Rodrigo, el rostro súbitamente ensombrecido, se echó hacia atrás en su asiento.
—Guidobaldo es el heredero —dijo Matt.
—Lo era —puntualizó Rodrigo en un fiero susurro, mirando rápidamente en derredor para asegurarse de que no los oía nadie—. ¿Habéis perdido por completo el sentido?
—Lo siento —respondió Matt.
¿Qué había querido decir Rodrigo con «era»? La vida de Guidobaldo era bien conocida. Tendría aproximadamente la edad de Orlando. Matt había supuesto que por eso el duque iba a Mantua, a visitar a su hijo en la famosa escuela de Villorino da Feltre, donde el duque, que entonces era un niño, se había imbuido tan profundamente de los preceptos del naciente humanismo. Tras asumir el ducado a la muerte de su padre, Guidobaldo se casó y vivió hasta la vejez. Si las langostas no hubieran estado tan crujientes y dulces, o las camas donde Rodrigo y él habían dormido durante el viaje hasta allí no hubieran sido tan incómodas e infestadas de pulgas, Matt habría podido pensar que lo estaba soñando todo. Una mujer salida de un cuadro cortejada por un hombre que nunca existió, y que suplantaba al legítimo heredero que había desaparecido antes de su época. Pero Matt sabía que no estaba soñando. Para empezar, no habría soñado a Anna con marido, mucho menos un pretendiente, sobre todo tan formidable como el que ahora tenía sentado a la izquierda.
—Por cierto, ¿dónde está el conde? —preguntó Matt, exasperado. Orlando, el hijo de Anna, ocupaba el lugar de su padre, a la derecha del duque Federico. Llevaba su blasón, un jubón azul corto con pautas florales bordadas en oro sobre las mangas, y mostraba una autoridad impropia de sus años. Podría ser un niño, pero bajo los suaves contornos de la niñez, Matt ya podía ver los esbozos del hombre que pronto emergería para reclamar su herencia.
—Postrado en cama —respondió Rodrigo—. Los doctores dicen que es una enfermedad de naturaleza oriental que no pueden tratar. La verdad, por si deseáis saberlo, es que descubrió el placer infinito de un objeto móvil que se ha permitido descansar. Pronto, muy pronto, Leto llevará al dispuesto amante a sus gentiles brazos y le hará cruzar el río Sharon hasta su esposo, Mors, quien consumará la unión.
Leandro los miró. Matt evitó sus ojos, pero demasiado tarde. Tras retirar la silla, el fornido hombretón se puso en pie.
—Maravilloso —dijo Rodrigo mientras Leandro daba la vuelta a la mesa y se encaminaba hacia ellos—. Os lo advertí, pero no me quisisteis escuchar.
Matt combatió el pánico mientras veía acercarse al caballero. No tenía ni la menor idea de lo que cabía esperar ni de cómo podría responder. Dio un respingo cuando una manaza apareció en el aire sobre él, pero aterrizó en el hombro de Rodrigo, no en el suyo.
—Rodrigo —rugió Leandro—. ¿Los trajiste?
Matt se sintió recorrido por una oleada de alivio.
—Sí, excelencia —replicó Rodrigo—. Esa fue la causa de mi retraso. Encontrar un sello efectivo resultó más difícil de lo que pensaba.
Matt dio un brinco al sentir algo frío, húmedo y duro hurgando en su costado, como un cuchillo usado que nadie hubiera limpiado. Bajó la mirada y encontró la ancha cabeza del mastín de Leandro olisqueando su regazo.
—Pero lo hicisteis —dijo Leandro.
—Sí. Creo que también resolvimos el problema de la filtración de gas.
El perro sacudió la cabeza y resopló, dejando un rastro de caliente baba sobre los muslos de Matt mientras seguía explorando.
—Buen chico —dijo Matt mientras apartaba la cabeza del animal. El perro retrocedió, gruñendo.
—Excelente —dijo Leandro—. Lo descubriremos mañana, entonces.
