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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (4 page)

BOOK: Quattrocento
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Saltó hacia un lado cuando notó el contacto de una mano en el cuello.
—¡Matt!
Era Sally. Matt se desplomó en el sillón, cerró los ojos y se frotó la cara, sintiendo la piel caliente y pegajosa. Se palpó la garganta, pero estaba bien. Nada.
—Estás empapado —observó Sally. Le apoyó la mano en la frente—. Tienes fiebre.
Matt abrió los ojos. Se levantó del sillón. Miró el cuadro. Allí estaban, los hombres a caballo, los árboles oscuros, los perros. A lo lejos, en la colina... nada. Ninguna manticora. Se acercó lentamente, apoyándose en la pared, hasta que su rostro quedó a unos pocos centímetros del cuadro. Los árboles se alzaban, perdiéndose de vista a cada lado. Los matorrales se disolvieron en manchas de verde y marrón oscuro. Sin embargo, no encontró ningún rastro dorado, amarillo ni azul; no distinguió alas ni escamas titilando en la luz reflejada.
—Matt, por favor.
Sintió la mano de Sally sobre el brazo, reclamando su atención. Se apartó de la pared. Al ver que ella lo miraba con preocupación, la atrajo hacia sí y la besó con ardor.
—Vaya —murmuró ella en su oído, cuando se hubieron separado—. Martinis y arte, una mezcla explosiva. Salgamos de aquí. Necesitas un poco de aire fresco.
—Espera —rogó él, y contempló de nuevo el cuadro.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—La manticora no tiene alas. 
—¿Y?
—Nada —respondió él.
La manticora tenía cabeza de hombre y cuerpo de león. Lo que había visto tenía el cuerpo y las patas de león, pero también alas y escamas de grifo, y cabeza y cola de dragón. Sin embargo, en cuanto la vio, no tuvo la menor duda de que se trataba de una manticora. ¿Por qué?
La fiesta continuaba todavía, aunque ya era más de medianoche. Charles le dio a Matt una palmadita en la espalda, y luego interrumpió la historia que estaba contando para besar a Sally en la mejilla. Karen le apretó suavemente el brazo al pasar.
—Estaremos en contacto —dijo, alzando su copa en dirección a Sally como para incluirla.
—Qué descaro, ¿no? —comentó Sally, mientras Matt y ella se abrían paso entre la multitud.
—¿De qué estás hablando?
—De esa radiografía con minifalda y borracha de champán. Me parece increíble que haya intentado ligar contigo de esa forma. «Estaremos en contacto.» Vale. Y tuvo el descaro de fingir que me conocía.
—¿Te refieres a Karen? 
—Si ése es su nombre, sí.
—Sally —dijo Matt—. Estuviste hablando con ella antes. El studiolo, ¿recuerdas? Tiene una galería en el centro.
—Nunca he hablado con ella antes. Mira, Matt, un consejo, sólo entre tú y yo —dijo Sally, poniéndose el abrigo—. Si vas a seguir con esto, es asunto tuyo. Pero evita los martinis. No te sientan bien, y no quiero líos.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
—Vámonos ya, ¿quieres?
Salió por la puerta con un destello de negro. Las miradas algo acusadoras del grupito de personas que habían oído toda la conversación daban credibilidad a las acusaciones de ella, dejando a Matt aún más confuso. Sin saber qué pensar, la siguió desconcertado.
4
En la tranquilidad de la sala, reconfortado por el firme tictac del reloj, Matt se acomodó en su silla, con el cuadro en la mano. Estudió el rostro que había llegado a conocer mejor que el suyo propio a lo largo de los dos meses transcurridos desde que ella emergió de las sombras que la habían velado durante siglos. Cuidadosa y concienzudamente, centímetro a centímetro, había limpiado y eliminado una capa tras otra de barniz y retoques, trabajando lentamente desde los bordes como un buscador de tesoros en un terreno prometedor. Su mapa había sido un diminuto chip del cuadro que, tras ser montado y fotografiado, reveló las diferentes capas, cada una de ellas tan claras e identificables como las líneas de un terreno lo eran para un geólogo. Bajo las sucesivas capas de barniz que habían sido añadidas a lo largo del tiempo, separadas por finas líneas de suciedad y hollín, se hallaba el barniz original, el óleo que había adquirido un tono dorado debido a la oxidación. Debajo estaba el cuadro propiamente dicho, la amplia gama de brillos, resplandeciente de colores transparentes, un arco iris capturado en la tela. La microfotografía era tan detallada que mostraba las partículas de pigmentación, y luego, lo último, la estrecha franja negra del dibujo original, esbozado en carboncillo. Después de recorrer con paciencia el vasto océano vacío del bosque en el que ella posaba, por fin consiguió alcanzar la curvatura del lóbulo de una oreja, tan delicada como una concha marina. Como un náufrago que recorre una playa fue siguiendo la línea de su mandíbula, un trabajo a pincel tan fino que de cerca no se distinguía más que un sutil juego de luz y sombra. Sólo cuando mantenía el retrato algo separado se convertía en una encantadora curva. Pasó más tiempo del necesario en la boca, cepillando suavemente la suciedad para revelar los labios entreabiertos, suaves como una brisa, y se detuvo de nuevo cuando llegó a los ojos. Brillando bajo la profunda sombra de las cejas, parecían casi negros, pero trabajando despacio con una lupa de joyero descubrió poco a poco el mundo que encerraban, colores tan vibrantes como una galaxia vista con el telescopio más potente, un verde profundo brillando con vetas rojas y doradas. Luego encontró una suave sien, y por fin su pelo, del color del cervato, que ella se había recogido en un rodete, un toque despreocupado e íntimo a la vez.
