Quattrocento (21 page)

Read Quattrocento Online

Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
2.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
—Esto no es el Partenón.
—No tiene que serlo. Es hermoso, contessa. Madame. Excelencia. Es un cuadro hermoso. Y os guste o no, ya no tiene nada que ver con vos. Pero no tengo que deciros eso, lo sabéis tan bien como yo.
Matt recogió el papel doblado y lo volvió de dentro afuera, hizo un último pliegue, y ya lo tuvo terminado. Sostuvo el avión de papel, apuntó y lo lanzó al aire. Con una sonrisa de satisfacción, vio cómo el diminuto aparato, de unos centímetros de largo, alzaba su morro y trazaba un gracioso bucle antes de deslizarse sobre las gastadas piedras y detenerse por fin, apoyado en una estrecha ala.
Anna soltó su pincel. Se acercó y tomó el avión, con la misma gentileza que si se tratara de una mariposa. Lo equilibró en la palma de la mano, y lo miró por todos los lados.
—Es maravilloso —dijo—. ¿Cómo lo llamáis?
—Es una golondrina —dijo Matt, mirando la pintura de ella.
—¿Ésta es vuestra golondrina? Enseñadme cómo hacerla volar. 
Matt tomó el avión, lo sostuvo suavemente entre el pulgar y el índice y lo lanzó al aire. Se alzó de nuevo, antes de navegar de vuelta hasta el suelo.
Anna lo volvió a recoger con suavidad.
—¿Así? —preguntó.
—Casi. Tenéis que equilibrarlo —dijo Matt—. Esperad, os lo voy a enseñar.
Le tomó la mano y echó el avión un poco hacia atrás. 
—Así —dijo—. Intentadlo ahora.
Anna lanzó el avión con un rápido movimiento. Los dos lo contemplaron mientras cabriolaba, subiendo y bajando, antes de hacerse finalmente hacia un lado para aterrizar en el banco.
Matt recogió el avión.
—Tomad —dijo—. Es vuestro.
—¿Mío? ¿Estáis seguro?
—Lo he hecho para vos.
Anna lo colocó en el anaquel, junto a las pinturas.
—Dejadme ver vuestra mano —dijo, y entonces se quitó con cuidado el alfiler del vestido. Sin decir una palabra, se lo puso en la palma.
—No puedo aceptar esto —dijo él. 
—Vos me habéis dado el vuestro.
—Sí, pero...
Anna extendió la mano hacia el alfiler, pero Matt la detuvo. Sus dedos casi se tocaron, tan faltos de peso como el alfiler que reposaba en la palma de su mano.
Oyeron la tos de Francesca, fuera.
—Francesca —la llamó Anna—. Tenemos que irnos —le dijo a Matt.
—Anna —dijo él. 
—¿Sí?
—Sólo eso.
Anna, con una leve sonrisa, cerró su mano en torno al alfiler.
—Sabréis cuándo llevarlo —dijo, y como un torbellino amarillo se marchó.
Matt se detuvo en la puerta de la iglesia, disfrutando del calor del sol, de su peso en la cara y en los hombros, sorprendido de ver que fuera no había cambiado nada, que la iglesia y el prado y las tres higueras solitarias tenían exactamente el mismo aspecto.
17
Rodrigo blandía la espada con ambas manos, la punta levantada. Vestido con una cota de malla sobre un jubón de cuero, el casco puesto, se enfrentaba a su adversario en el patio descubierto.
—Vamos —ordenó, y las dos espadas se alzaron y cayeron, el choque de las hojas resonó en los trajes que colgaban de la pared como mudos testigos del encuentro. Las hojas se detuvieron tan rápidamente como habían comenzado a moverse, y los dos volvieron a sus respectivas posiciones—. Otra vez —ordenó Rodrigo, y repitieron el rápido pas de deux.
—¿No es hora de hacer un descanso? —preguntó Matt, la voz levemente ahogada y metálica tras la visera del casco—. ¿No tenéis sed? Estoy sudando como un cerdo aquí dentro.