—Tengo algo más que os resultará muy intrigante.
—Sorprendedme —dijo Leandro, y se despidió de Rodrigo con un último apretón en el hombro. Su perro lo siguió como una columna de humo surgida de unas ascuas.
La cena había terminado pronto. Matt continuó su exploración de la villa. Al salir del comedor encontró otra sala alargada, también adornada con tapices que daba al lugar un tono silencioso, como si la habitación misma estuviera dormida. La recorrió despacio, pasando de escena en escena mientras Zeus descendía sobre Danae en una lluvia de oro, y luego mientras su hijo Perseo liberaba a Andrómeda de la piedra y se casaba con ella. Matt nunca había estudiado los tapices con tanta atención como debería haberlo hecho. ¿Éstos eran belgas? Automáticamente miró a la pared junto a la puerta, y entonces sonrió al no encontrar ninguna plaquita que detallase la fecha y fuente de la adquisición. Cuando estaba a punto de marcharse se detuvo, pues un cassone llamó su atención. La pintura de la tapa parecía familiar. No podía ser.
Matt se inclinó para mirarlo mejor. Dios mío, pensó, lo es, y cayó de rodillas. Verde oscuro, con sombras de rojo y blanco, una confusión de actividad bajo el dosel de un bosque. Con una exuberante vegetación a los pies, flores y helechos, dos jinetes esperaban alerta a un lado mientras docenas de esbeltos galgos corrían hacia el oscuro calvero. Brillantes contra la maleza, hombres vestidos con tabardos azules y rojos y armados con largas picas seguían a los perros mientras otros jinetes cargaban en la distancia. ¿Cuántas horas había pasado Matt examinando este mismo cuadro en el Ashmolean? Lo conocía centímetro a centímetro: la pareja de perros en el centro, marrón y negro; la apariencia casi tridimensional de un cazador, que se echaba hacia atrás mientras tiraba de las riendas de un caballo reacio; el arco repetido en los cuellos de los otros caballos, y en lo alto, levemente marcadas a través de una abertura en la copa de los árboles, las estrellas y una delicada media luna creciente.
Matt, tumbado boca abajo, la cara apoyada en las manos, estudió al hombre del caballo a la izquierda. La mano alzada, la boca abierta, perseguía... ¿qué perseguía? El ciervo era casi invisible en la distancia. ¿Qué estaba diciendo? ¿A quién hablaba? Y los colores; Matt se maravilló de lo ricos que eran, desprovistos del barniz del tiempo. La noche brillaba con oscura luminosidad.
—¿Os encontráis bien?
Matt se volvió, arrancado de su embeleso, y alzó la cabeza, la barbilla todavía apoyada en una mano. Al ponerse en pie rápidamente se mareó un poco. Anna estaba junto a la puerta, observándolo con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Bastante bien —respondió Matt, alisándose el jubón—. Una escena interesante —dijo, señalando el arcón.
—Era de mi madre —respondió Anna.
Llevaba el pelo recogido en una trenza, y su rostro estaba enmarcado por los rizos que quedaban libres en las sienes y la fina banda de plata con una perla engarzada que rodeaba su frente. Su vestido, de seda azul bordada con una elaborada pauta floral de oro repujado de perlas, caía en pliegues desde el cinturón de oro abrochado bajo el corpiño. Un sencillo alfiler de tres lirios de oro asomaba en su pecho.
—Paolo Uccello —comentó Matt.
—Sí —dijo Anna con visible interés—. ¿Cómo lo sabéis?
—Su estilo es único. Usaba los mismos temas en muchas de sus obras. Este jinete de aquí, el que se echa hacia atrás... es idéntico al de La batalla de San Romano.
—¿Qué tabla? —preguntó Anna.
—La de... —Matt se detuvo antes de decir, «del Louvre». Las tres grandes tablas, originalmente en la cámara de Lorenzo en el palacio de los Médicis en Florencia, colgaban ahora por separado en la National Gallery de Londres, el Louvre y los Uffizi.
