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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (32 page)

BOOK: Reamde
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—A Ivanov eso le va a parecer una búsqueda a ciegas —señaló—. Prefiere el enfoque directo.

Lo dijo como una especie de chiste, pero Peter asintió sobriamente.

—También podríamos buscar una comunidad de expatriados filipinos en Xiamen. En Seattle tienen sus propias tiendas de alimentación y sus peluquerías. Tal vez aquí sea igual.

Zula, que al contrario que Peter había visto algo de Xiamen, estaba segura de que sería inútil. Pero contuvo las ganas de decirlo.

—¿Has informado a Ivanov de esto?

—Le he estado enviando actualizaciones.

Zula intentó ignorar la forma en que había expresado la frase.

—¿Conoce la posible conexión con Manila?

—Todavía no.

—Si podemos convertir esto en una excusa para seguir pateando calles, podría ayudarnos —sugirió Zula.

—¿Ayudaros cómo?

—Ayudar
nos
—repitió ella.

Zula advirtió que tenía ganas de matarlo. Estaba segura de que la sensación pasaría. Pero también estaba segura de que volvería.

—Haz lo que quieras con la información —dijo, y se marchó.

—¿Estás loco? —le preguntó Ivanov.

Sokolov se quedó de piedra. Ivanov acusándolo a él de estar loco. Era algo inesperado. No supo qué decir.

Le había estado contando lo que habían hecho hoy. Al principio solo hizo un resumen, que era generalmente lo que los superiores querían que hicieran sus subordinados, pero Ivanov había insistido en oírlo todo con mayor detalle. Y por eso, después de sufrir unas cuantas interrupciones, Sokolov se había puesto a hacer un resumen mucho más detallado, e Ivanov escuchó con atención mientras contaba la expedición «de compras», la propina a la conserje, y el regreso a pie por el muelle.

No sería la primera vez que Sokolov recibía una reprimenda del jefe, así que tan solo se quedó allí firmes y la esperó.

Ivanov se echó a reír.

—No importa de qué carajo están hechos los edificios —dijo—. Si las paredes pueden o no ser perforadas por un cañón del 4. Ni las opciones para escapar del edificio en caso de una retirada táctica. ¿En qué coño estás pensando, Sokolov? ¿Te crees que esto es el asedio de Grozny? ¡Esto no es el asedio de Grozny! Es muy sencillo. Encuentra al Troll. Ve adonde vive. Entra en su apartamento. Sácalo de allí y tráemelo.

Sokolov no tuvo nada que decir.

—¿He contratado al tipo equivocado?

—Es posible, señor —respondió Sokolov—. Esa gente que encontró en Seattle, los que se encargaron de Wallace, son más adecuados para este tipo de trabajo.

—¡Bien, esos tipos de Seattle NO ESTÁN AQUÍ! —dijo Ivanov, pasando, durante esa frase, de un suave tono de conversación a un grito que podía hacer detonar munición almacenada—. ¡En cambio, te tengo A TI! ¡Y a tus carísimos tipos de ahí fuera!

Sokolov podría haber señalado que sus carísimos tipos y él eran asesores de seguridad y que Ivanov últimamente les había estado pidiendo que hicieran cosas muy raras. Pero no le pareció que eso pudiera mejorar el estado de ánimo de Ivanov.

—Otra cosa —continuó Ivanov—, ¿para qué coño habéis regresado siguiendo el muelle? ¿Es que tienes la impresión de que el Troll vive en una terminal de ferris?

—Reconocía el terreno —dijo Sokolov—. Para conocer el campo de operaciones.

Ivanov no se dejó impresionar.

—El terreno, el campo de operaciones, es donde vive el Troll. Y no vive en una terminal de ferris.

Sokolov no dijo nada.

—No lo entiendo, Sokolov. Explícame tu plan.

—Las maniobras tácticas en esta ciudad van a ser casi imposibles —dijo Sokolov. Indicó una ventana—. Mire. Todo el espacio está ocupado. Pero el agua es diferente. Está repleta, sí. Pero es la única opción que tenemos si necesitamos...

