—Nunca he oído hablar de Manu Ginobili —dijo Zula—. Si de verdad es una referencia cultural tan común que...
—Sí —dijeron Peter y Csongor al unísono.
—Así que —continuó Csongor—, después de unas cuantas horas, Manu salió del
wangba
y el taxista lo siguió durante aproximadamente un kilómetro hasta uno de esos barrios de poca monta. Manu entró en un edificio. El ruso y el taxista se quedaron allí durante otro par de horas, tan solo vigilando el edificio, y Manu no volvió a salir. Pero más tarde lo vimos en el tejado encestando canastas con otros jóvenes.
—¿Hay una cancha de baloncesto en el tejado?
—Una cancha no —dijo Peter, molesto de nuevo por lo que consideraba una pregunta inane—. ¡Solo un aro! Podemos verlo claramente desde el piso franco.
—¿De verdad?
—De verdad. Está como a un kilómetro de aquí, todo recto.
—Se ve claramente. Nos pasamos la mitad de la noche observándolos por los binoculares —dijo Csongor.
—¿Entonces es un edificio de oficinas? ¿De apartamentos? —dijo Zula.
—Un vertedero —respondió Peter—. La mitad de la manzana está vacía.
—¿Cómo puede haber algo vacío en esta ciudad?
—A una manzana de distancia hay una obra —dijo Csongor—. La zona está en desarrollo. Ese edificio y los que lo rodean probablemente serán demolidos antes de que pase un año.
—El taxista fue enormemente servicial en cuanto vio el fajo de dinero —dijo Peter—. Se bajó del taxi para echar un pitillo, hizo unas cuantas preguntas por la calle, se enteró de algo más sobre el edificio.
—¿Y?
—Tiene mala fama. El casero no puede hacer contratos a largo plazo en un edificio que está deseando derribar. Pero odia dejar de ganar dinero. Así que lo alquila de mes a mes a todo el que esté dispuesto a pagar en efectivo, sin hacer preguntas.
—Me hago a la idea —dijo Zula.
—Por ejemplo, hay varios inquilinos extranjeros —dijo Csongor.
—¿Filipinos?
—No —rio Csongor—, extranjeros internos.
—¿Y eso qué significa?
—Chinos que vienen de otras partes de China tan lejanas y distintas que bien podrían ser países extranjeros.
—Inmigrantes económicos —dijo Peter—. El equivalente a los mexicanos.
—Vale —dijo Zula—, pero Manu no es uno de esos.
—Parece que Manu y unos cuantos jóvenes más están viviendo juntos en uno de los pisos. No sabemos en cuál —respondió Peter—. Tienen un aro de baloncesto en el tejado. Suben allí y pasan el rato bebiendo cerveza y fumando y jugando hasta las tantas.
—Con portátiles —dijo Csongor, sacudiendo incrédulo la cabeza.
—Sí, incluso a las dos de la madrugada tienen los portátiles encendidos. Su oficina auténtica está abajo en alguna parte, pero obviamente tienen conexión wi-fi en el tejado.
—Así que creen que el Troll es uno de esos tipos —dijo Zula, tratando de sumar todo esto—, o tal vez todos ellos, colectivamente, lo sean. Manejan REAMDE desde este apartamento. Tienen problemas con los bandidos que atacan a sus víctimas cuando van a la intersección de línea ley con el rescate y por eso pagan a jugadores más jóvenes para que frecuenten el
wangba
todo el día y maten a los bandidos. Manu va al
wangba
a supervisarlos, pero está constantemente en contacto con el apartamento a través del teléfono.
—Cinco minutos después de que Manu se fuera del
wangba
apareció otro tipo haciendo botar una pelota de baloncesto y ocupó su lugar —informó Csongor.
—Los mata-bandidos trabajan en turnos las veinticuatro horas seguidas —dijo Zula, traduciendo eso.
Durante el último minuto más o menos, los asesores de seguridad habían estado subiendo a la furgoneta y ocupando sus asientos uno a uno. No había sitio suficiente, y por eso uno de ellos acabó apretujado en el hueco entre los asientos del conductor y el copiloto. Sokolov cerró las puertas traseras y subió el último y ocupó un espacio que le habían reservado.
—¿Todo el mundo listo? —exclamó Yuxia, con una voz que penetró fácilmente hasta la fila del fondo.
La respuesta fue apagada pero afirmativa.
Ivanov miró al asesor sentado entre Yuxia y él, e intercambiaron un gesto de asentimiento. Ivanov extendió la mano izquierda y la colocó sobre la mano derecha de Yuxia, sujetándola contra el volante. Al mismo tiempo, el asesor extendió su mano y colocó unas esposas en la muñeca de Yuxia. Un instante después cerró la otra mitad de las esposas en el volante. Ivanov retiró la mano.
—¿Pero qué coño...? —exclamó Yuxia, retirando la mano, probando la esposa, convenciéndose todavía de que esto no estaba sucediendo de verdad.
—Por tu bien —explicó Ivanov.
—¿Mi bien?
