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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (9 page)

BOOK: Quattrocento
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8
Matt contemplaba el vaso de agua que tenía delante, apenas consciente del murmullo de conversaciones que inundaban la sala como el zumbido de las cigarras en Gubbio. El vaso brillaba bajo las potentes luces de las cámaras de televisión, el agua chispeaba como si estuviera electrificada. La tocó casi con cautela, como si esperara una descarga. El agua le supo insípida. Dejó el vaso sobre la mesa y evitó mirar a la abarrotada galería.
—¿Empezamos? —preguntó Silvio Petrocelli, jefe del Departamento de Arte Renacentista. Su voz, hecha para el micrófono, rica y modulada, tenía la suficiente inflexión continental para prestar a la ocasión el indispensable aire internacional.
¿Empezar? Matt sonrió mientras volvía lentamente el vaso y observaba cómo sus dedos, distorsionados por el agua, crecían y se desvanecían como peces en un acuario. ¿Empezar? Se ha terminado. Recorrió con el dedo el borde del vaso. Nada. Mojó el dedo en el agua fría, humedeciéndolo simplemente, y lo intentó de nuevo. Una nota, leve pero clara, y Matt aligeró su contacto para que la nota se desvaneciera hasta ser apenas audible, entretejida en el firme subir y bajar de las medidas inflexiones de la voz de Petrocelli. Nadie más pareció advertirlo, y Charles continuó escuchando a Petrocelli. Matt sentía el sonido tanto como lo oía, una pura nota perfectamente afinada. Lentamente movió el dedo en círculo, y la nota lo siguió como el lazo blanco que brota de la hoja de un patinador que se desliza sobre una sola pierna.
Charles se inclinó hacia delante, contempló al público por encima de sus gafas y tomó la palabra.
—La fecha correcta de un objeto es quizá la tarea más difícil — explicó—. Podemos atribuirla, naturalmente, pero ni siquiera podemos empezar a considerarla hasta que sabemos que fue posible que el artista realizara la obra. Sin embargo, podemos fechar algunos materiales con bastante precisión. La madera de la tabla, por ejemplo.
La tabla, pensó Matt. Cuatro piezas de chopo lombardo, unidas y burdamente aplanadas. Le encantaban los chopos. Se alzaban en las pendientes de las colinas escalonadas de los Apeninos como las almas de los olvidados. A última hora del día, cuando la suave luz dorada convertía el aire de las colinas en un fresco de pardo quemado y siena puro, y la brisa despertada por el calor de la tarde para agitar los olivos se había apaciguado, los chopos se alzaban contra el paisaje, recalcando el sueño que brotaba con la bruma desde las distantes colinas y valles. No era un sueño, pensó, y retiró lentamente el dedo del vaso, preguntándose hasta qué punto podría tocarlo levemente sin perder todo el contacto, antes de que se marchara flotando. No eran un sueño todas las tardes perdidas que había pasado con Anna. Como el mar en agosto, la quietud los había rodeado, manteniendo a raya al otro mundo, una costa lejana imaginada más que vista. En aquellos momentos el arco del pequeño péndulo de bronce tras el cristal pulido se convertía en las olas, tan infinitas como el océano, y lo que él sabía que le sucedería a ella quedaba desterrado, perdido de vista más allá del horizonte.
Fue el viernes antes del Memorial Day, y aunque el calendario decía que aún faltaba un mes, para los pájaros y las ardillas y los deportistas madrugadores del parque ya era el primer día de verano. Sería un día corto para Matt, porque planeaba marcharse pronto y adelantarse al tráfico para llegar hasta Watch Hill y la tradicional apertura de la casa. Entró en su oficina, arrojó la chaqueta a la silla y entonces se detuvo, a medio arremangarse. Anna había desaparecido.
Matt contempló la mesa donde había dejado la tabla la noche anterior. ¿Por qué guardarla? Para todo el mundo no era nada, sólo un oscuro retrato de una mujer desconocida. El payaso lo miró sorprendido desde debajo de su cúpula de cristal, los brazos extendidos como diciendo: ¿quién, yo? Matt se acercó a la mesa de trabajo, con la sensación de haberse caído de un avión. La había dejado allí. O la había puesto en la estantería. Giró a un lado, luego a otro, buscando en cada posible superficie, en cualquier lugar donde pudiera haber dejado la pequeña tabla, desesperado todo el tiempo con la certidumbre de que la había dejado en aquel sitio, ahora vacante. De pronto se quedó sin aliento, clavado en el suelo, incapaz de moverse. Piensa. Tendría que alertar a seguridad. No. Primero tendría que decírselo a Petrocelli. Al pensar en lo que diría, la enormidad de la pérdida se hizo real, y a punto estuvo de desmayarse. Buscó el abrigo, reconociendo la textura del tweed al tocarlo con la mano. Lo sostuvo durante un segundo y entonces se lo puso, consciente de cada movimiento de sus hombros y sus brazos, del peso del abrigo, de su tacto.