—¿Hacer qué, Sokolov?

—Replegarnos. Improvisar. Más creativamente.

Ahora hubo unos treinta segundos de silencio e Ivanov hizo acopio de todas sus fuerzas y energías para controlar su ira.

A Sokolov no le preocupaba lo más mínimo qué sucedería cuando Ivanov perdiera esa pugna y empezara a gritar. Le preocupaba mucho más lo que sucedía mientras tanto en el sistema circulatorio del jefe, ya que durante sus idas y venidas de hoy había conseguido pasar unos minutos en los ordenadores de los vestíbulos de los hoteles, y había confirmado que Ivanov estaba tomando dos medicaciones distintas para la tensión sanguínea.

Suponiendo, claro, que siguiera tomándose las pastillas.

Así que lo que realmente preocupaba a Sokolov era que esta visible pugna por contener su furia estaba subiendo la tensión de Ivanov a niveles que solo se veían normalmente en las plataformas petrolíferas de las profundidades del océano. Desprendiendo más trocitos de cosas que se le iban directamente al cerebro.

Si Ivanov se desplomaba muerto, ¿cómo demonios iban a salir de este país?

Tan perdido estaba Sokolov en estas cavilaciones que olvidó que Ivanov estaba todavía vivo, todavía en la habitación, y todavía en medio de una conversación con él.

—Tu trabajo —dijo Ivanov por fin, enormemente tranquilo—, no es actuar creativamente. No habrá repliegue. No habrá improvisaciones.

—Comprendo, señor —respondió Sokolov—, pero es simplemente una práctica normal para estar familiarizado con el terreno y tener algún tipo de plan secundario.

Era una respuesta razonable, pero pareció perturbar a Ivanov más profundamente que nada de lo que Sokolov hubiera hecho durante toda la conversación. No era solo que considerara innecesario un plan secundario: creía que Sokolov estaba metido en algo maloliente. El interés de Sokolov en un plan secundario le había hecho sentirse activamente receloso.

Pero Sokolov no estaba a salvo de hacer alguna maniobra táctica, algún repliegue, incluso aquí. Se encogió de hombros, como si el plan secundario hubiera sido un simple antojo.

—De todas formas —dijo—, tengo una idea.

—¿Sí? ¿Qué clase de idea?

Sokolov dio unos cuantos pasos hacia la ventana y contempló el muelle. Eran solo las siete de la mañana y por eso la gente todavía acudía a millares para entrar y salir por las puertas de las terminales de los ferris. Ivanov se volvió también hacia la ventana, intentando ver lo que fuera que Sokolov estuviese mirando.

—¿Sí? —le instó, después de unos momentos.

—No puedo ver a ninguno ahora mismo —dijo Sokolov—. No son numerosos comparados con la gente que va al trabajo, los estudiantes y todo lo demás.

—¿A quiénes no puedes ver?

—A los pescadores.

—Usarán una terminal distinta —gruñó Ivanov.

—No, no estoy hablando de los pescadores comerciales. Me refiero a los que pescan por hobby. Con caña. Vi a unos cuantos antes. Chinos normales y corrientes. Jubilados. Volvían a casa después de un día de pesca, supongo que en una de esas islitas de allí —se volvió hacia Ivanov y lo miró a los ojos—. Llevan unos sombreros curiosos.

—Los he visto. Sombreros de
coolie
—dijo Ivanov.

—No, esos no. Los tipos de los que habla llevan sombreros enormes hechos de tela de color claro. Con grandes viseras para librarse del sol en la cara. Con faldas que cuelgan por los lados y la parte trasera, casi hasta los hombros. Parecido a lo que un árabe llevaría durante una tormenta de arena. La cara y la cabeza quedan casi totalmente ocultas. Más todavía si llevan gafas de sol.

