Reamde (43 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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Todos los hombres conocían el plan, estaban equipados para él, estaban preparados. Desde las escaleras salieron al pasillo del quinto piso, que convenientemente para ellos estaba vacío en este momento. Sokolov guiaba el camino, pero cuando pasaron ante el apartamento 503 miró por encima del hombro y le dejó paso a Kautsky, el hombre más grande del pelotón, el abridor de puertas. Kautsky iba armado con una combinación de martillo/hacha/palanqueta que podía derribar cualquier puerta. Las de este edificio parecían particularmente endebles, así que Sokolov no tuvo ninguna preocupación de que no fuera a hacerlo rápidamente. Kautsky sería el hombre del centro, el primero en entrar, el que controlaría el centro y bloquearía la salida mientras los otros entraban tras él y se dispersaban hacia los extremos. Ivanov no había tomado parte en este plan, ya que se suponía que estaría esperando en la furgoneta, pero Sokolov esperaba que tuviera el buen sentido de quedarse detrás, en el pasillo, el tiempo suficiente para que las cosas quedaran bajo control. Entonces podría entrar y desarrollar la venganza que hubiera estado soñando.

Kautsky se plantó delante del 505 y alzó el martillo, luego miró a Sokolov, esperando su indicación. Sokolov miró a Ivanov. No tendría que haberse preocupado. Subir escaleras no era el fuerte de Ivanov, y acababa de llegar al pasillo, respirando entrecortadamente, todavía a unos buenos veinte metros de distancia. Antes de que Ivanov pudiera alcanzarlos y fastidiar toda la operación, Sokolov le asintió a Kautsky, y el martillo cayó.

Mientras el cerrajero trabajaba en la esposa que sujetaba la muñeca de Yuxia, ella se mordía la uña del pulgar libre y estudiaba la calle y la fachada del edificio.

Dentro de un momento, estaría libre y podría salir de la furgoneta. Lo más sencillo entonces sería simplemente desaparecer entre la multitud de la calle y esperar que la OSP no la siguiera. Una jugada dudosa, considerando que un oficial de la OSP, a media manzana de distancia, llevaba un par de minutos mirando con recelo a la furgoneta.

Pero la furgoneta pertenecía a la empresa familiar de Yongding. Si la abandonaba aquí, la localizarían inmediatamente.

Podía entrar en ese edificio y tratar de descubrir qué estaba pasando. Eso es lo que haría una intrépida heroína en las películas, pero no parecía una idea muy aconsejable en la vida real.

O podía llamar ella misma a la OSP. Pero a veces sucedían cosas curiosas cuando la OSP intervenía. No siempre se trataba de castigar a los malhechores y ayudar a las víctimas. Todo el mundo sabía que había todo tipo de conexiones entre el gobierno y grupos criminales. Yuxia sabía muy poco de estos rusos. Había pasado menos de una hora desde que le pusieron la esposa en la muñeca y no había tenido tiempo todavía de revisar sus recuerdos de ellos y elaborar una teoría de qué pretendían realmente. Pero tenían que ser o bien espías o gangsters. Si era lo segundo, podían tener conexiones con los gangsters locales, y si ese era el caso, no se podía saber qué cosas malas le podían suceder a Yuxia si los denunciaba a la OSP y algún topo dentro de la policía la delataba a ella a su vez.

Tenía que sacar la furgoneta de aquí.

La esposa se soltó de su muñeca.

—Gracias, señor. ¿Puede ahora arrancar el motor? —pidió—. No tengo las llaves.

Los ojos del cerrajero se dirigieron al contacto de la columna de dirección, luego a los de ella. No dijo nada, pero Yuxia pudo ver en su rostro que podía hacerlo. Pero igual de claro quedó que en realidad no quería hacerlo. Sabía que había algo profundamente extraño en esta situación y quería marcharse de aquí.

—No —dijo él, y empezó a meter sus herramientas en la bolsa.

