Reamde (37 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo dices?

—¿Cuántos de vosotros queréis usar un ordenador?

—Uno —dijo Zula—, a menos...

Miró a Sokolov, que estaba mirando más chorradas decorativas pegadas en la pared. Era un póster promocional perteneciente a una serie que el departamento de marketing de la Corporación 9592 había producido poco después del lanzamiento del juego, cuando hacían un feroz esfuerzo por robarle clientes a World of Warcraft. Eran falsos pósters de viaje, mostrados con detalles foto-realistas. Este en concreto mostraba a un dwinn encaramado a un peñasco en el borde de un prístino lago montañoso, la caña de pescar en la mano, batallando con una dentuda bestia prehistórica que podía verse saliendo a la superficie a media distancia con un anzuelo enganchado en el labio. El verdadero propósito del póster era mostrar el increíble realismo del software generador de formas de tierra de Plutón, que era un espectacular alarde en las faldas de las montañas al fondo del lago. Pero los dibujantes y animadores, para no quedarse atrás, habían invertido un montón de tiempo y energías en que la postura del dwinn fuera exacta: inclinado hacia atrás por la tensión del sedal, un pie hacia delante, el otro un poco despegado del suelo. Para Zula fue como ver una foto de casa y el impacto fue fuerte: no estaba preparada para verlo aquí.

Convenientemente, Sokolov escogió este preciso momento para hablar. Volvió lentamente la cabeza para mirar a Zula, y luego a Yuxia.

—Tal vez busque una tienda de equipos de pesca.

Zula estaba todavía lidiando con un apreciable nudo en la garganta, y Yuxia no tenía ni idea de cómo interpretar a Sokolov.

—Pesca —repitió Sokolov, señalando el póster y haciendo la mímica de lanzar y recoger el sedal—. Mi jefe quiere ir de pesca. Pero no trajimos material.

—¿Cuándo? —preguntó Yuxia.

Sokolov se encogió de hombros.

—Tal vez mañana. Tal vez pasado. Depende. Pero hoy yo podría comprar el equipo. Tengo que buscar una tienda en Google.

—No le funcionará si no sabe leer en chino —dijo Yuxia.

—Entonces necesito ayuda. Tengo que comprar sombreros especiales. Neveras pequeñas. Una funda para la caña —se encogió de hombros—. Lo de costumbre.

Yuxia se dio media vuelta y se acercó al mostrador del
wangba,
que era una instalación de tamaño apreciable a su derecha, de seis metros de largo y con dos cajas registradoras. La pared de detrás estaba ocupada por un par de frigoríficos de puertas de cristal, repletos de bebidas, y algunos estantes con cuencos de tallarines liofilizados, sellados con discos de papel de estaño e impresos con colores llamativos. Tras el mostrador había tres personas: dos empleados, ambos jóvenes veinteañeros, y un oficial de la Oficina de Seguridad Pública con su camisa celeste, corbata y pantalones oscuros. El oficial estaba sentado de espaldas a ellos y le prestaba atención a un par de monitores de pantalla plana subdividos en cuatro paneles cada uno. Zula supuso que mostraban imágenes de las cámaras de seguridad, pero luego vio que cada uno de ellos mostraba una imagen de la mitad de tamaño de una pantalla de ordenador. Algunas mostraban pantallas de usuario como las que se ven cuando se navega por la red o se comprueba en Facebook, pero la mayoría mostraba videojuegos. Cada panel cambiaba cada pocos segundos.

Miró a Csongor, que había reparado en lo mismo. Se volvió a mirarla. Sus ojos se encontraron y los dos se echaron a reír.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó Sokolov.

Csongor se volvió hacia él.

—Este tipo está mirando por encima del hombro de todo el mundo —dijo—. Asegurándose de que no vean porno, o lo que sea.

Sokolov lo pilló, pero no le vio la gracia.

Qian Yuxia mientras tanto se había acercado en tromba al mostrador y se había dirigido a uno de los empleados al estilo de un sargento de instrucción saludando a un recluta que ha aparecido borracho y desaliñado. El empleado, por su parte, empezó y terminó la conversación mirándola atentamente de arriba abajo, cosa que confirmó para Zula que Yuxia era una clienta desacostumbrada, aunque no fuese la primera vez que aparecía por aquí. El oficial de la OSP dejó de mirar sus pantallas el tiempo suficiente para examinar a los tres occidentales, mirar luego a Yuxia, y volverse después a sus pantallas. Al parecer ser occidental no era gran cosa si tenías a un lazarillo chino que te guiara: eran los occidentales despistados y sin compañía los que atraían toda la atención.

Tuvo lugar una especie de transacción. Yuxia llamó a Sokolov haciendo chasquear los dedos y le hizo sacar dinero, que desapareció en la caja registradora. El empleado tendió dos tiras de papel con un código alfanumérico impreso: las ID y las contraseñas de usuario.