—Pasan todo el día sentados al sol —dijo Ivanov, comprendiendo—. No puedes sujetar un parasol mientras estás pescando.

—Sí. Lo otro es que tienen esas bonitas fundas para guardar las cañas —Sokolov separó las manos cosa de un metro, indicando la longitud—. Con un bulto en un extremo para dejar sitio al carrete.

El rostro de Ivanov se relajó y empezó a asentir.

—Mejor todavía —dijo Sokolov—, cada uno de ellos lleva una pequeña nevera.

—Perfecto —dijo Ivanov.

—Todo el mundo ignora a esos tipos.

—Naturalmente, igual que tú o yo ignoraríamos a un viejo pescador en un puente de Moscú —dijo Ivanov.

—A veces se ve a uno que va solo, pero no es desacostumbrado que viajen en grupo: contratan uno de esos botes para que los lleve a su lugar de pesca favorito.

—Comprendo.

—Bien. No podemos ir por ahí todo el día vestidos así sin que alguien se dé cuenta de que no somos chinos —dijo Sokolov—. Pero no es necesario. Solo tenemos que pasar de un vehículo a un edificio, o caminar por una calle durante media manzana sin que todos los puñeteros chinos a un kilómetro a la redonda nos saquen fotos con sus móviles y llamen a mamá para contárselo.

—Muy bien —dijo Ivanov—. Muy bien.

Sokolov decidió no mencionar su otra observación: la otra única categoría de persona a la que se ignoraba por completo eran los mendigos que yacían tirados en el suelo en los abarrotados distritos de peatones.

—Elaboraremos un plan —dijo Ivanov—. Un solo plan. Y funcionará.

«No se hablará más de planes secundarios.»

—Sí, señor.

—Trae a los otros —dijo Ivanov—. Lo discutiremos y haremos los preparativos para mañana.

Todos ellos (fundadores, ejecutivos, ingenieros, creativos, expertos en Cosas Raras) habían empezado a pensar en los asuntos a largo plazo que planteaba la Guerrea: la Guerra de la Realineación. Sin duda T’Rain estaba ganando dinero con la Guerrea a corto plazo, pero la cuestión que los tenía a todos preocupados era: ¿Durará? Porque habían ganado dinero antes, cuando la historia del mundo tenía sentido. Ahora había mutado en algo que parecía carecer del tipo de narrativa general coherente para la que habían contratado a gente como Skeletor y D-al-cuadrado.

Todas sus reuniones desde el principio de la Guerrea habían sido circulares y sin sentido, aún más que las reuniones en general. Gran parte se debía a las ociosas especulaciones sobre los estados y los procesos mentales internos de Devin Skraelin. ¿Podían ponerle a los pies la Guerrea? Suponiendo que pudieran demostrar que él lo había orquestado todo, ¿deberían acusarlo de haber roto el contrato? ¿O deberían dejarle que los sacara él solo del problema? En ese caso, Skeletor solo había conseguido echarse más carga de trabajo encima. ¿O estaba Devin indefenso en la pugna de fuerzas histórico-culturales que estaban más allá de su comprensión? Y en ese caso, ¿deberían despedirlo y contratar a uno de los miles de escritores jóvenes, ambiciosos, ansiosos y perfectamente cualificados que esperaban una oportunidad para ocupar su puesto?