A través del parabrisas, Yuxia vio que el policía miraba en su dirección, ignorando a una mujer furiosa que lo acosaba mientras gesticulaba irritada señalando la furgoneta.

Yuxia agitó las manos y lo llamó para que se acercara.

El cerrajero terminó de cerrar su bolsa.

—Esto es gratis —dijo—. Ahora me marcho de aquí y no quiero volver a verla, no quiero saber nada más de usted.

La ventanilla automática de la furgoneta no funcionaba con el contacto quitado, así que Yuxia medio abrió la puerta y obligó al policía a dar la vuelta.

—¡Buenos días, oficial! —dijo animosamente, lo cual tuvo el efecto de detener en seco al cerrajero. Abrió un poco más la puerta, girando hacia el policía, y bloqueando su visión de la esposa que colgaba del volante mientras le ofrecía una bonita sonrisa que contemplar. Pero no se dejó engañar. La miró de arriba abajo, prestando especial atención a las botas azules.

—¡Mueve esta furgoneta! —dijo.

—He perdido las llaves —contestó ella.

—¿Cómo has podido perder las llaves?

Todo en este policía le recordó a Yuxia otro motivo por el que no quería tener ningún trato con la OSP. Era una mujer pies grandes de las montañas y estos eran gentes han de las llanuras y no era fácil tratar con ellos.

—Las llaves se me cayeron de la mano y se perdieron por allí abajo —respondió ella, señalando una alcantarilla a unos cinco metros calle arriba—. El cerrajero me va a poner el motor en marcha. En cuanto hayamos terminado, me marcho.

El policía avanzó hacia ella, queriendo mirar dentro de la furgoneta. Yuxia se echó hacia delante en el asiento y se apoyó contra el volante, ocultando la esposa pero permitiendo que el policía viera bien la cara del cerrajero y su bolsa de herramientas. Asintió. Era su habilidad: reconocía las caras de todos los mercaderes del barrio, incluyendo a este.

—¿A qué esperas? —exigió el policía—. ¡Este vehículo está bloqueando el tráfico! ¡Deja de estar ahí sentado tonteando con esta muchacha! ¡Arranca el motor y marchaos de aquí o llamaré a la grúa!

El cerrajero hizo unos cuantos cálculos por si debía pedir ayuda y convertir esto en una investigación plena de la OSP. Yuxia no tenía forma de saber qué elementos entraron en esos cálculos.

—¡Sí, oficial! —respondió el cerrajero—. ¡Solo serán un par de minutos!

—Muy bien.

El policía se apartó de la furgoneta y se plantó delante del vehículo para dirigir el tráfico y controlar las cosas. Yuxia cerró la puerta.

La puerta cedió al segundo golpe, y Kautsky la atravesó. El resto del pelotón, colocados como sprinters en la línea de salida, lo hicieron tras él, separándose a su alrededor como el agua entorno a un tanque inutilizado en un río afgano.

Sokolov les había hablado de la necesidad de cortar el bucle: el bucle de observar, pensar, decidir y actuar. En circunstancias normales el bucle era buena cosa, pero ahora no: tenían que actuar sin pensar durante unos momentos, y solo entonces podrían observar y pensar y decidir. Sokolov, que nunca pedía a sus hombres que hicieran algo que él no hiciera, siguió la regla fielmente aunque una parte de su cerebro le decía que algo iba mal, que algo no tenía sentido. El apartamento era en efecto un laberinto de habitaciones más pequeñas, lo cual era malo para ellos, pero no inesperado, nada con lo que no pudieran enfrentarse. Pero no veía ningún ordenador ni ningún joven chino. Veía sacos de dormir y colchones en el suelo, muy pegados unos a otros, con hombres durmiendo en ellos. Montones de hombres. Algunos parecían chinos pero otros no. ¿Un piso ocupado por trabajadores emigrantes? Eran velludos y algo mayores de lo que esperaba. Había cosas apiladas por todas partes: hornillos, termómetros, ollas y sartenes, frascos de ingredientes que no pudo identificar en ese momento, grandes latas rectangulares de las que se usan para contener disolventes industriales. ¡Dios, había un montón de gente viviendo aquí! El pelotón de Sokolov estaba claramente en inferioridad numérica, quizá dos a uno. No es que importara, ya que los rusos llevaban todos múltiples armas semiautomáticas y, en el caso de Kautsky, una escopeta de repetición. Mientras que China no era uno de esos sitios donde la gente corriente fuera armada.

