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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (23 page)

BOOK: Quattrocento
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No sabía cuánto tiempo había pasado. Sintió una mano en el brazo, cálida y seca. Abrió los ojos y encontró a Anna arrodillada a su lado, la capa de seda envolviéndolos a ambos como las alas de uno de los ángeles de Fra Angélico.
—¿Cómo estáis? —preguntó ella.
—Estoy bien. ¿Y Orlando?
Está bien —respondió ella, y tras darle un apretón en el brazo se marchó, internándose en el círculo de mirones. Mientras la observaba partir, Matt vio que al otro lado de la multitud Leandro no miraba al niño ni a Anna, sino a él directamente, sin parpadear, los ojos convertidos en un vacío negro.
18
Con la oscuridad mantenida a raya por hileras de candelabros, el comedor era un mundo aparte, limitado por tapices de amores perdidos y correspondidos. En el suave juego de luces y sombras, el oro chispeaba y las joyas brillaban, liberando su fuego, y la risa se convertía en la música de la noche. Esto es el viaje dorado, pensó Matt mientras observaba al laudista iniciar una alegre danza, y no hay ninguna otra costa. No hay principio ni fin, sólo existe el aquí y el ahora.
Sentada a la cabecera de la mesa, Anna escuchaba al duque. Su capa, azul oscuro con estrellas y cometas bordadas en oro, estaba vuelta para revelar un vestido gris, recogido en el corpiño con trenzas de plata. Leandro, al otro lado, también escuchaba, el rostro forzado en una sonrisa. Se inclinó hacia delante, interrumpiendo a Anna con una pregunta.
—No, es más allá de la montaña —la oyó contestar Matt mientras la música terminaba—. ¿Nunca habéis estado allí? Lo llamamos el Bosque de Belvedere.
—¿Es rocoso? —preguntó Leandro.
—Sí —respondió Anna.
—¿Y hay matorrales? 
—Nunca lo han desbrozado.
—Un buen lugar para buscar jabalíes.
—Orlando dice que es allí donde vio a la manticora —anunció Cosimo.
—¿Una manticora, muchacho? —preguntó el duque. Anna sonrió, mirando a su hijo, mientras todos los presentes se echaban a reír.
Orlando se encogió de hombros y asintió.
—Un ciervo, sin duda —dijo Leandro con una risita indulgente—. También me ha pasado a mí. Ves movimiento en la distancia. Así de rápido — chasqueó los dedos—, y desaparece. Una vez pensé que había acorralado a un león, en las montañas cerca de Ancona. También era joven, Orlando, no mucho mayor que tú. Demasiado joven para cazar leones, ¿pero qué sabía yo entonces? Las locuras de la niñez. Sé cómo se siente uno, cree que puede hacer cualquier cosa. Tenemos que conseguirte un arco decente. Había habido noticias de ovejas desaparecidas, y de grandes huellas. Yo estaba en lo profundo del bosque, y vi moverse algo. Supe que era el león. Le seguí la pista toda la mañana y toda la tarde. No me importa reconocer que estaba asustado, sólo un loco no lo habría estado, pero eso no me detuvo. Finalmente lo acorralé en un desfiladero, y pensé que ya lo tenía. Pude oírlo entre los matorrales. Era enorme. Me acerqué lentamente..., con mucha cautela... —Se echó a reír—. No hay que meterse con un león, por el amor de Dios... lo siento, padre. Y entonces vi por fin el pelaje marrón. El hombro delantero, sólo por un segundo, pero allí estaba mi oportunidad. Pfffft, lancé la flecha... y no sé quién se sorprendió más. Pura suerte, soy el primero en admitirlo, pero le atravesé el corazón. Supe que lo había hecho: cayó como una piedra, pero con todo tardé mi tiempo. No había prisa, no iba a irse a ninguna parte. Finalmente conseguí lo que había estado persiguiendo toda la tarde, el león era mío. Y allí estaba. ¡La cabra montesa más grande que he visto en mi vida! —Soltó una risotada y bebió de la copa, sacudiendo la cabeza.
Todos se rieron. Orlando jugueteó con su cuchillo de mesa.
—¿Qué hay del león? —preguntó Matt cuando las risas se apagaron.
—¿Qué león? —dijo Leandro, todavía riendo.
—Conseguisteis la cabra, pero el león escapó. Me preguntaba qué pasó con él. ¿Lo capturó alguien?
—No había ningún león.
—Debo haberos entendido mal. Me pareció oíros decir que habían visto uno, y que faltaban ovejas, y que incluso había huellas.
—Habéis oído bien. Lobos, probablemente.
—Pero vos mismo lo visteis.
— ¡Era una cabra!
—Una cabra no se parece a un león.
—Eso es. Todavía podremos sacar un cazador de vos.
—¿Qué viste, Orlando? —preguntó Matt.
Orlando se encogió de hombros, sin levantar la cabeza. 
—Me lo describiste —dijo Anna—. ¿No lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo —respondió Orlando, y volvió a guardar silencio.