—¡Vamos! —exclamó Rodrigo, y las hojas golpearon de nuevo una contra otra—. Seguís haciendo ese movimiento con la muñeca —dijo. Soltó la espada y se acercó hasta colocarse junto a Matt—. Observadme —dijo—. Nada de muñeca.
Ejecutó de nuevo los movimientos mientras Matt lo observaba.
—Llevamos así desde el amanecer —gruñó Matt.
—¿Creéis que hago esto por diversión? —preguntó Rodrigo, levemente exasperado. Soltó la visera y se quitó el pesado casco de la cabeza. Su pelo caía en rizos mojados alrededor de su frente; una línea roja mostraba el lugar donde la almohadilla de fieltro había sostenido el pesado acero—. El amor es caro —dijo—. Y tal como os estáis comportando, os va a pasar factura un día de estos.
—¿Quién ha dicho nada de amor? —preguntó Matt, quitándose también el casco. Sintió el aire casi deliciosamente frío después de la sofocante cerrazón del yelmo.
—Es lo que no habéis hecho. Hablar de ello, gracias a Dios — respondió Rodrigo—. Vuestra conducta ha dicho suficiente. Afortunadamente, todo el mundo piensa que sois irlandés, así que este aire de fatua alegría parece del todo normal. Cuando una persona se cae del caballo y se da un golpe en la cabeza, también actúa de una manera tan tonta.
—Menos mal que nunca os pasará a vos —dijo Matt—. Ni siquiera puedo imaginar cómo sería, un cínico profundo en las garras de la pasión.
—Cinismo y profundidad no pueden ir juntos. Es una imposibilidad de la naturaleza, como una virgen en Roma.
Orlando, que llegó corriendo, se detuvo al ver a los dos hombres ataviados con sus armaduras, las espadas en la mano. Entró en la sala, seguido de Cosimo, y se acercó a las perchas de las armaduras.
—Dejadme intentarlo —dijo, tomando su coraza. 
—Yo también —se apresuró a pedir Cosimo.
—Eres demasiado pequeño —le dijo Orlando, apretando las correas.
—No me parece buena actitud para un anfitrión —dijo Matt—. ¿Qué diría Lúculo?
—No tenemos armaduras de su talla — respondió Orlando, tomando una espada que alcanzaba su estatura.
—Espera un momento —dijo Rodrigo, riendo—. Ésa es demasiado grande para ti.
Una sombra llenó la puerta.
—Ésta sí que es una buena forma de empezar el día —dijo Leandro, entrando en la armería. Tomó la espada de manos de Orlando, quien la entregó remiso. Leandro sopesó la espada, volviéndola a un lado y a otro para sentir su equilibrio, y luego la alzó con ambas manos, como si preparara un ataque. Bajó el acero, el aguzado filo resbalando hacia la piel desnuda donde el cuello de Orlando se unía a su clavícula. Matt, que se inclinaba hacia delante para protestar, se detuvo cuando Leandro frenó el golpe a pocos centímetros de la piel del niño, volviendo la hoja de lado. Tras golpearlo levemente con la espada, Leandro entonó:
—Por la autoridad que me ha sido inferida, yo os nombro sir Orlando.
Miró a Matt con una sonrisa tan brillante y heladora como el sol de invierno reflejado en la nieve.
—¿Practicamos un poco? —dijo Leandro. 
—Pero vos no lleváis armadura... —protestó Matt.
—Es sólo un ejercicio.
Matt recogió el casco para ponérselo.
—No os preocupéis por eso —dijo Leandro—. Tendremos cuidado. Sólo para desentumecer los músculos.