Lo cual solo lo hizo sentirse más sorprendido y desorientado cuando, después de que pasaran los primeros cinco segundos, y el bucle hubiera vuelto a ponerse en marcha, advirtió que el apartamento estaba lleno de fusiles de asalto Kalashnikov. Estos, y sus cargadores con forma de plátano, estaban por todas partes.

No se podía mirar todo a la vez, y por eso Sokolov acabó mirando una cosa destacada en concreto. Se hallaba en una habitación increíblemente grande, cortada casi por la mitad por una mesa larga consistente en tablas colocadas sobre barriles de petróleo. Su mente consideró al principio la mesa como la encimera de una cocina, ya que parecía que estaban mezclando cosas en cuencos, pero a segunda vista lo que estaban mezclando no era comida. Era un mejunje que Sokolov había visto y olido antes. Demonios, incluso lo había fabricado antes. Era combustible y nitrato de amonio. El explosivo barato favorito de todo el mundo. De pie al otro lado de la mesa había un hombre bastante alto, un negro con barba y vestido con la camiseta y los vaqueros con los que al parecer estaba durmiendo. Pero en ese momento estaba de pie, mirando sonriente alrededor. Tras él, una ventana inconveniente había sido sellada cubriéndola con un póster mal impreso de Osama bin Laden.

Se produjo el silencio en el apartamento mientras los bucles de todos los rusos empezaban a ponerse de nuevo en marcha y los ocupantes, que habían estado durmiendo en su mayoría, despertaban para descubrir a los rusos entre ellos.

Sokolov debía de tener una expresión de asombro total en la cara porque el negro lo miraba con cierto grado de diversión. Las manos y brazos del negro quedaban ocultos por el puñado de material para fabricar explosivos que había sobre la mesa, pero ahora se pusieron en movimiento, y Sokolov oyó el familiar
clic-clac
de un Kalashnikov al ser cargado: la última acción que generalmente uno hacía antes de apretar el gatillo.

Dos explosiones muy fuertes sonaron en otra habitación: Kautsky abriendo fuego con su escopeta semiautomática.

Alzando el rifle, el negro habló en tono tranquilo y casual:


Alá akbar
.

—No me lo puedo creer, joder —murmuró Peter, mientras trabajaba en la esposa con la horquilla—. No puedo creerme que lo hayas hecho.

—De verdad.

—Sí, de verdad.

—Bueno, yo no puedo creer lo que están haciendo todos los demás —dijo Zula—. Por lo que a mí respecta, soy la única aquí que está siendo razonable.

—¿Crees que es razonable cagarla con un tipo como Ivanov?

—¿Qué clase de tipo es Ivanov, por cierto? —preguntó Zula—. ¿Qué sabemos de él realmente?

—Es un tipo muy duro —intervino Csongor. Zula lo fulminó con la mirada, y él pareció algo acharado por haberse puesto de parte de Peter.

—¿Lo sabes por experiencia propia, o solo por su reputación? —preguntó Zula.

Csongor no respondió.

—¿No viste lo que le pasó a Wallace en mi edificio? —inquirió Peter.

—Eso es una buena forma de expresarlo. No vi lo que le pasó a Wallace. Lo vi entrar en una habitación. Vi sacar un bulto grande. Obviamente. Se nos hizo pensar que era el cadáver de Wallace. Apuesto a que era falso.

—¿Falso?

—Sí. Lo metieron allí dentro y dijeron: «Escucha, Wallace, tenemos que darle un susto de muerte a esos dos americanos, así que síguenos el rollo. Cállate y hazte el muerto durante un momento y te enrollaremos en esta sábana de plástico y te sacaremos de aquí para que parezca que acabamos de matarte.» Probablemente ahora mismo estará en Vancouver sentado en su apartamento y jugando a T’Rain.