—¿Qué tiene de divertido?
—Lo siento —dijo Matt al darse cuenta de que había sonreído. ¿Ahora? ¿Qué significaba ahora? Ahora colgaban en el único lugar donde habían estado. Y en alguna parte, ahora mismo, Piero estaba pintando, igual que Leonardo, y Filippino Lippi, y Rafael estaba en Urbino, aprendiendo a dibujar; y pronto Bellini y Giorgione y Tiziano—. La tabla de la izquierda —terminó de decir.
—No he visto a Lorenzo desde la última Pascua. ¿Cómo está?
—No se encontraba allí —respondió Matt.
—Era un anciano extraño —dijo Anna, mirando la pintura en el arcón—. Uccello, quiero decir. Más cuervo viejo que pajarillo.
—¿Lo conocisteis? —preguntó Matt, recordando que ucello significaba «pajarillo» en el dialecto toscano.
—Yo no diría eso. No era más que una niña. Vino a pintar un fresco en nuestra casa, pero nunca lo terminó.
—Tenéis suerte de haberlo conocido. Fue más que ningún otro maestro de la perspectiva moderna.
—¿Sois artista?
—No —respondió Matt.
—Nos hemos conocido antes —dijo Anna.
—La gente suele decir eso —respondió Matt, pues no quería contradecirla—. Siempre parezco recordarles a otra persona.
—Tal vez esté equivocada... ¡Orlando! —llamó, al oír que bajaba corriendo por las escaleras al fondo del pasillo—. Tendréis que excusarme.
Matt hizo una reverencia mientras Anna se marchaba.
11
Con la esperanza de que fuera hora de comer algo, Matt volvió a subir las escaleras en busca de Rodrigo. Abrió la puerta de la pequeña habitación y encontró a Rodrigo de espaldas, ocupado con uno de los paquetes que habían traído.
—¡Lo encontré! —exclamó Rodrigo, levantándose. Al darse la vuelta, se detuvo al ver a Matt.
— ¿No sois un poco mayor para jugar con muñecas? —preguntó Matt, y entonces siguió la mirada de Rodrigo más allá de la puerta abierta. Se puso colorado de puro rubor.
Francesca, de pie junto a la ventana, terminó de ajustarse el nudo del cinturón de plata bajo el corpiño de su largo vestido de lino verde. Tomó las dos figuritas, exquisitamente vestidas, que Rodrigo sostenía.
—Son preciosas —dijo—. Se las llevaré ahora mismo. Buenos días —saludó a Matt, sin mirarlo, pasando de largo.
Matt le sostuvo la puerta y luego miró a Rodrigo.
—¿No sabéis llamar? —preguntó Rodrigo, metiéndose la camisa por dentro de las calzas.
—Tendríais que haberme advertido —replicó Matt. Rodrigo se desplomó sobre las burdas sábanas de cañameño de la cama.
—Tenemos que ponernos en marcha o llegaremos tarde —dijo mientras alzaba el pie y se calzaba una bota.
—¿Adónde vamos? —preguntó Matt, sorprendido.
—No tengo tiempo para explicarlo —dijo Rodrigo mientras ataba el cinturón en torno a la cintura de su jubón, de un brillante rojo carmín. Recogió su sombrero y se colocó el montón de tela roja y negra sobre la cabeza como si fuera un puñado de ropa sin planchar. El sombrero, junto con sus negros rizos desordenados y sus marcados rasgos, le hizo parecer más aún a un púgil que disfruta de su nueva fortuna—. Lo descubriréis pronto. Vamos.
—¿Y si comemos algo? —protestó Matt.
—Lisl tendrá algo. Comeremos por el camino. Vamos —ordenó Rodrigo, empujando a Matt hacia la puerta.
Cuando bajaban las grandes escaleras hasta la planta baja, vieron a Anna en el pasillo, conversando con Francesca. Anna se quedó con una de las muñecas y tendió la otra a su camarera.