Matt dejó el casco. Alzó la espada, sujetándola como le había enseñado Rodrigo. Leandro giró la cintura y flexionó las piernas, los muslos abultados bajo su negra calza. Se puso de puntillas. Matt dejó que su oponente fijara el ritmo y se preparó para el primer golpe. Vino como un gerifalte cayendo del cielo, feroz y cegadoramente rápido. La espada de Matt resonó en sus manos como una campana golpeada por una bala de cañón. Retrocedió un paso, observando alerta la espada que trazaba círculos y destellaba como un rayo contra una nube negra. Golpeó de nuevo, un borrón de plata que alcanzó con tanta fuerza a su hoja que las manos se le quedaron entumecidas por la vibración, obligándolo a emplear toda su fuerza para sujetarla.
Leandro, los ojos negros sin parpadear, se movía con sinuosa facilidad, respirando sin dificultad, mientras hacía girar la punta de su hoja. Matt lo seguía torpemente, como un grueso abejorro que intenta capturar a una luciérnaga. Leandro atacó de nuevo, golpeando con fuerza su espada contra la de Matt, y luego haciéndola trazar un círculo con un movimiento rápido y fluido. La espada de Matt escapó de sus manos aturdidas como si hubiera remontado el vuelo. Cayó al suelo, la hoja rebotando con un eco sordo y hueco. Matt quedó indefenso ante la punta de la hoja de Leandro, gruesa, plana y afilada como una cuchilla, flotando en el aire a pocos centímetros de su garganta.
Leandro se enderezó y soltó el acero.
—Ha sido divertido —dijo—. Deberíais llevar una espada cuando salís de exploración por las tardes. O al menos una ballesta. Es peligroso estar desarmado en el bosque. El jabalí salvaje puede ser feroz.
Colgó de nuevo la espada en la pared y se marchó, ignorando a los demás, como si no existieran.
—Vuestras muñecas —dijo Rodrigo con cansada paciencia—. ¿Veis por qué hay que mantenerlas rectas?
Sólo después de entrar en el frescor del pinar advirtió Matt lo fuerte que se había vuelto el sol en la breve media hora que habían tardado en subir la colina al otro lado de la villa. Las voces de la partida se alzaban y mezclaban bajo el silencioso dosel, uniendo los grupitos en una cadena suelta mientras descendían por el sendero que llevaba al otro lado. El murmullo de conversación y risa iba acompañado por la música de la banda de sacabuches y trompetas que formaba la retaguardia de la procesión.
—Un claro silvano de arcadia belleza, como podría haber frecuentado Deméter —observó Tristano, con el aire de un poeta en medio de la naturaleza.
—En efecto —respondió Matt.
—Laurel —anunció Tristano, agachándose para recoger un capullo blanco de una rama baja al pasar—. ¡Víctima mortal de los deseos de un inmortal! —exclamó—. Tal vez es este mismo árbol el que enclaustra su dulce corazón. Ah, casta virgen de un paraíso idílico, prefirió vivir como árbol a sufrir la profanación de alguien como Apolo.
—Aunque habría que preguntarse si eso es mejor que pasarse los siguientes cientos de años viendo cómo tus admiradores te van arrancando pedazos —dijo Rodrigo—. O ver que tu papel en el amor se reduce a proporcionar sombra a los encuentros de otros.
—¿Qué hay de Acteón? —interpuso Matt—. Ya que hablamos de estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Sales de caza al bosque y te encuentras a una mujer bañándose en un estanque, ¿y qué ocurre? Te conviertes en ciervo y te devoran tus propios perros.
El rumor de un río, al principio un murmullo distante imposible de distinguir de la brisa que canturreaba entre la copa de los árboles, había ido creciendo mientras bajaban por la colina. Ahora era tan fuerte que Tristano tuvo que alzar la voz para hacerse oír, y por fin pudieron ver el agua, chispeando y danzando bajo el sol mientras correteaba sobre las rocas. Por delante, una mujer se echó a reír; «no es Anna», pensó Matt, pero tal vez la risa se debía a algo que ella había dicho.
