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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (31 page)

BOOK: Reamde
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Salieron y subieron a un taxi. Sokolov señaló a un hotel en la lista de Csongor, y el taxi los llevó allí. Estaba en el centro de la ciudad, cerca del muelle. Entraron en el vestíbulo y encontraron un sitio donde sentarse. Mientras Csongor se conectaba a Internet, Sokolov observó la forma en que los huéspedes se relacionaban con el personal de recepción y el conserje.

Hicieron lo mismo ocho veces en ocho hoteles diferentes. Les llevó hasta media tarde.

Luego cogieron un taxi de vuelta al hotel que tenía el mejor conserje. Sokolov hizo que Zula se acercara a la conserje, una joven que hablaba un inglés excelente y daba la impresión de que disfrutaba de su trabajo. Zula le explicó que sus amigos y ella querían recorrer la ciudad y algunos de los sitios menos turísticos, tal vez ir de compras por los mercados locales.

La conserje los acompañó a la puerta y le dio explicaciones a un taxista. Sokolov, Zula y Csongor se apretujaron en el asiento trasero del taxi. El conductor se ofreció a dejar que Sokolov viajara delante, pero Sokolov quería permanecer parcialmente oculto tras los cristales tintados de la parte de atrás.

Hasta ahora no habían visto más que distritos comerciales modernos, pero veinte segundos después de salir del hotel, el taxi se internó en uno de esos barrios más viejos que habían atraído la atención de Sokolov.

Csongor tenía un portátil abierto y escrutaba continuamente estaciones wi-fi disponibles. La mayoría estaban protegidas por contraseña, pero de vez en cuando encontraba alguna que estaba abierta y comprobaba su IP.

Mientras tanto, Zula usaba el teléfono de Csongor, que tenía GPS, para seguir la pista de su latitud y longitud. Esto no habría sido necesario en Nueva York o cualquier otra ciudad donde el trazado de las calles tuviera sentido, pero aquí era la única manera que tenían de poder comparar las observaciones de Csongor con la orografía de la ciudad.

Si el taxi se movía mucho más rápido que el ritmo de caminar, las estaciones wi-fi iban y venían demasiado rápidamente para que Csongor estableciera conexiones, pero esto rara vez sucedía. Cada vez que se abría un espacio en el tráfico, lo aprovechaba un hombre delgado con sombrero cónico que tiraba de un carro de dos ruedas. Esos tipos estaban por todas partes: parecían tener la exclusiva para transportar todos los artículos que pesaran menos de una tonelada. Si un taxista tocaba la bocina el tiempo suficiente, el ofendido carretero acababa por apartarse y dejar sitio.

Después de recorrer la ciudad sin rumbo durante veinte minutos, el taxista hizo una llamada telefónica y luego le tendió el teléfono a Zula. Con una mirada nerviosa hacia Sokolov, Zula aceptó el teléfono.

Entonces sonrió y retiró el teléfono de su oído.

—Es la conserje —explicó—. Espera que estemos disfrutando del recorrido, y quiere saber qué tipo de cosas nos gustaría comprar.

—Algunos hombres llevan bolsas pequeñas, como monederos —dijo Sokolov—. Quiero uno.

Zula lo transmitió por teléfono y luego se lo devolvió al conductor, quien escuchó durante unos instantes, cerró después el teléfono y cambió de sentido. Diez minutos más tarde se detuvieron delante de un pequeño escaparate lleno de artículos de cuero. Sokolov y Zula bajaron del taxi, dejando a Csongor en el vehículo con su portátil.

Como Sokolov esperaba, esto era lo más sensacional que había ocurrido en este distrito de Xiamen desde que Zheng Chenggong expulsó a los piratas holandeses, y por eso, mientras buscaban qué comprar, fueron observados por un enorme público de vecinos fascinados, ancianos miembros de la familia de los propietarios que habían sido llamados a toda prisa por teléfono para que bajaran del piso de arriba, transeúntes casuales, carreteros asombrados, y mendigos profesionales que seguían cuidadosamente cada movimiento, hablaban de ellos, y encontraban elementos humorísticos en detalles tan menores que Sokolov no estaba del todo seguro a qué se referían. Se decidió rápidamente por un bolso de cuero para hombre que parecía capaz de albergar cómodamente varios ladrillos de billetes, con espacio de sobra para algunos cargadores de balas y un par de granadas aturdidoras, y estaba a punto de pagar el precio pedido cuando Zula intervino y propuso una cifra algo inferior. Esto condujo a un regateo, asunto en el que, según resultó, Zula era buena. No en el sentido de ser una víbora absoluta sino en que permaneció a bien con el propietario incluso mientras insistía firmemente que el precio era demasiado alto. Sokolov tuvo veinte o treinta segundos de respiro donde pudo volver su atención hacia el barrio y tratar de reunir unas cuantas impresiones del lugar.

