Reamde (99 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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Conocía la palabra
«sangley»
, al menos: era china, perteneciente al dialecto que se hablaba en Xiamen, y significaba literalmente «negocio».

Maniobraron por canales cada vez más anchos durante un cuarto de hora, los barrios densamente poblados dieron paso a gigantescas zonas industriales y extensiones de territorio llano vacío, y luego bruscamente giraron hacia un canal que los llevó directamente a la bahía de Manila. Por primera vez, Olivia pudo echar un vistazo alrededor y tener una idea de dónde se encontraban. Se dirigían a una franja de tierra que se internaba en la bahía un par de kilómetros más adelante. Una conversación entre Seamus y el piloto, en una mezcla de tagalo e inglés, llevó a una serie de acelerones, hasta el punto que empezaron a botar y rebotar sobre las aguas, enviando ocasionales chorros de espuma a la cara de Olivia.

—Le preocupa que no le guste. Quiere ir despacio para usted —explicó Seamus, y Olivia se dio media vuelta hasta que pudo mirar a los ojos al piloto, sonrió, y le hizo un gesto afirmativo con el pulgar hacia arriba.

La espuma del mar y el aire fresco fueron un buen antídoto para el calor sofocante del atasco del tráfico, y por eso llegaron a un embarcadero de Sangley Point mojados de salitre y necesitados de una ducha, pero refrescados. Era una instalación militar: una base aérea, había explicado Seamus, antiguamente perteneciente a Estados Unidos, y ahora a las Fuerzas Aéreas Filipinas. Un piloto de uniforme los recibió en el muelle (al parecer Seamus había llamado o enviado un mensaje de texto con antelación) y los acompañó hasta un Humvee que esperaba y los llevó directamente a la pista de la única y larguísima pista de la base. Se detuvieron junto a un sencillo avión bimotor de pasajeros con indicativos militares y despegaron unos minutos después. Se dirigieron al oeste, hacia la estrecha salida de la gigantesca bahía, y pronto viraron a la izquierda e iniciaron el largo vuelo al sur rumbo a Zamboanga: unos setecientos cincuenta kilómetros que esperaban cubrir en un par de horas. Seamus pasó la mayor parte durmiendo. Olivia miró por las ventanillas y trató de ver las incontables islas, calas y canales del archipiélago a través de los ojos de Abdalá Jones.

—¿Qué le parece? —le preguntó Seamus, justo cuando estaba a punto de dar una cabezada. Olivia despertó sobresaltada, lo miró (estaban sentados en asientos opuestos ante una mesita que ocupaba la mayor parte de la cabina del avión) y trató de librarse del sopor debido al jet lag que se había apoderado de ella. Se preguntó cuánto tiempo llevaba observándola. Su decisión de salir del taxi en Manila y continuar a pie había sido tomada para que pareciera un acto espontáneo de libre voluntad, pero ella tenía pocas dudas de que había sido calculada para ponerla a prueba. No era una prueba difícil o agotadora, sino un momento sin guion donde ella podía bajar la guardia y revelar aspectos de su personalidad que por otra parte serían difíciles de ver. Al dormir durante la mayor parte del vuelo, Seamus parecía estar diciéndole que había pasado la prueba, fuera cual fuese. Ahora empezaban a trabajar de verdad.

—Un millón de lugares donde esconderte, cuando se baja a la superficie —dijo Olivia—. Pero llegar en un avión privado en mitad del día sería absurdamente sospechoso.

Con un diminuto gesto de asentimiento, Seamus dejó de mirarla a los ojos y miró por la ventana.

—Ahí está —dijo—. Bienvenida a la GGAJ.

—¿La GGAJ?

—La guerra global a Jones.

El puesto destacado en Zamboanga de la GGAJ resultó ser una esquina de una base de las fuerzas aéreas que había sido construida en un llano costero, ocupado en otras zonas por campos de arroz, ante una ciudad regional media. La base en conjunto estaba moderadamente bien defendida y rodeada por una verja. La esquina que ocupaban Seamus y su equipo era una fortaleza en sí misma, rodeada de una alambrada de espino reforzada con contenedores de acero. Los vehículos que se acercaban tenían que sortear aquellos contenedores que Seamus aseguraba que estaban llenos de tierra para que no pudieran ser apartados simplemente por un camión bomba al ataque. Sin embargo, una vez dentro de ese perímetro, se encontraron en un diminuto simulacro de América: un complejo de módulos de viviendas rematados por aullantes máquinas de aire acondicionado alimentadas por cables de un enorme generador diésel situado en la dirección del viento. Varios de los módulos eran barracones para Seamus y miembros de su equipo, uno era para invitados como Olivia, y había uno doble con cocina y comedor en un extremo y una sala de reuniones en el otro.