Su voz le sonó sin vida cuando le preguntó a la secretaria de Petrocelli si estaba en su despacho, pero ella no pareció advertir nada raro y respondió con la alegre despreocupación que de costumbre. Petrocelli alzó la cabeza cuando él entró, los ojos tan negros como tinta de calamar por encima de sus gafas. Charles estaba sentado cómodamente en la silla junto a la mesa, las largas piernas cruzadas por los tobillos y la bata abierta. Con el codo sobre la mesa y la palma abierta hacia arriba, como si estuviera en mitad de un comentario, miró por encima del hombro.
—Ah, está usted aquí —dijo Petrocelli, como si lo estuviera esperando.
Matt lo miró, incapaz de articular palabra. Petrocelli tenía la pequeña tabla en las manos.
—Siéntese —continuó Petrocelli, antes de volver su atención al retrato.
Charles le dio la vuelta a la silla. Matt, incapaz de hacer otra cosa que saludarlo con un gesto, se desplomó aturdido en la silla que había delante de la mesa. El silencio se apoderó de la habitación, los largos segundos corriendo como frío aceite de linaza. Petrocelli permaneció sentado, perdido en su embeleso.
—Notable —dijo por fin, sonriendo. Las rígidas líneas de su cara se suavizaron, y Matt lo vio durante un instante como no lo había hecho nunca, un hombre perdido en el sencillo placer de una hermosa obra de arte.
Petrocelli puso el cuadro a un lado y recogió la carpeta. Matt la reconoció al instante y vio su propia inscripción escrita a mano en la etiqueta: «Anna», con letras mayúsculas cursivas. Se sintió violado. ¿Cómo lo había sabido Petrocelli?
Charles extendió la mano y tomó la tabla mientras Petrocelli empezaba a examinar los documentos que Matt había ido recopilando a lo largo de los últimos seis meses. Leyó cada página, volviéndola cuidadosamente boca abajo cuando terminaba.
—Bien —dijo Petrocelli, quitándose las gafas y mirando a Matt—. La semana pasada visitó usted la Galería Nacional.
Matt tragó saliva, con la boca súbitamente reseca.
—Sí —dijo.
—Tomó un día de asuntos propios.
—Sí. Fui a visitar a unos amigos.
Petrocelli se quedó a la espera de que continuara, así que Matt siguió adelante, como un coche de gasoil mal ajustado después de calarse.
—Me llevé el retrato para compararlo con algunas cosas de su colección. Pensé que, puesto que estaba allí...
—¿Algunas cosas?
—Ginevra, sobre todo.
—¿Y qué descubrió? 
—Matt tosió nerviosamente.
—Bueno —dijo. Miró a Charles, que estaba concentrado en el cuadro, aparentemente ajeno a la conversación—. Hay varias similitudes.
—Es lo que deduzco a partir de aquí. —Petrocelli dio un golpecito con sus gafas en el clasificador—. Pero no tenía que llevarse el cuadro para ver eso. Los resultados de todas las pruebas se pueden conseguir fácilmente.
—Quería ver la tabla.
Lo había hecho en el laboratorio de la galería, con las pinturas boca abajo y con su amigo Reynolds al lado. Matt había intentado hacerlo mientras estaba fuera de la habitación, pero no quiso marcharse. Con el conservador del departamento de viaje, Reynolds estuvo dispuesto a aceptar la responsabilidad de retirar el cuadro de la exposición, pero no había forma de que lo perdiera de vista. Le había picado la curiosidad. Cuando Matt juntó las dos tablas, el granulado se unió tan perfectamente como una puerta cerrada. Dos piezas separadas de madera se convirtieron de pronto en una. —Jesús —exclamó Reynolds.
—Una obra de estudio —se apresuró a decir Matt—. Leonardo usó parte de la tabla y luego se marchó a Milán. Así que algún otro pintor del estudio de Verrocchio la utilizó. Ya sabes, estaba por ahí, al alcance de cualquiera. Yo supongo que Lorenzo di Credi.
Las colocó una al lado de la otra y las puso boca arriba. Primero Ginevra, enmarcada por un exuberante enebro en flor, una alusión a su nombre. Y luego Anna. Hermanas, pero haría falta un padre o un hermano para saberlo pues eran completamente distintas en aspecto y porte. Ginevra, con rasgos afilados, la boca bordeando lo quejumbroso, una muchacha joven acostumbrada a salirse con la suya: exigente y caprichosa, pero encantadora cuando era necesario. Y Anna, tranquila, observadora, un rostro generoso, paciente. Lo que las unía estaba en sus ojos. Los de Ginevra, negros como la obsidiana, y los de Anna, de un verde profundo, pero ambos con una animación y un espíritu, un sentido de la conciencia, que mostraba una herencia compartida.
—¡Guau! —exclamó Reynolds.
—Lorenzo di Credi —repitió Matt.
¿Eso crees? —preguntó Reynolds, contemplando boquiabierto el retrato.
—Symington, viejo amigo. No digas nada de esto a nadie todavía, ¿me lo prometes?
—Mis labios están sellados —fue la respuesta de su amigo. 