Todos los edificios estaban hechos de hormigón, o tal vez ladrillo o bloques de piedra repellados de argamasa. En realidad no importaba. El tema era que las paredes podían detener balas de baja velocidad y munición de escopeta, y no te podías abrir paso a través de ellas. No arderían con facilidad. Dependiendo de cuántas barras de acero de refuerzo se hubieran utilizado (y su suposición era que los conductores habían recortado bastante en ese departamento) estas estructuras, comparadas con las de madera o hierro, serían más vulnerables al derrumbe bajo las condiciones excepcionalmente estresantes que solían producirse cuando hombres como Sokolov se ganaban el jornal. Tenían cuatro o cinco pisos de altura, lo que significaba que no tenían ascensor y que, si era igual que en Europa, los pisos más altos serían los de la gente más pobre. Las plantas bajas solían ser comercios; los pisos superiores eran oficinas (en las calles más grandes) o apartamentos (en las más pequeñas). Los apartamentos mostraban con frecuencia pequeños balcones, pero invariablemente habían sido reestructurados con rejas de acero, incluso en las plantas superiores: al parecer aquí los ladrones escalaban las paredes y se descolgaban de los tejados. Las rejas parecían facilísimas de escalar y por eso podían venir bien para acceder a un tejado cuando las puertas estuvieran cerradas, o para salir de un edificio cuando las escaleras estuvieran llenas de productos de combustión o con hombres armados que quisieran matarlo. Unas cuerdas podrían venir bien. Pero claro, ¿cuándo no era ese el caso?

La anchura de las calles oscilaba desde un metro (solo peatones) a quizás ocho (todo el tráfico).

El cableado era externo y extremadamente informal. Algunos de los manojos tendidos sobre las calles eran tan gruesos como su torso, y era claro que habían comenzado siendo un cable individual al que se le habían ido sumando otros cables con el tiempo.

—Muy bien, cien —dijo Zula. Lo estaba mirando. El dependiente también.

Sokolov se sacó del bolsillo un fajo de billetes equivalente a mil dólares, separó un billete, y lo entregó. El bolso de hombre era suyo. El público empezó a dispersarse. El espectáculo había terminado.

De vuelta en el taxi, Sokolov dijo:

—El mismo procedimiento. Compremos otra cosa.

—¿Qué le gustaría comprar?

—No importa.

—¿Té? Parece que hay un montón de gente vendiendo té.

—Té, entonces.

—¿Una tetera para prepararlo?

—Sí.

—Tengo que ir a un almacén de comestibles.

—¿Por qué?

—Porque soy una chica.

—Bien. A un almacén. Repita el procedimiento.

Repitieron el procedimiento durante un rato. Zula le compró el té a una mujer pequeña y enérgica con botas azules y un servicio de té a una anciana en un callejón. Se volvió un acto rutinario, y Sokolov incluso empezó a sentirse cómodo en las zonas despejadas de las tiendas mientras Zula regateaba. Pareció venirle bien a Csongor, que informó que cada vez recopilaba más datos. Pero Sokolov no vio mucho más durante la última hora que durante los primeros diez minutos. El trazado físico de estos barrios no variaba mucho de una manzana a la siguiente. Pero sería fácil perderse, y solo un residente de toda la vida podría encontrar el camino de salida. La bruma dificultaba fijar la situación del sol, así que la navegación celeste quedaba descartada.

Le pidió al taxista que los llevara adonde habían empezado, y le tendió a la conserje un rollo de billetes. Luego volvieron caminando por el muelle, lo que le dio a Sokolov la oportunidad de ver cómo funcionaban las líneas de ferris y a Csongor la posibilidad de hacer wardrive con algunos de los puntos wi-fi de las diversas salas de espera y bares. Cuando apareció el Coronel Sanders, Sokolov llamó para avisar a su escuadrón que llegaban, y cuando alcanzaron el edificio de oficinas, la puerta de acero estaba ya abierta.

—Hogar, dulce hogar —dijo Zula.

El hogar dulce hogar parecía un poco diferente. Habían traído algunas sillas de moldeo por inyección, rosa brillante. Peter estaba escondido detrás de un ordenador flamante que todavía tenía el olor amoniacal de los componentes electrónicos nuevos. Tenía todas las trazas de estar conectado a Internet.

—He hecho un trato con Ivanov —explicó, después de que Zula se lavara otra vez en el lavabo y cogiera un trozo de pizza (pues había un Pizza Hut por allí cerca—. Tiene un administrador de sistemas en Moscú en el que confía. Esta máquina está conectada por una RPV al sistema de ese tipo de Moscú, de modo que puede monitorizar mi uso de Internet y asegurarse de que no envío ninguna señal de socorro.

Zula dudaba si esto era una solución inteligente y le parecía extraño que Peter la aceptara. Y de hecho la expresión de su rostro no era de orgullo. Pero tenía una explicación.

—Estamos totalmente maniatados si no tenemos acceso a Internet —señaló—. Ni siquiera podemos usar Google Maps. He podido hacer un montón de progresos de esta forma.

—¿Como cuáles?

—Bueno, pera empezar, he descargado una copia ejecutable de REAMDE que alguien colgó en un blog de seguridad —dijo—. Y la he descompilado.