—Lo dudo —dijo Csongor.

—Supongo que es teóricamente posible —dijo Peter—, pero creo que es una locura irresponsable por tu parte apostar nuestras vidas a ello.

—Nada de esto es real —replicó Zula—. Todo es teatro de gangsters.

Un par de fuertes explosiones resonaron en la escalera.

Después de un breve silencio, oyeron varias armas automáticas disparando al mismo tiempo.

—Es eso, o puede que esté equivocada —dijo Zula.

—¡Ya es suficiente! —exclamó el cerrajero, aunque apenas se le pudo oír por encima del sonido de los disparos y los pedazos de cristal roto y escombros que cayeron sobre el techo de la furgoneta—. ¡No puedo más!

Estaba medio tendido medio sentado en el suelo del vehículo, intentando trabajar en el contacto. Su cerebro le decía que saliera de la furgoneta y corriera lo más rápido posible, pero iba a costarle trabajo sacar de allí el cuerpo.

Yuxia miró por el parabrisas. El policía de la OSP se apartaba del edificio y miraba hacia arriba, como todos los demás en la calle.

Estaba sucediendo algo realmente malo, y Qian Yuxia era cómplice de ello.

Extendió la mano y agarró la del cerrajero como si fuera a ayudarlo a incorporarse. En cambio, la sujetó contra el volante. Usó la otra mano para coger la esposa que colgaba y cerrarla en torno a su muñeca.

—Puedes tratar de librarte de esa esposa mientras te meto las uñas en los ojos —dijo—. O puedes arrancar el motor mientras estoy aquí sentada. Tú decides.

En el mundo entero, habría unas diez mil personas mejores que Sokolov en eso de caer y rodar por superficies duras. Acróbatas de circo y maestros de aikido, principalmente. Incluidos en el grupo también habría muchos de los hombres más jóvenes de los Spetsnaz. Los restantes seis mil millones o así de humanos vivos ni siquiera entraban en el cuadro.

Sokolov había llegado un poco tarde, ya que no lo reclutaron para los Spetsnaz hasta después de servir un par de veces en Afganistán. Pero exactamente por ese motivo sus instructores habían sido implacables con él, haciéndole saltar y caer y rodar sobre suelos de roca una y otra vez hasta que la sangre manchaba el tejido de su uniforme dondequiera que hubiese hueso cerca de la piel. El tema era que si lo hacías bien, no debería haber sangre, ni magulladuras siquiera.

Diferentes unidades de fuerzas especiales del mundo tenían diferentes filosofías respecto a cuál era la mejor forma de librar combates en confines reducidos. En los Spetsnaz, era una doctrina fija que debías estar en movimiento continuo y que la mayor parte de ese movimiento debería tomar lugar en una altura de menos de un metro. Estar allí de pie como un gilipollas quedaba bien en las películas de vaqueros pero no era una táctica viable en un mundo lleno de armas automáticas. Las rodillas, las caderas, los hombros y los codos deberían ser utilizados tan fluidamente como las suelas de tus botas. Las manos, sin embargo, tenían que reservarse para sujetar cosas, como las armas. Sokolov había sido instruido según esa idea y había mantenido ese nivel de entrenamiento mientras permaneció en los Spetsnaz. Después de pasar al sector privado, había continuado practicando SAMBO, un arte marcial soviético, similar en muchos aspectos al jiujitsu, que implicaba gran cantidad de caídas y rodajes. Lo había hecho porque, cuando trabajabas como asesor de seguridad, intentando mantener las cosas a salvo para tus clientes (clientes que podían ser, digamos, estrellas de cine en estaciones de esquí o esposas de altos ejecutivos en centros comerciales), había ocasiones en que solo querías tirar a alguien al suelo o someterlo con una llave en vez de llenar su cadáver de balas y postas.

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