—Verás, Matt —dijo ahora Charles, apartando la mirada de la pintura—. Es que parece un poco raro. No entregaste la notificación adecuada de que sacabas el cuadro del museo... 
Matt lo miró incrédulo.
—¿Crees que iba a robarlo?
—Bueno... —Charles parecía claramente incómodo.
Petrocelli, los labios tan finos como el papel de fumar, no contestó.
—Quiero un abogado. —Matt se puso en pie.
—Eso es ridículo —dijo Charles—. Estás exagerando. Siéntate.
—¡Tuve que enterarme por una llamada telefónica! —dijo Petrocelli—. «Enhorabuena por su descubrimiento.» ¡Un Leonardo! ¡Un Leonardo en mi propio departamento, y es así como me entero!
—Parece un poco extraño... —intervino Charles.
—¡Extraño! —escupió Petrocelli.
—No es un Leonardo —dijo Matt—. Del estudio de Verrochio, sí, pero no Leonardo. Tal vez Lorenzo di Credi.
—¿Lorenzo di Credi? ¿Cree de verdad que Lorenzo podría haber pintado algo así? Nunca. Y todas las pruebas encajan. —Dio un golpecito a la carpeta—. El estilo es consistente. El esbozo, el uso de plomo blanco, el agrietado... no tengo que catalogarlo para usted. Todo. —Abrió la carpeta y empezó a hojear los documentos.
Matt no pudo responder. Tuvo que admitir que Petrocelli tenía razón. El esbozo tenía los trazos característicos que descendían de izquierda a derecha, una inconfundible señal de que el artista era zurdo. Como Leonardo. Y las pinceladas encajaban a la perfección. También había sido uno de los primeros en usar plomo blanco para moldear las figuras, algo que sólo podía verse a través de rayos X, que se inventaron después de que la tabla pasara a formar parte de la colección del museo. Las fotografías ultravioletas, otra reciente invención, mostraban la presencia de laca de granza, que había caído en desuso hacia 1830, sustituida por los modernos tintes anilinos sintéticos. El marrón oscuro del follaje del fondo, originalmente de un luminoso verde botella, revelaba el uso de verdigris, acetato de cobre, también abandonado hacía mucho tiempo, y característico de la paleta de Leonardo.
El agrietado era igualmente importante. Las resonancias habían revelado fisuras microscópicas que fracturaban a su vez las capas de pintura y barniz de encima, como una lenta corriente que separaba un bloque de hielo. Demostraba que la pintura pertenecía a la tabla, pues ningún falsificador podría haber hecho que lo pintado encajara con la telaraña subyacente del fondo.
Petrocelli encontró lo que estaba buscando. Le dio la vuelta al documento y lo hizo correr sobre la mesa hasta que se detuvo delante de Matt. Era el informe del FBI.
—Es realmente brillante, Matt —dijo Charles—. Un golpe de genio.
—Leonardo sale de Florencia para Milán en 1482 —dijo Petrocelli. El público permanecía en silencio, atento a cada una de sus palabras—. Sabemos por sus propias notas, confirmadas por el diario de un monje que recorrió con él parte del camino, que en sus alforjas llevaba dos madonnas. Una estaba acabada. Ese cuadro es la Madonna Benois, ahora en Praga. En cambio el otro estaba inacabado cuando lo vio el monje. Sólo había sido ejecutado el esbozo, pero el monje lo describe como una perfecta reproducción del espíritu maternal, como no había tenido la fortuna de ver jamás. Siempre se supuso, basándose en esa descripción y en el hecho de que acompañaba a la otra Madonna, que también iba a ser una Madonna. Pero en cambio descubrimos que lo que Leonardo tenía en mente era un retrato. Sin embargo, llamarlo retrato, por muy hermoso que sea, es pasar por alto su superior significado. Es verdaderamente un hito en la pintura, pues es a partir de este cuadro cuando comienza verdaderamente la era del humanismo. Ha securalizado a la Madonna, ha encontrado la divinidad en los rasgos de un mortal.
Con eso, el caballete quedó bañado súbitamente en un círculo de luz. Al mirar hacia atrás, Matt no se sorprendió al ver que el foco había sido colocado cuidadosamente de forma que no hubiera reflejos para las cámaras de televisión cuando fuera revelado el cuadro. Petrocelli hizo un gesto a Charles, quien se levantó y se acercó al caballete tan despacio como si estuviera escoltando a una novia al altar. Alzó el lienzo que cubría la tabla y entonces se hizo a un lado, de espaldas al público, la mirada fija en la pintura. El silencio momentáneo que saludó al descubrimiento terminó en una salva de aplausos. También Petrocelli aplaudió mientras recorría el escenario, y luego los hombres ante la mesa, y por fin alcanzó a Charles, que empezó a aplaudir mientras una amplia sonrisa se extendía por su rostro. Matt sintió que el sonido lo inundaba, ola tras ola, alejándolo aún más de Anna. Ella parecía tan pequeña, tan vulnerable. Ni siquiera podía verlo, mirando al brillo cegador, rodeada sólo por los ojos rojos de los cámaras. ¿Qué había hecho?
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