Entraron en la planta principal del
wangba,
que recordó a Zula la parte de un casino donde se alinean las máquinas tragaperras, aunque sin el ruido: humanos apretujados en una sala oscura y de techo bajo, sentados en sillas idénticas y concentrados en sus máquinas. Y de hecho la comparación con las tragaperras no era mala, en tanto la mayoría de esta gente estaba jugando a videojuegos. Unos cuantos jugaban a World of Warcraft, Contraataque y Aoba Jianghu, que era un juego completamente chino que había creado
Nolan
Chu antes de fundirse con la Corporación 9592 y que seguía viviendo en el mundo de los
wangba
como una antigualla buena, frecuentemente imitada, siempre pirateada (su plan de protección anti-copia fue aniquilado a las veintidós horas de su lanzamiento), nunca igualada. Pero una clara mayoría estaba jugando a T’Rain, lo que significaba que la mayoría estaba aquí por negocios y no por placer. Zula tenía a esas alturas suficiente experiencia con el juego para poder identificar, de una mirada, la mayoría de los paisajes y situaciones que pasaban ante sus ojos mientras seguía a Yuxia pasillo abajo hacia la escalera. Al echar un vistazo mayor al
wangba,
vio que unas cuantas cabezas habían asomado, estilo topo, por encima de las bajas semiparedes que separaban una fila de ordenadores de la de al lado. Algunos eran jóvenes que sorbían tallarines en cuencos y veían a sus amigos jugar, pero Zula también vio a otro oficial de la OSP haciendo sus rondas.

La planta de arriba era una repetición de la primera, con más terminales vacantes. Un tercer oficial de la OSP estaba estacionado allí, sentado en una silla en lo alto de la escalera, bebiendo té de un alto termo de cristal y aburrido de muerte. Csongor se sentó ante un terminal y Sokolov lo hizo en el de al lado. Csongor fingió comprobar su correo electrónico mientras Sokolov buscaba utensilios de pesca en el centro de Xiamen.

Una vez conectado a un ordenador, Csongor solo tardaba unos instantes en establecer su IP y unos instantes más en curiosear por la red local para tener una idea de qué IPs podían estar asignadas a las máquinas vecinas. Así que «comprobar su correo electrónico» llevó solo unos segundos, y entonces desconectó y estuvo listo para marcharse. Se acercó a Zula, rompió el paso en cuanto estuvo a cosa de un metro de ella y se giró de lado. No se había acercado para charlar, ni por otro motivo que para estar en su presencia. Se había convertido en una costumbre suya. Zula se había habituado a ella. Se sentía mejor cuando él estaba allí, justo al borde de su espacio personal. Parecía que también él se sentía mejor.

Sokolov había tomado algunas fotos con el móvil de unos pescadores que salían de un terminal de ferris la tarde anterior y se las mostró a Yuxia, ampliando sus cabezas e instándola a conseguir un puñado de sombreros. Eran los sombreros de aspecto más patético que Zula había visto jamás, y no creyó ni por un momento que Sokolov quisiera ir de pesca. Tenía otro plan en mente y se había dado cuenta sin pensarlo de que Yuxia podía ayudarle.

La sensación agradable que ella obtenía con la proximidad de Csongor se hizo añicos por una especie de sensación de hielo a través del corazón cuando se dio cuenta de que Yuxia iba a acabar metida en todo este lío. Y eso era en parte por su culpa.

Yuxia y Sokolov terminaron sus asuntos y desconectaron.

—Tenemos que ir a comprar sombreros —anunció Sokolov, y entonces se hizo a un lado, como era su costumbre, para dejar que las damas salieran primero.

Yuxia iba a hacer que encontrar
wangbas
fuera un millón de veces más fácil, pero había un precio que pagar, y era que no podían ir simplemente de uno a otro mientras mantenían el pretexto de que solo lo hacían para que Csongor pudiera comprobar su correo electrónico. Nadie necesitaba hacerlo con tanta frecuencia; y si así fuera, solo tenía que quedarse en un
wangba
un rato en vez de pasar de uno al siguiente.

El plan de Sokolov (fuera cual demonios fuese) de comprar equipo de pesca ayudó a resolver este problema. Dedicaron unos cuarenta y cinco minutos a ir caminando hasta una tienda donde era posible encontrar los sombreros de tela de aspecto ridículo que tanto gustaban a los pescadores chinos septuagenarios. Durante el camino, Zula llegó a conocer un poco mejor a Yuxia. De hecho, la acribilló a preguntas, porque le ponía un poco nerviosa que Yuxia pudiera empezar a hacerle a ella preguntas que, dadas las circunstancias, sería difícil responder. El guion que estaban siguiendo era débil y no soportaría el escrutinio de la vivaz mente de Qian Yuxia.