—Ésta —la oyeron decir al pasar—, c'est très charmant.
Francesca alzó la cabeza y miró a Rodrigo a los ojos. Matt vio asomar a sus labios el rastro de una sonrisa, y alzarse levemente sus cejas. Rodrigo sonrió, pero al ver que Matt lo estaba mirando frunció el ceño.
—Un despilfarro —dijo Rodrigo—. Traídas directamente desde París. La moda es una diosa perra. Que el cielo ayude a las pobres almas que caen bajo su yugo. Si tenéis alguna duda de la primacía del deseo básico sobre la dulce razón —continuó, mientras entraban en la cocina—, entonces considerad la visión de una mujer educada, inteligente y por lo demás eminentemente práctica confrontada con los últimos diseños de los modistos parisinos... Lisl, mi corazón es tuyo por toda la eternidad —añadió dirigiéndose a la cocinera mientras tomaba una hogaza de pan y una considerable porción de queso, a los que añadió una gruesa salchicha antes de cerrar la bolsa.
»Pero es injusto con el bello sexo limitar los atractivos de la moda a sus tiernas almas —continuó Rodrigo mientras se dirigían al establo—. Eso podría ser la última moda —dijo, mirando la cabeza de Matt—, y he advertido que llama la atención de las damas, pero personalmente me sentiría desnudo, como un cachorrito recién salido del vientre.
Matt se pasó la mano por el pelo, consciente de que probablemente era el único hombre en Italia sin flequillo sobre la frente y con las orejas descubiertas.
—Hay un motivo por el que tenemos pelo —continuó Rodrigo, comprobando las correas que sujetaban la caja cerrada al lomo del caballo gris antes de montar el suyo propio.
El grupo se puso en marcha, con dos soldados detrás. Matt se situó junto a Rodrigo mientras salían del patio, complacido de que le pareciera perfectamente natural volver a la silla. Todo el agarrotamiento y los músculos doloridos de la primera semana de viaje habían desaparecido. El olor dulzón de su yegua, el tirón en las riendas cuando sacudió la testuz, seguido de un breve relincho y la sacudida de los aparejos... todo se había convertido en una segunda naturaleza para él. Palmeó el hombro de la yegua, sintiendo los músculos bajo su cálida piel.
—El cráneo es fundamentalmente desagradable a la vista —continuó Rodrigo—, y la naturaleza ha desarrollado su forma de ocultárnoslo. Igual que las orejas. O las orejas masculinas, para ser específico, que son tan diferentes de las de una mujer como una concha marina de un caracol.
—¿Por qué nos afeitamos entonces? —preguntó Matt, sintiendo que sus orejas descubiertas crecían hasta el tamaño de las de su yegua—. ¿No estamos interfiriendo con el plan de la naturaleza?
—Es el libre albedrío. Los rasgos masculinos están diseñados para atraer a la hembra para que podamos cumplir la primera orden del Señor, que es multiplicarnos y poblar la tierra. Algunos son más atractivos que otros, así que la naturaleza nos ha proporcionado una forma de atenuar el efecto, si así lo deseamos.
—Las mujeres no se afeitan, y a menudo sus rasgos no son tan atractivos.
—Tienen otras características que sí son atractivas a pesar de su forma.
—El estímulo puede variar considerablemente, pero la respuesta es la misma.
—Bien razonado —dijo Rodrigo.
El pequeño grupo ascendía un empinado camino por la colina situada detrás de la villa. La casa, cuando Matt pudo verla desde un hueco de la tupida maleza, se había vuelto pequeña, como de juguete, un paraíso geométrico encaramado en las alturas del risco sobre el valle. El cuadrado de la villa, duplicado por la sombra que el sol, todavía bajo en el horizonte, y luego repetido en los bajos rectángulos de las edificaciones externas, estaba acompañado por las precisas líneas de los oscuros setos verdes del jardín que la rodeaba hasta las filas de árboles que se extendían hasta la falda de la colina circundante.