Allí, como en todas partes, todo el mundo frecuentaba la cocina. Así que después de soltar sus cosas en la habitación para invitados y darse una ducha, Olivia se dirigió al módulo doble y encontró allí a Seamus y a los otros dos miembros de su grupo, tumbados en los sofás o sentados con posturas erectas ante la mesa, concentrados en sus portátiles, bebiendo refrescos americanos. La escena entera le pareció la quintaesencia norteamericana, lo cual, y habría sido la primera persona en admitirlo, no significaba nada, ya que prácticamente ella no había estado en Estados Unidos. El grupo de Seamus era multirracial hasta la exageración y parecía algo incómodo con sus pantalones cortos y sus camisetas de faena, como si todos prefirieran estar de uniforme. Todos llevaban un montón de cosas encima: cartucheras con pistolas semiautomáticas, cuchillos, radios. Incluso llevaban las gafas sobre la cabeza. Antes habían sido presentados someramente a Olivia; ninguno de ellos le dirigió ahora más que una mirada y un saludo con la cabeza. Estaban intensamente concentrados en lo que hacían: una especie de batalla encarnizada.

—¡Los cabrones intentan superarnos por el flanco izquierdo!

—Los veo y me retiro. Pero necesito apoyo.

—Deja al Rey Brujo y date media vuelta. Que alguien acabe con ese cabrón. Unas cuantas Caricias Reales podrían con él, Shame.

—Vale, tendré que armarme de nuevo, cubridme por un segundo —dijo Seamus—. Lo tengo... ¡Mierda!

Todos los hombres se echaron hacia atrás al unísono y dejaron escapar rugidos de risa angustiada tan fuerte que a Olivia le zumbaron los oídos.

—¡Mierda, tío! —exclamó un fornido afroamericano—. Te la dio.

—Ahora estamos jodidos todos —dijo un hispano—. Secuestra tu mierda mientras todavía puedes.

Feroces clics y tecleos, recalcados por risas rugientes y angustiadas, mientras (supuso Olivia) los personajes de cada hombre morían en el mundo del juego.

En el comedor, plantados en los alféizares de las ventanas y las encimeras, había muñecos de plástico: personajes de fantasía parecidos a trolls o a elfos con elaborados disfraces y armados hasta los dientes con extravagantes armas cuasi-medievales. Cada uno de ellos se alzaba en un pedestal de piedra falsa con un nombre cincelado. Olivia cogió uno (con mucho cuidado, ya que parecían importantes) y le dio la vuelta. En la parte inferior de la base estaba marcado el logotipo de la Corporación 9592.

Así que eso respondía a la pregunta que había temido hacer, por miedo a parecer la persona más estúpida del mundo: «¿Están jugando a T’Rain?» Porque Olivia no era jugadora y no podía distinguir un juego de otro.

—¿Olivia?

Alzó la cabeza y vio a Seamus, que la estaba mirando por encima del borde de su pantalla.

Seamus habló con exagerada calma:

—Suelte... el troll... y apártese lentamente.

Vale, estaba bromeando. Olivia dejó con cuidado el troll en su sitio y luego unió inocentemente las manos a la espalda. Los otros hombres dejaron escapar fuertes ruidos de suspiro, como si acabara de desactivar con éxito un artilugio explosivo.

—Lamento haber tocado su muñeco. No tenía ni idea de lo importante que era Thorakks para usted.

Silencio, ya que ninguno de los hombres supo cómo reaccionar a su uso táctico de la palabra «muñeco».

—No soy una gran experta en T’Rain —continuó ella—. ¿Thorakks es un personaje importante en el mundo?

—Thorakks es mi personaje —dijo Seamus.

—Guau, ¿cómo es que tiene un muñeco con su personaje personal?

—Se llama figura de acción —corrigió él—, y no es nada especial. Si tienes un personaje en T’Rain, todo lo que hay que hacer es llenar un impreso en la web y enviarles cincuenta pavos y te hacen uno de estos en una impresora 3D y te lo envían. Hay descuentos para los militares en activo.

—¿Y usted está en activo?

—No, pero tenemos medios para conseguir los descuentos.

—¿Esos portátiles son propiedad de todos ustedes? —preguntó Olivia.

—¿Por qué quiere saberlo? —replicó Seamus, consciente de que estaba a punto de acusarlo de mal uso de una propiedad gubernamental.

—No importa —dijo ella—. Solo me preguntaba si podría haber un ordenador de sobra que pudiera usar.

—¿Para, por ejemplo, comprobar el correo con seguridad?

—No. Para jugar a T’Rain.

—Creí que había dicho que no jugaba.

—No juego —admitió ella—, pero esto tiene que cambiar.

—¿Tiene?

—Motivos profesionales.

Pues por entonces sabía que la persona desaparecida llamada Zula estaba conectada con la Corporación 9592: era, de hecho, la nieta del co-fundador, y su secuestro en Seattle y su llegada a Shangai estaban relacionados de algún modo con las actividades del nido de hackers que vivían en el apartamento situado debajo del de Jones. Aunque no sentía la necesidad de pasar mucho tiempo en T’Rain, y desde luego no quería llegar al punto de tener su propio muñeco personal creado en una impresora 3D, necesitaba saber un poco más sobre el juego.