Matt se preguntaba si era sólo por casualidad que aquel día había posado la mano en los depósitos de las profundidades del museo. Como catacumbas del arte, kilómetros de estantes se alzaban del suelo al techo en los laberínticos sótanos del museo. Apoyado en una rodilla mientras revisaba los cuadros que había en un rincón olvidado, en busca de una tabla catalogada como perteneciente a la escuela de Pollaiuolo, descubrió el borde de un pequeño cuadro en el fondo, oculto en las sombras. No era del tamaño adecuado, y ya se estaba haciendo tarde, pero algo lo detuvo. Como un gatito oculto tras un sofá, el cuadro quedaba más allá del alcance de sus dedos, y tuvo que echarse al frío suelo de hormigón para sacarlo.
El azar. ¿Qué otra cosa podía ser? En aquel primer instante, cuando el cuadro emergió a la dura luz fluorescente, sintió un destello de reconocimiento tan cierto como si se mirara en un espejo. Se vio a sí mismo en el Louvre, cinco años antes, esperando mientras el conservador abría la caja y entonces, con la reverencia de un sacerdote que tuviera una reliquia de la verdadera cruz en la mano, le pasaba a Matt el dibujo. No era papel sino pergamino, y grueso: parecía piel, y Matt contempló el rostro de la belleza. Sintió que por fin había llegado, como si todo lo que había aprendido y hecho a lo largo de su vida le hubiera conducido a ese momento. Leonardo lo había dibujado con la técnica más difícil, con punta de plata, como estudio para una Madonna. Al menos eso decían, y Matt entendía el motivo de ello, pues al mirarla comprendió, como jamás habría imaginado, lo que realmente significaba ser madre. Mirando a su hijo no visto, la alegría y la tristeza, todo estaba en sus ojos, en el ángulo de su cabeza, inclinada en gesto de amor y aceptación.
En el sótano del Metropolitan no había distinguido nada, sólo un barniz descolorido que manchaba un cuadro. Sin embargo, al instante supo que la vaga sombra de debajo era una cabeza, y su equilibrio, la inclinación, bastó para decidirlo. Fue como ver a alguien a quien crees haber perdido para siempre esperando a que cambie un semáforo al otro lado de una calle atestada; el brinco de reconocimiento y esperanza atravesó sus manos y el cuadro, y entonces supo, sin duda alguna, que la había encontrado de nuevo.
¿Quién era ella?, se preguntó Matt por enésima vez. Una madre joven. ¿Cómo de joven? No más de veinte años, decidió. Sin embargo, según los criterios de aquella época, se era joven a los dieciséis años. A los veintiuno una persona ya era del todo adulta, y la mayoría moría a los cuarenta. Lorenzo el Magnífico, el más grande de los Médicis, murió a los cuarenta y dos años, y en su momento se comentó que había vivido una vida plena. Matt miró a aquella mujer, la suave curva de su mejilla, el gesto reflexivo de sus labios, la fuerte línea de su nariz, y la imaginó sonriendo; y entonces pensó en lo que podría divertirla, cómo podría sonar su voz, qué diría. Un mechón suelto de cabello caía junto a su mejilla. Pensó, mirando el cuadro bajo la luz del atardecer, que podría extender la mano y colocarlo en su sitio. Eso rompería su concentración, y ella alzaría la cabeza, sobresaltada, y entonces sonreiría. ¿Lo haría? ¿Qué habría entonces en sus ojos?
—¿Le interrumpo?
Matt alzó la cabeza, sobresaltado.
—En absoluto —respondió, enderezándose en su silla—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Johannes Klein —dijo el hombre, extendiendo la mano.
—¡Doctor Klein! —exclamó Matt, sorprendido.
Ése no era el hombre que había visto acompañando a Petrocelli en la recepción de la inauguración del studiolo; era joven, y de aspecto refinado. Klein, igual de bien vestido, tenía un aire de estar en movimiento, como si sus contornos no estuvieran perfectamente definidos. Rasgos acusados y ojos profundos, tan marrones que casi eran negros. Llevaba el pelo plateado casi hasta los hombros; aunque en cualquier otro habría parecido afectación, en él parecía tan natural como el marco de un retrato de Tiziano.