—¿Cómo funciona? —preguntó ella. Peter estaba orgulloso, casi desesperadamente, de lo que había hecho, y ella se sintió obligada a dejarle hablar del tema.

—Bueno, temía que hubieran usado un código ofuscado —respondió él—, pero no lo hicieron.

—¿Y eso significa...?

—Algunos compiladores manipulan el código objeto para que sea más difícil descompilarlo. Quien creó REAMDE no lo hizo. Así que pude obtener unos códigos fuente bastante limpios. Luego busqué secuencias de caracteres poco usuales en esos archivos y los busqué en Google.

—Querías ver si alguien más había recorrido el mismo camino antes que tú —dijo Zula—, y colgado sus resultados.

—Exactamente. Y lo que encontré fue un poco inesperado. Encontré un grupo de discusión de seguridad donde alguien había en efecto colgado un código descompilador que encajaba con el que yo tenía. Pero no era de REAMDE. Era otro virus más antiguo llamado CALKULATOR que creó un poco de jaleo hace unos tres años.

—Muy bien, así que estás pensando que los creadores de REAMDE reciclaron parte del código fuente de CALKULATOR.

—Deben de haberlo hecho. Es imposible que esto pueda haber pasado por accidente. Y lo interesantes es que el código fuente de CALKULATOR nunca se encontró... no se colgó nunca.

—Así que no puede decirse que el Troll descargara los archivos del código fuente de CALKULATOR de algún servidor y luego los incorporara a REAMDE —dijo Zula.

Peter asentía, con una sonrisa en los labios.

—REAMDE y CALKULATOR fueron creados por la misma gente —continuó Zula.

—O al menos gente que se conocía, que intercambiaba en privado archivos.

—Entonces la pregunta obvia es...

—¿Qué sabemos de los creadores de CALKULATOR? —dijo Peter—. Bueno, fue un virus mucho más devastador que REAMDE porque infectó a todo el que utilizara Outlook, mientras que REAMDE es endémico para los usuarios empedernidos de T’Rain. Durante una semana fue el virus del día, causó sensación, y hubo grandes esfuerzos policiales para localizar a sus creadores. No fueron tan listos ocultando sus huellas como lo ha sido el Troll, y por eso acabó por ser atribuido a un grupo en Manila.

—Hmm. Eso es una novedad.

—Sí, nos estamos concentrando en Xiamen y de pronto tenemos esta pista en Manila. Pero ese es el tema. Un par de miembros del grupo de Manila fueron capturados y procesados. Pero todo el mundo sabe que la mayoría de los que estaban implicados nunca fueron identificados ni capturados. Y la otra cosa es que un montón de filipinos son de etnia china y siguen teniendo lazos familiares con China.

—Así que tal vez el Troll sea un hacker chino que vive en Xiamen pero que tiene lazos familiares en Manila... —dijo Zula.

—Y así es como el código fuente acabó aquí y se recicló en REAMDE.

Mientras esta conversación tenía lugar, Zula no había apartado ojo del piso franco. Csongor estaba encerrado en una oficina con las notas del día, introduciendo unos datos en su portátil. Sokolov estaba en la sala de reuniones informando a Ivanov. Dos de los asesores de seguridad estaban durmiendo, dos jugando a la Xbox, y dos de guardia. Pero todos los rusos que estaban despiertos los miraban de vez en cuando. Echándole el ojo a los hacker, preguntándose de qué estarían hablando. Tal vez deduciendo por su lenguaje corporal y las expresiones de sus rostros que estaban concentrados en el problema que los acuciaba y haciendo algunos progresos.

Y eso, como seguía teniendo que recordarse, era lo único que importaba. No capturar al Troll. Sino hacer creer a Ivanov que estaban haciendo progresos para su captura, seguirle la corriente, lo suficiente hasta que se les ocurriera una forma de salir de esto.

Pero eso estaba muy lejos. Porque Zula no recibía ninguna vibración por parte de Peter que indicara que estaba interesado en marcharse. La caza del Troll lo tenía demasiado fascinado.

Creía que si lo capturaban, Ivanov sería amable con ellos.

Y tal vez tenía razón. Tal vez era así como reclutaba Ivanov.

O tal vez hacerles creer eso era la forma en que mantenía dócil a la gente hasta que llegaba la hora de matarlos.

—¿Qué viene a continuación? —preguntó ella—. ¿Qué hacemos con esta información?

—Una de mis ideas era que ya que tenemos un jet a nuestra disposición, podríamos dar el salto a Manila y tratar de encontrar a algunos de los miembros de CALKULATOR y hacerles unas preguntas.

Cuando Zula reflexionó sobre las palabras «encontrar» y «preguntas» lo único que pudo pensar fue en Wallace y el plástico de polietileno de seis milímetros. ¿Era eso lo que Peter tenía en mente? ¿O pensaba de verdad que los hackers de Manila denunciarían voluntariamente a sus parientes de Xiamen? Zula no quiso hacerle ese dura pregunta a Peter porque temía lo que pudiera descubrir del hombre con el que se había estado acostando.

BOOK: Reamde
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