtica y habitable, un balance que no era fácil de conseguir», y esperaba su regreso.
—Devin le ha dado mucho material con el que trabajar —dijo Geraldine Levy, que era la señora del Canon, sentada junto a Plutón a la mesa—. No puedo dejar de preguntarme si hay alguna parte concreta de la historia de T’Rain que le gustaría atacar primero.
—Centrar —la corrigió Cameron, después de unos cuantos segundos incómodos intentando encontrarle sentido a la expresión—. La cuestión es perfectamente razonable. Mi respuesta debe ser indirecta. Mi método de trabajo, como puede que sepan, es componer el primer borrador en el lenguaje que hablan los personajes. Solo cuando está terminado empiezo el trabajo de traducirlo al inglés.
Como un tanque que hiciera girar su torrera, se volvió para apuntar a Devin.
—Mi colaborador, naturalmente, prefiere un... método más eficiente y directo.
—Me sorprende lo que hace con los lenguajes y lo demás —dijo Devin—. Tiene razón. Yo solo... avanzo sobre la marcha.
—Así que su mundo —continuó D-al-cuadrado, continuando su giro hasta que apuntó a Richard—, no tiene ningún lenguaje en este momento. Le fascina más la geología —asintió en dirección a Plutón—, y consideran que eso es fundamental. Yo habría empezado con palabras y lenguajes y habría construido sobre esos cimientos.
—Ahora tiene las manos libres en ese asunto, doctor Cameron —señaló Richard.
—Casi libre. Pues ha habido algunas —Cameron dirigió de nuevo su mirada hacia Devin— expresiones. Veo palabras en el trabajo del señor Skraelin que no aparecen en los diccionarios. La misma palabra T’Rain, por ejemplo. Los nombres de las razas: K’Shetriae, D’uinn. Puedo trabajar con ellas, incorporarlas a los lenguajes ficticios cuya gramática y léxico gustosamente extraeré y compartiré con la... señorita Levy.