—Me alegro de conocerlo —dijo Matt, apoyando el retrato en un lado de la mesa, el rostro de ella vuelto—. El studiolo se ha convertido en uno de mis lugares favoritos.
No se trataba de una exageración; Matt visitaba la pequeña sala casi a diario. Cuando entraba allí, el mundo que dejaba atrás enmudecía y se desvanecía rápidamente. Le invadía la tranquilidad mientras pasaba de un panel al siguiente, sin que nada perturbara su soledad, al menos casi nunca. Le encantaba la paz que allí se respiraba casi tanto como cualquier otra cosa de la sala. Karen había dado en el clavo en la fiesta de Charles, pensó. El hombre moderno había perdido la tranquilidad. Después de haber conquistado la naturaleza y haberla reducido a algún huracán ocasional, en una época en que cada vez había menos zonas salvajes en un globo cada vez más pequeño, y la muerte se confinaba a los hospitales y hogares de acogida, el silencio era el único enemigo que le quedaba al hombre. O eso parecía, a juzgar por los ataques implacables y concertados a que se le sometían. A veces, perdido en sus pensamientos delante de uno de los paneles, Matt se recuperaba y advertía que había desaparecido una hora entera, y por mucho que lo intentara era incapaz de recordar qué había pasado por su cabeza o dónde había estado.
—He traído esto —dijo Klein, tendiéndole una caja plana de cartulina asegurada con una cinta—. Charles dijo que podría interesarle. Practica usted esgrima —añadió con interés, al ver la larga funda blanca apoyada contra la pared.
—Sí —respondió Matt.
—Tiene que unirse a nosotros. Nos vemos una vez por semana en el gimnasio de Columbia. 
—No soy muy bueno.
—¿Y qué le hace pensar que nosotros somos mejores? —Klein miró alrededor mientras Matt desataba el lazo que sujetaba la tapa como si fuera un envío de mensajería. Klein se acercó a la pared del fondo, con las manos en la espalda, y miró los cuadros que Matt había colgado allí—. Ya veo lo que Charles tenía en mente —dijo.
—Así que fue usted contra quien pujamos —dijo Matt, sosteniendo la tabla que había sacado de la caja. Era una pintura de una golondrina revoloteando en un claro cielo azul, las alas esbeltas arqueadas para remontar el vuelo, la cola en punta.
—Eso me temo —replicó Klein—. Espero no haber alterado ningún plan.
—¿Cómo podía usted saberlo? Pretendíamos mantener nuestro interés en secreto. Era la única manera de poder permitírnoslo.
Matt se acercó a Klein, junto a la pared.
—Va aquí —dijo, y alzó la tabla para colocarla junto a dos de los cuadros, cubriendo la ampliación de un catálogo de subastas que había pegado allí. Las golondrinas se alzaban una a una en un cielo pintado que cambiaba del frío azul matutino al dorado brumoso de la tarde.
—Son preciosos —comentó Klein.
—¿Verdad? También son únicos.
—¿Cómo es eso?
—Para empezar, por el hecho de que son pájaros. No se encuentran pinturas de animales hasta finales del siglo XVI. Como retrato, quiero decir, no como parte de un cuadro mayor. Éstos fueron pintados un siglo antes. Quattrocento, norte de Italia.
—Qué interesante —admitió Klein—. Estaba catalogado como una obra de finales del XVI, de la escuela flamenca.
—Los catálogos de subastas son una magnífica fuente de datos —dijo Matt, buscando una forma amable de expresarlo—, pero nunca los cambiaría por la competencia de un experto.
—¿No?
—Más bien no —dijo Matt, abandonando el tono circunspecto. ¿Qué importaba que acabaran de conocerse? Aparte de subvencionar el studiolo y traerle este cuadro, Klein también era un científico. Una política cartesiana, incluso aplicada al mundo del arte, no le ofendería. Y de todas formas, lo había preguntado—. Las casas de subastas tienen intereses velados para limitar la información —dijo—. Tratan con material muy bueno, pero el grueso de su negocio está en la zona gris. Y en el mundo del arte, el único lugar donde existe el blanco y negro es en los bocetos. El resto es cada uno a lo suyo y Dios contra todos.
—Sus expertos parecen saber de qué están hablando.
—Especialistas, diría yo. La competencia de un experto es una cuestión completamente distinta. Pero eso es mirarlo desde la perspectiva equivocada. En realidad no importa cuánto saben. Todo se reduce al tiempo. Todo el mundo que compra arte quiere un nombre. Un Rembrandt son diez millones, mientras que un «seguidor» o un «escuela de» quedan por debajo de los cien mil. Pero ése es el último paso que un verdadero experto emprenderá: ponerle un nombre a una obra. Puede que tenga sospechas, o incluso que esté seguro casi al cien por cien. Sin embargo, no efectuará una atribución definitiva. Sólo lo hará después de un montón de estudios e investigaciones, y eso requiere tiempo. Con el volumen de material que maneja una casa de subastas, eso es imposible.
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