—Me gustaría oír qué es lo que viste —dijo Matt.
—Lo que creyó ver —intervino Leandro.
—¿Orlando? —preguntó Matt.
—Tenía el tamaño de un caballo. Y un cuerpo con pelaje como de león, y alas verdes, y un cuello escamoso, y una cola larga que terminaba en punta, como una lanza. Tenía cabeza de dragón. Hacía un ruido que nunca olvidaré, como un pavo real. Y tenía garras. Las pude oír en la roca.
—Eso no es una manticora —dijo Leandro—. La manticora tiene cabeza humana y cuerpo de león, y una cola rematada en una bola de pelo llena de dardos. No tienen escamas, y desde luego carecen de alas. Lo que viste fue un grifo.
—Un hipogrifo, más bien —intervino Bonifacio—. Son más comunes por esta zona.
—¿Veis muchos por aquí? —preguntó Rodrigo.
—¿Yo? No. Nunca he visto ninguno. Pero Virgilio los menciona varias veces.
—Ya. Bueno, eso tiene sentido. Su caverna sería un excelente puesto de observación para ver animales volando. Faisanes, palomas, águilas. Hipogrifos.
—Tengo entendido que la raza de los grifos se originó en vuestra parte del mundo —le dijo Federico a Kamal, que estaba sentado junto a Leandro en la cabecera de la mesa.
—En efecto. Los encontraron en Escitia, donde guardaban las minas de oro para protegerlas de los saqueos de una tribu de hombres salvajes llamados arimaspianos. Pero eran animales enormes, mucho más grandes que un caballo. El grifo puede con un tiro de bueyes. He visto la garra de uno, larga como mi brazo, convertida en cuerno para beber... Lo que tú viste se parece más al simurg. O el senmurv, como lo llaman algunos. Esa bestia era medio perro y medio ave. Hacía su nido en el Árbol de la Vida, y sus semillas, que esparcía por todo el mundo, curaban el mal.
—Orlando —dijo Federico. El niño lo miró—. Tu descripción me recuerda al dragón que mataron en la isla de Rodas hace un siglo. También tenía el tamaño de un caballo. Y cabeza y alas de dragón.
—Cabeza de serpiente, creo que era —dijo Tristano.
—¿No era de dragón?
—No, de serpiente. Pero sí que tenía alas. Y garras, y escamas, y cola de cocodrilo. Pero con orejas de mulo. ¿Tenía tu bestia orejas de mulo?
—Creo que no —respondió Orlando—. No. No recuerdo haber visto ninguna oreja.
—Entonces no era un dragón.
—Era una manticora —insistió Orlando—. Tenía cuerpo de león pero cabeza y cola de dragón, y alas verdes, y hacía un sonido como el del pavo real.
—Eso no es una manticora —insistió Leandro.
—Lo es de donde yo vengo —dijo Matt.
—¿Y dónde puede estar ese lugar? —preguntó Kamal, mientras Leandro, sin expresión alguna, miraba a Matt.
—¿Habéis visto alguna? —preguntó Federico. 
—No.
—¿Alguno de los presentes ha visto una manticora? —preguntó Federico. Los integrantes de la compañía se miraron unos a otros, pero nadie respondió—. ¿O a un dragón? ¿A un grifo? ¿O a un hipogrifo, o un simurg? ¿No? Bueno, pues entonces, ya que Orlando es el único que ha visto una manticora, yo diría que es la autoridad en la materia.
—Sobre lo que vio tal vez, pero no sobre lo que era —objetó Tristano—. No puedo llamar loro a la jirafa porque he visto una y nadie más lo ha hecho. ¿No es el nombre de algo una parte inseparable de esa misma cosa?
—¿Estáis diciendo que las cosas no existen hasta que les damos nombre? —preguntó Federico—. ¿Qué sucedería si escogiéramos el nombre equivocado? ¿Tendría entonces una existencia falsa?
—Pero la manticora es bien conocida —dijo Leandro.
—¿Por parte de quién? —preguntó Federico.
—La historia registra innumerables casos —dijo Bonifacio.
—La gente ve muchas cosas —dijo Anna—. Todas muy reales. Pero creo que algunas son más reales que otras.
Federico se echó a reír.
—Si Orlando dice que lo que vio era una manticora, lo creo. ¿Cómo podemos decir que se equivoca, si nadie más ha visto una?
—Parece que la viste muy claramente —dijo Matt—. ¿A qué distancia estabas?
—Estaba al otro lado del bosque, cerca del acantilado, donde las rocas están todas amontonadas. Me miró directamente. —Orlando alzó la cabeza—. Salió volando.
—¿Era igual que las pinturas que has visto?
—Más o menos. En realidad no.
—Me has convencido —dijo Leandro—. Y has despertado mi curiosidad. Debemos encontrar a esa criatura y ver con nuestros propios ojos cómo es. El Bosque de Belvedere, dices. Vendréis con nosotros —dijo, dirigiéndose a Matt.
—No soy cazador.