Descubrió que Yuxia vivía en una ciudad más allá de Yongding que era una especie de atracción turística debido a sus
tulou
: enormes fortalezas redondas de tierra aplanada, construidos hacía siglos por los hakka. La mayoría de los turistas eran chinos que venían en autobuses desde Xiamen. Pero el lugar atraía también a algunos viajeros occidentales, y por eso durante la temporada turística ella trabajaba en un hotel que atendía a esa gente. Frecuentaba la estación de autobuses y deambulaba por las principales rutas de diversión de los turistas, y cuando veía a occidentales que parecían perdidos, los saludaba, hablaba con ellos, y los guiaba hasta el hotel. Los llevaba por la región en una furgoneta para que pudieran ver algunos de los
tulous
más recónditos. Eso, y ver películas, y leer libros que dejaban olvidados en los hoteles, era lo que le había hecho aprender inglés. Durante la temporada baja venía en furgoneta hasta los barrios del extrarradio de Xiamen y hacía un acuerdo para aparcar en alguna parte, luego cogía el autobús hasta el centro, se alojaba en un hostal, y montaba su negocio como comerciante itinerante de té. Esto era principalmente cuestión de vender té al por mayor a tiendas minoristas establecidas, pero no le hacía ascos a abordar directamente a los consumidores finales, como había hecho ayer con Zula.

Con eso llegaron a la sombrerería, donde Sokolov compró la docena de sombreros informes que quería. Entonces le tocó a Csongor «comprobar el correo electrónico» otra vez. Así que buscaron otro
wangba
y Csongor se dedicó a eso mientras Zula sorbía tallarines y Yuxia ayudaba a Sokolov a encontrar una tienda que comerciara con fundas para cañas y rollos.

Zula le preguntó a Yuxia qué eran los hakka y se enteró de que eran los únicos chinos que se habían negado a seguir la práctica de vendar los pies. Así que «mujer de pies grandes» no era solo una réplica. No solo eso, sino que además compraban a las niñas no deseadas de sus vecinos que no hablaban cantonés y las criaban. Yuxia no era de las que empleaban términos como «feminista» o «matriarcal», pero la imagen quedó bastante clara para Zula. Pudo trazar comparaciones con sus primeros años, educada por maestras marxistas-feministas en las cuevas de Eritrea, lo que proporcionó un tema seguro para charlar y matar el tiempo mientras deambulaban por las calles.

El tercer
wangba
estaba en el piso superior de un edificio comercial de tres plantas que asomaba a una calle lateral, quizá lo bastante ancha para que pasara un coche en cada dirección si no había problemas con los peatones, ciclistas o carreteros. Era un
wangba
un poco más pequeño que los dos primeros que habían visitado y tenía una clientela más joven y un tono algo más dinámico. Había un único oficial de la OSP en la entrada, pero no tenía el sistema de alta tecnología para controlar lo que aparecía en los terminales de los clientes. Había unos cuantos espejos repartidos por el lugar, lo que teóricamente hacía posible que mirara por encima del hombro de la gente, pero para que eso funcionara tendría que interesarle y levantar la mirada de la revista que estaba leyendo (en chino, pero dedicada exclusivamente a los equipos y hazañas de la NBA), aunque no estaba por la labor de ninguna de las dos cosas. Este
wangba
era considerablemente más ruidoso, no por el sonido de la música o las bandas sonoras de los juegos, sino por la conversación. Como advirtieron después de pagar la entrada, el jaleo procedía de un rincón, donde una docena de adolescentes ocupaba un puñado de terminales y jugaba al mismo juego, mirando por encima del hombro unos de otros y gritando advertencias, órdenes, ánimos, y gemidos de desesperación.

Como de costumbre, Csongor se dirigió a un terminal mientras que Yuxia y Sokolov se dirigían a otro. Zula se acercó al rincón donde estaban jugando los jóvenes. En cuanto pudo ver las pantallas reconoció que estaban jugando a T’Rain. El estilo en que se comunicaban le dijo que debían de ser todos parte de un grupo de saqueadores que iban juntos de aventura; sus personajes estaban todos en el mismo lugar en el mundo T’Rain, probablemente saqueando un calabozo o luchando con una banda rival, y por eso un mago podía estar pidiendo ayuda a un sacerdote que necesitara ser curado o un mago podía estar solicitando protección de una bestia amenazante mientras lanzaba sus hechizos. Era un estilo de juego bastante corriente.

Notó que iban de chulitos. Lo confirmó cuando se colocó de forma que pudo ver mejor a sus personajes: masivamente poderosos y con equipos caros.

El paisaje donde combatían parecía sorprendentemente familiar.

Eran las montañas Torgai.

Estaban luchando cerca de la intersección de línea ley de los lanzapiedras.

De repente Zula fue consciente de que llevaba unos cuantos minutos mirando y que Sokolov estaba a su lado, tan cerca que pudo sentir su calor. Había leído la expresión de su rostro y se había acercado para ver qué la había aturdido de esa forma.

Sintiéndose súbitamente sospechosa, se dio media vuelta y se encaminó hacia el lugar donde estaba sentado Csongor. Miraba asombrado la pantalla de su terminal.

Other books

Absolution by Kaylea Cross
A Diamond in the Dark by Sassie Lewis
Loving Danny by Hilary Freeman
Lunatics by Dave Barry and Alan Zweibel
Cruel World by Joe Hart
Bettyville by George Hodgman
Behindlings by Nicola Barker
Cut to the Chase by Joan Boswell
Liar by Francine Pascal