—Cuando la OSP investigue, verán las esposas, sabrán que no tuviste elección, y te declararán inocente.
—¿Inocente por pescar?
Ivanov se abrió la chaqueta y le dejó ver una pistolera.
—De caza.
Chasqueó los dedos y Sokolov le entregó un mapa impreso, sacado al parecer de Google. Mostraba una foto satélite de Xiamen con las calles superpuestas.
—¡Zula! —exclamó Yuxia—. ¿Qué está pasando, amiga querida?
—Me secuestraron —explicó Zula—. Intenté escapar anoche y advertirte, pero me capturaron. Lamento que te veas metida en esto.
Anoche se había dicho a sí misma que no volvería a llorar, pero las lágrimas acudieron ahora libremente a sus ojos.
Yuxia captó ese detalle en el espejo retrovisor.
—¡Te voy a joder vivo, hijo de puta! —le dijo a Ivanov.
—Tal vez luego —repuso Ivanov secamente.
—No servirá de nada hablarle así, Pies Grandes —dijo Zula.
—Ahora nos iremos y todos estaremos bien al final del día, a excepción del Troll —dijo Ivanov. Extendió la mano e internó la furgoneta en el camino de acceso, y luego le dirigió a Yuxia una mirada expectante.
—¿Quién es Troll? —preguntó Yuxia con voz apagada. Pero aceleró un poco y pasó a la carretera del muelle.
Ahora que estaban en marcha hacia un destino situado solo a un kilómetro de distancia, a Zula se le ocurrió una pregunta muy básica.
—¿Por qué nos traen? ¿Lo sabe alguien?
—Al parecer el edificio contiene algo así como ochenta apartamentos separados —dijo Peter—. Algunos vacíos, otros no. Esta gente no sabe en cuál vive el Troll. No pueden ir por los pasillos echando abajo ochenta puertas; alguien llamaría a la policía.
—Eso sigue sin responder a mi pregunta.
—Se han convencido a sí mismos —dijo Csongor—, que si nosotros tres entramos en el edificio, podremos determinar en qué piso está el Troll.
—¿Por qué creen eso?
—Porque somos hackers y han visto muchas películas.
El trayecto les llevó un rato; podrían haberlo hecho más rápido a pie. Sokolov mantenía contacto ocasional con otros rusos por su walkie talkie, que Zula supuso que era algún tipo de artilugio encriptado, pues de lo contrario la OSP los detectaría. Como faltaban dos rusos en la furgoneta, dedujo que Sokolov había enviado una avanzadilla.
Csongor, que tenía un dominio razonable del ruso, suministró la traducción de lo que hablaban por el walkie talkie.
—Envió a dos tipos cuando todavía estaba oscuro. Hallaron una forma de entrar en el edificio. Se encuentran en una habitación en el sótano que no utiliza nadie. Accesible por una entrada trasera. Ahí es adonde vamos.
Yuxia, siguiendo direcciones de Sokolov, se internó en una calle tan estrecha que tuvieron que plegar los dos retrovisores, y los residentes locales tuvieron que salir corriendo para apartar de su camino pollos en jaulas y grandes cestas planas con té verde. Después de unos minutos agónicamente lentos y conflictivos, llegaron ante un callejón, no más ancho que una puerta, situado a su derecha. El ruso al otro extremo del walkie talkie gritó una sola palabra.
—Alto —dijo Sokolov.
Abrieron la puerta de la derecha de la furgoneta. Los rusos salieron de uno en uno y pasaron al callejón y formaron una fila: Peter rebuscó tras el asiento y sacó neveras y otro equipo, que fue entregando a Sokolov, quien a su vez lo lanzó a sus hombres. De este modo metieron todo el equipo por la entrada trasera del edificio. Con la oscuridad era imposible ver claramente, pero parecía estar a cinco o seis metros, en el lado izquierdo del callejón. Mientras tanto, Zula intentó ver dónde estaba moviéndose en el asiento y asomándose a las ventanillas.
Si el callejón a su derecha era la entrada trasera, entonces esta calle corría a lo largo del lateral del edificio del Troll, y estaban aparcados en su esquina trasera. La planta baja mostraba algunas aberturas selladas con puertas de acero enrollables. Sobre estas había algunos aleros de metal corrugado, agujereados por el óxido, que se extendían sobre la calle y le hacían imposible ver gran cosa de los pisos superiores.
Al mirar por el parabrisas, pudo ver un cruce a unos diez metros, donde esta calle se encontraba con otra más ancha que estaba repleta con el habitual flujo de tráfico de peatones y bicicletas. Esa calle parecía pertenecer a una parte mejor iluminada del universo, y Zula supuso que era porque había obras al otro lado: el edificio de enfrente estaba cubierto de andamios y lonas azules; y más allá había un socavón en el tejido de la ciudad donde estaban arrojando una arcologia o algo parecido.
Eso fue todo lo que Zula pudo ver antes de que Sokolov indicara que era hora de mostrarse útiles. Csongor, Zula y Peter bajaron de la furgoneta tras plegar uno de los asientos. Sokolov cerró la puerta lateral y los siguió por el callejón hacia la entrada trasera. Yuxia, presumiblemente siguiendo instrucciones de Ivanov, que seguía sentado a su lado, arrancó y se perdió de vista.