Estas reuniones solían comenzar con confiadas presentaciones en PowerPoint y gradualmente se convertían en aforismos cuasi-filosóficos sobre dirección de empresas, y cada vez más ojos se volvían hacia Richard como diciendo: «Por favor, oh, por favor, ayúdanos.» Porque la Corporación 9592, en el fondo, no hacía nada como lo hacía una planta siderúrgica. Y ni siquiera vendía nada en el sentido en que lo hacía, pongamos por caso, Amazon.com. Solo sacaba dinero del deseo de los jugadores de poseer bienes virtuales que otorgaran estatus a sus personajes ficticios mientras correteaban por T’Rain interpretando papeles más grandes o más pequeños en una historia. Y todos sospechaban, aunque realmente no podían demostrarlo, que una buena historia era tan indispensable para el negocio como, digamos, un horno de fundición para una planta siderúrgica. Pero le podías colocar un casco blanco a un inversor y llevarlo a la planta y dejarle verificar que el horno de fundición seguía allí. Mientras que un mundo de fantasía era... bueno, un mundo de fantasía. Esto no había impedido que un montón de inversores confiaran el valor de muchas plantas siderúrgicas al consejo de dirección de la Corporación 9592 y el presidente que habían contratado para cuidar del negocio. Y en tiempos normales, se ganaba dinero y todo el mundo estaba feliz, probablemente porque no pensaban este aspecto del negocio del mundo de fantasía como algo potencialmente preocupante. Pero ahora que lo pensaban y lo volvían a pensar, más se preocupaban. La Corporación 9592 parecía estar experimentando una retroversión ontogénica hacia algo parecido a una compañía en alza. Richard era el único eslabón con aquella fase del desarrollo de la compañía, el único que podía pensar y funcionar en ese entorno. El perro rabioso que mantenían encerrado en el sótano. La mayor parte del tiempo.

De todas formas, Richard estaba ahora en el avión volando sobre el este de Montana. Plutón estaba sentado al otro lado del pasillo en un sillón contramarcha, mirando las montañas orientales de las Rocosas como un fontanero una pared con un salidero. No es que Plutón pudiera ser de gran utilidad cuando se trataba de historias. Pero a Richard le consolaba tener al Dios del Olimpo en el avión con él. Plutón era un recordatorio de que había más principios elementales más allá de lo que hiciera Devin Skraelin para ganarse la vida. Plutón tendía a considerar toda la Dinámica de Narrativa como simples crecimientos benignos en su trabajo, como esos microbios que se incrustan en los meteoritos marcianos. Y en efecto Richard suponía que, si se llegaba a eso, Plutón podría convocar una catástrofe planetaria que erradicaría toda la historia y la vida de la superficie de T’Rain, y así empezar de cero otra vez. Pero le resultaría difícil colar eso en el consejo de dirección.

Ya estaba bien de darle vueltas a la cabeza. Se obligó a mirar la novela de Devin Skraelin que tenía abierta sobre el regazo.

Roído y peligrosamente debilitado por las hambrientas llamas, el puente levadizo se estremeció bajo las pisadas del enorme Kar’doq. Sus prensiles espolones perforaron la madera carbonizada de los maderos que caían como clavos hundidos en el queso. Al mirar entre un rebullente nimbo de humo, teñido de los lúridos colores de la seda de Al’kazian por las lenguas particoloreadas del fuego sobrenatural que lamía por todas partes, sus finos labios se retiraron para dejar al descubierto un plateado rictus de colmillos chasqueantes. Debilitado por el calor, que arrasaba su carne como el de la forja de un herrero, Lord Kandador, sabiendo que sus leales guardianes y guardianas sufrían una agonía aún peor, pero sabiendo también que irán a la muerte sin expresar ninguna queja antes de mostrar siquiera el menor atisbo de temor, dio la orden de retirada. En cuando la orden salió de su resquebrajada garganta su joven heraldo, Galtimorn, se llevó el centelleante Cuerno de Iphtar a los agrietados y sangrantes y empezó a tocar la melancólica señal de retirada. Unas cuantas notas se alzaron por encima del estrépito de la batalla, luego vacilaron, y Lord Kandador vio cómo Galtimorn se desplomaba sobre las humeantes tablas como una marioneta con las cuerdas cortadas, con una gruesa flecha de hierro asomando obscenamente en su pecho. ¿Habían oído la señal sus guardianes y guardianas? Un súbito repliegue, sentido, más que visto, sugirió que lo habían hecho. Transfiriendo todo el peso de su espadón Glamnir a su mano derecha, Kandador extendió la mano y con un solo y poderoso gesto se cargó a la espalda al joven heraldo herido.

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