El terreno se fue nivelando, y el sendero se volvió esponjoso bajo las suaves suelas de los zapatos de Matt. Agachó la cabeza para evitar las ramas bajas de una higuera en flor, mientras salían a un prado, bordeado a cada lado por una ancha laguna. Adornada por las ramas caídas de los abetos que se alzaban en las empinadas riberas a cada lado, sólo recibía parcialmente el sol, y su superficie permanecía lisa, salvo la huella ocasional de algún insecto acuático. Podían oír el río en ambas direcciones, aunque no verlo, pero en el pequeño claro apenas se movía. La alta hierba, de un verde brillante donde podía verse, estaba cubierta casi por completo de alfombras donde habían preparado mesas y taburetes, con criados sujetando parasoles sobre las cabezas de las damas para protegerlas del sol. Habían levantado un pabellón de alegres franjas de lino junto a la laguna donde terminaba el bosque, mientras al otro lado del claro la banda de música tocaba un animado baile cerca de una larga mesa donde había platos llenos de comida, junto con altas cornucopias de fruta fresca. Los invitados se congregaban alrededor, llenando sus platos de mayólica de pan y pálido queso amarillo, trozos de pollo y aceitunas. Cuando le entregaron una copa, Matt bebió copiosamente, saboreando el vino blanco y burbujeante, tan fresco que parecía sidra antes de empezar a madurar.
El duque, acompañado por el emisario del sultán, alzó la mano, y la música y el animado zumbido de la conversación se detuvieron. El grupo inclinó la cabeza cuando Bonifacio, el orondo sacerdote, entonó una breve plegaria en latín.
—¿Dónde está la Cueva de Virgilio? —le preguntó Matt a Rodrigo, echando una ojeada al prado.
—Ahí arriba —respondió Rodrigo, señalando hacia la mitad de la montaña de enfrente.
Matt dobló el cuello para mirar.
—¿Ahí arriba?
—Ofrece un panorama espectacular —dijo Rodrigo—. Al menos eso me han dicho. He visto suficientes cuevas de Virgilio para saber que ofrecen panoramas espectaculares. Quizá Calíope no descienda hasta que encuentre un lugar digno de su presencia. O tal vez, como se hace para refinar el hierro, haga falta cierta cantidad de energía física que proporcione el calor para que se produzca el proceso creativo. Considerando todo lo que tuvo que escribir Virgilio, no es extraño que se pasara media vida escalando precipicios. Podríamos considerar al converso como prueba de ello: indolencia, y la insistente falta de inspiración —dijo pensativo, posando la mirada en Tristano, quien acosaba con su charla a un grupito que se hallaba tan cerca de la orilla del estaque que se tambaleaban mientras él asentía, los ojos buscando en vano una vía de escape.
»Si queréis verlo con vuestros propios ojos, encontrad a Orlando —añadió Rodrigo—. Le encanta escalar.
—Vamos a comer —dijo Matt, espiando a Anna, momentáneamente sola junto a la larga mesa.
Allí, entre la multitud, sería un momento perfecto para intercambiar unas pocas palabras. Seguido por Rodrigo, se abrió paso entre los corrillos de gente que comía y conversaba. Anna aparecía y desaparecía de la vista, su vestido de seda damasquina roja y su capa amarilla destacando como una rara flor en la desbordante jungla tropical de los otros vestidos resplandecientes. Pareció darse cuenta de que él se acercaba, aunque no lo miró directamente; ahora que casi la había alcanzado, se volvió en su dirección como si se hubiera producido una comunicación silenciosa entre ellos para hacer que el encuentro pareciera casual. Matt vio entonces que estaba hablando con Tristano. Francesca se hallaba junto a ella, alerta y silenciosa, siguiendo con la mirada la conversación. Bonifacio escuchaba, elaborando con el rostro las palabras que ensayaba mentalmente como una tropa de titiriteros que corren a ocupar el escenario.

Other books

The Hare with Amber Eyes by Edmund de Waal
Peace Warrior by Steven L. Hawk
Deadly Little Lessons by Laurie Faria Stolarz
Undercity by Catherine Asaro
Cherry Bomb by Leigh Wilder
The Merry Wives of Windsor by William Shakespeare
We Know It Was You by Maggie Thrash