Una discusión menor tenía lugar en el callejón, donde una anciana estaba asomada a una ventana del primer piso gritando a los rusos. Zula disfrutó de un momento de esperanza de que la mujer llamara a la OSP. Sokolov alzó la cabeza y la miró durante unos instantes, luego buscó en su bolso de hombre, sacó un fajo de billetes de medio grosor, le permitió verlo (esto la hizo callar) y se lo lanzó. El dinero atravesó la ventana y se estrelló contra algo dentro. La mujer se retiró y cerró la ventana. Sokolov ni siquiera llegó a detenerse.
Medio tramo de escaleras de hormigón los condujo a un pasillo del sótano iluminado por unas cuantas bombillas peladas. Los asesores de seguridad los llamaron desde el fondo del pasillo, y entraron en una habitación llena de una luz azul grisácea que entraba por un par de sucias ventanas situadas al nivel de la acera. Estaba situada junto al pie de lo que Zula supuso que era la principal escalera del edificio. No era difícil ver que el edificio estaba diseñado en torno a un núcleo central que incluía no solo la escalera, sino otras cosas que tenían que correr en vertical: las instalaciones de tuberías, los cables de la luz, los bajantes. De modo que esta habitación estaba repleta de tubos, válvulas, contadores, desbarajustados cables eléctricos y paneles de fusibles. No había instalación de Internet (de hecho, no había ninguna tecnología posterior a la Segunda Guerra Mundial), lo cual no resultaba nada sorprendente, pero sí planteaba la cuestión de dónde sacaban la conexión los tipos de REAMDE. Pero todos los edificios de China estaban montados con cables improvisados así que probablemente los pirateaban de otro sitio.
—¿Podemos subir al tejado? —preguntó Peter.
Un explorador subió al tejado e informó a través del walkie talkie que ninguno de los chicos de REAMDE estaba allí en este momento. Por tanto Peter y Zula, acompañados por Sokolov, subieron cinco pisos hasta lo alto de las escaleras. El acceso al tejado había sido sellado anteriormente por una puerta, pero habían roto el candado.
La terraza del Troll consistía en media docena de sillas de plástico, una oxidada mesa plegable, un aro de baloncesto sujeto por un andamio hecho con tubos, un servicio de té, una bañera de plástico con un puñado de revistas de la NBA, y un cable de extensión que cruzaba el tejado hasta las escaleras y conectaba con los restos de un aplique de luz.
Desde ese mismo aplique, un tramo de cable doble barato corría hasta el tejado de la garita que remataba la escalera, donde desaparecía bajo un cubo de plástico sujeto con un ladrillo. Un cable de red azul pasaba bajo ese cubo.
Peter recibió permiso de Sokolov, se encaramó a lo alto de la garita, quitó el ladrillo y lo apartó para revelar un router wi fi, las luces verdes LED parpadeando alegremente.
El cable azul cruzaba el tejado hasta la fachada del edificio, luego desaparecía por un sumidero en el pretil de un metro de alto. Zula siguió el cable hasta el filo, se asomó al pretil y echó un vistazo. Se encontraba ahora cerca de la esquina del edificio, diagonalmente frente al lugar donde habían bajado de la furgoneta.
A dieciocho metros más abajo pudo ver la furgoneta aparcada delante de la entrada principal del edificio, bloqueando el tráfico y creando problemas.
El cable azul seguía corriendo a lo largo de un bajante vertical que salía del sumidero del pretil y corría por el lado del edificio. En algún punto el cable presumiblemente se separaba del bajante y entraba en el edificio a través de una ventana o cualquier otra apertura, y eso marcaría la localización del apartamento del Troll. En un mundo perfecto habrían podido ver ese lugar desde este punto de observación y detectado inmediatamente el apartamento en cuestión, pero no hubo esa suerte: debía de estar oculto bajo algún rasgo horizontal que bloqueaba su visión. Y con todos los balcones, tendederos, aleros y tuberías exteriores, había obstáculos de sobra.
No por primera vez, Zula se corrigió a sí misma: no, era buena suerte, no mala, no poder averiguarlo. Entregarle el Troll a Ivanov sería muy mala cosa. Le preocupó por lo fácil que había sido implicarse en la emoción de la caza.
Peter se acercó a ella, concentrado en la pantalla de una PDA.
—¿El nombre Golgaras significa algo para usted?
—Es uno de los continentes de T’Rain —dijo Zula.
—¿Y Atheron?
—Lo mismo.
—Estoy detectando cuatro puntos de acceso wi-fi —dijo Peter—. Dos de ellos tienen nombres por defecto y tienen una señal muy débil... apuesto a que están en ese edificio de enfrente. Golgaras es muy fuerte, y Atheron, considerablemente más débil.
—Intenta desconectar ese router que hay bajo el cubo —sugirió Zula—, a ver si una de ellas se apaga.