Doce horas más tarde, sabía más de lo que necesitaba... y sin embargo todavía quería saber más. ¿Qué era el escondite secreto de las Perlas Negras de los Q’rith? ¿Qué combinación de pócimas y hechizos era necesaria para despertar a la princesa Elicasse de su sueño de siglos bajo el Enramado Dorado de Nar’thorion? ¿Dónde podría conseguir mineral gris qaldaqiano para forjar nuevas puntas de flecha de Namasq para dispararlas con su arco compuesto de Aratar? ¿Y eran acaso las armas adecuadas para usarlas contra los torlok que le cerraban el paso en el puente de Enbara? Podría haber obtenido las respuestas a todas esas preguntas por parte de Seamus y su banda de niños perdidos, pero sabía que cualquier respuesta solo causaría más preguntas, y ya los había molestado demasiadas veces. Parecían terriblemente ocupados, de todas formas, planeando algo.

Algo violento.

Algo en el mundo real. No muy lejos.

Captó esas impresiones durante breves momentos de lucidez cuando dejaba el juego para hacer una pregunta, coger más comida basura, o ir al cuarto de baño. En esas ocasiones los hombres cerraban el pico y desviaban la mirada hasta que ella se plantaba de nuevo delante del juego.

Eran más o menos las tres de la madrugada. Olivia regresó a su tráiler e intentó dormir hasta el amanecer, agitada, viendo imágenes de T’Rain cada vez que cerraba los ojos, hasta que finalmente se quedó dormida y despertó a media tarde cuando Seamus llamó a su puerta.

Él tenía encima más cosas que de costumbre: una CamelBak, cargadores extra para su Sig, rodilleras duras.

Entró sin pedir permiso y se sentó en cuclillas, apoyado contra la pared. Estirando sus cuádriceps.

—Esta noche va a morir gente por esa teoría que sus colegas y usted tejieron en Londres —dijo.

—La teoría de que Jones voló vino hasta aquí en avión —dijo.

—Sí. Esa teoría. Así que antes de que muera gente por ello (y recuerde que uno de ellos podría ser yo), pensé en hacer una pequeña visita, darle a la lengua, y al final, ya sabe, preguntarle si sigue creyendo en esa teoría. Pero resulta que cuando me estoy preparando para una de estas operaciones, no estoy de humor para charlas.

Olivia asintió.

—Jones despegó hacia el sur. Si lo hubiera convertido en una operación mártir (si hubiera estrellado el avión contra algo), lo sabríamos. Si hubiera aterrizado en alguna parte y lo hubieran visto, lo sabríamos. Así que no hizo ninguna de esas cosas. Voló a algún sitio y lo escondió sin llamar la atención de nadie. Es fácil llegar aquí desde Xiamen, lo conoce bien, tiene amigos y contactos...

—Ya mencionó todas esas cosas antes.

Olivia guardó silencio.

—Todo lo que estoy diciendo es: estoy aquí. Seamus. Sano y salvo. No soy su mejor amigo, pero sí alguien en quien puede confiar un poco. Por lo que sé, no me odia. Tolera mi presencia. Tal vez incluso le caigo un poquito bien. Estoy a punto de partir. Pongamos que vuelvo dentro de una bolsa negra mañana por la mañana. Pongamos que eso sucede. Usted se sube a un avión y vuela de regreso a Londres. Cuando esté en ese larguísimo vuelo, en algún momento cuando esté sobre la India o Arabia o la jodida Creta o donde sea, ¿va a decir... —se dio un golpe en la cara y adoptó una expresión de disgusto, sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco—: «Vaya, mierda, esa teoría era una porquería.» ¿Va a pasar eso?

—No —dijo Olivia—. Es la mejor teoría que tenemos.

—¿Se refiere a los tipos que están sentados alrededor de una mesa en Londres?

—Sí.

—¿Y usted, Olivia? ¿Es la mejor teoría que tiene?

—¿Importa? —la respuesta asomó a sus labios sorprendentemente rápido.

El rostro de Seamus se petrificó unos segundos, y entonces sonrió sin enseñar los dientes.

—No —dijo—, claro que no.

Entonces se separó de la pared, se puso en pie, giró sobre los talones de sus zapatillas de deporte negras y se marchó.

Ella permaneció allí inmóvil durante veinte minutos, hasta que oyó despegar a los helicópteros.

Entonces se dirigió al comedor vacío y abrió el portátil de Seamus (él le había dado una cuenta como invitada) y jugó a T’Rain durante el resto de la tarde, y luego toda la noche. De vez en cuando se detenía y trataba de juzgar si estaba lo suficientemente cansada para irse a dormir. Pero sabía perfectamente bien que eso no sucedería hasta que Seamus y sus hombres hubieran regresado.

Volvieron a las nueve de la noche. Olivia se había quedado frita en el sofá y había dormido quizás unas tres horas a su pesar. Los seis entraron juntos, sucios y sudorosos y en algunos casos ensangrentados; pero ninguno de ellos estaba gravemente herido. A Olivia le dio la impresión de que habían estado hablando muy fuerte y de manera desinhibida, pero el volumen bajó a casi cero en cuanto su cabeza adormilada asomó tras el respaldo del sofá. Miró a Seamus. Él la miraba fijamente, quitándose cosas y dejándolas caer al suelo.

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