—¿Y la oportunidad de ver a una manticora? No sé cómo un hombre con tan diversos intereses podría pasarlo por alto. Está decidido, entonces. Mañana.
—Mañana, tal vez, pero ahora es tarde —dijo Anna, poniéndose en pie. Terminada la cena, todos se levantaron tras ella, dispuestos a seguirla.
Luna de cacciatore, pensó Matt, viendo la gran luna naranja que descendía hacia el oeste, hacia el horizonte y algún lugar más allá del dormido mar: la luna del cazador. ¿Cómo podía algo tan enorme pasar tan silenciosamente?, se preguntó mientras cruzaba el patio, y la fuente lanzaba arcos de plata a la oscuridad. Estaba totalmente despierto, aunque la primera palidez del amanecer empezaría dentro de muy poco a arrancar el color de la noche.
—¿La oís? —Le sorprendió la voz de Anna en las sombras.
Sentada en un banco, parecía flotar en el suave aire nocturno, su capa mezclada con la oscuridad.
—¿La música de las esferas? —respondió él—. No. ¿Y vos?
—A veces creo que sí. Cuando es tarde, y nadie más está despierto, y las estrellas son más brillantes y parecen cercanas. Pero creo que no son más que mis deseos.
—No podía dormir.
—Lo sé —dijo ella, lo remoto y formal de su voz diciéndole más de lo que sus palabras podrían expresarle nunca. No podía ser, pensó Matt, y sin embargo era. ¿Oía también tristeza? Quería creerlo. Anna se dirigió hasta la balaustrada de mármol que bordeaba el patio. Se asomó al jardín que había debajo, pautas oscuras durmiendo a la luz de la luna—. He disfrutado del tiempo que hemos pasado juntos —dijo.
—Yo también.
—Habéis sido de gran ayuda. Siempre he querido aprender a utilizar el óleo.
—Lo haréis bien.
—Sí. —Hizo una pausa, como si quisiera añadir algo—. Es tarde. Debo volver a la cama —dijo, y se volvió para marcharse.
—Anna —dijo Matt. 
Ella se detuvo.
—Tenéis que comprender —dijo, de espaldas a él—. Tengo obligaciones que no puedo ignorar.
Matt se acercó a la balaustrada y se quedó allí largo rato después de que ella se hubo marchado. Casi no parecía posible. La grava bajo sus pies, el tranquilo canturreo de la fuente, los chopos fantasmales a la luz de la luna... todo parecía real, tan real como Anna, y sin embargo ella se había marchado. Y no había nada que él pudiera hacer o decir; era el mundo de ella, no el suyo. Empezó a caminar, sin rumbo, donde lo llevaran sus pasos, cruzó el patio, rodeó el palazzo y salió del patio, la luna siguiéndole al otro lado de los dormidos campos de trigo, resbalando más y más en el cielo, apresurándose hacia el horizonte como si hubiera perdido todo interés en todo lo que quedaba en este mundo.
El bosque, oscuro, le guió hacia delante; los árboles surgían como recuerdos olvidados en la luz acuosa del amanecer. Al llegar al claro vio la masa gris de la vieja iglesia alzándose en la tierra oscura. Dentro estaba todavía negro como boca de lobo, y sintió tanto como vio su camino a lo largo de la nave hasta el claustro.
Sólo quedaban unos cuantos detalles en los lirios; los contornos en el borde del anaquel, un toque de blanco sobre los pétalos azules. Pero quería terminarlo. Trabajó con rapidez, con unos cuantos trazos diestros de pincel, y entonces acabó, como siempre sucedía, antes de que se diera cuenta. Sostuvo el pincel sobre la superficie, dispuesto a continuar, pero advirtió entonces que no le quedaba nada más que decir. El cuadro estaba completo. Como el silencio que se oye cuando una pieza musical termina, tan pleno y rico como las notas mismas; fue un momento de reposo, existiendo enteramente en sí mismo pero abarcando al mundo entero, un mundo que existiría eternamente. Anna también lo sabe, pensó; éste es el mundo que compartimos.
Matt se levantó, desperezándose, y dejó el pincel junto al cuadro, que brillaba como una joya en la riqueza del cobre y la lustrosa pintura. Sí, estaba terminado. El cuadro ya no era suyo. Tomó la pintura de la golondrina de Anna. Es realmente bueno, pensó. Desde cualquier ángulo, el pájaro estaba vivo, volaba, las nubes se movían y cambiaban. Los colores, la textura, la fluidez de los trazos... era difícil dejar de mirarlo. Puso el cuadro en el anaquel y se dirigió al rincón, donde encontró los otros dos cuadros, que los colocó en el estante. Alineados, la golondrina alzaba el vuelo, ascendiendo rápidamente contra las nubes de una tabla a otra. Ella pintará otro, pensó, y luego otro, ¿y dónde estaré yo?
Matt extendió la mano y tomó el pequeño avión de papel del estante donde ella lo había colocado. Empezó a sentir el peso de las horas; el amanecer se posaba como una capa de terciopelo sobre sus hombros. Era hora de marcharse. Soltó el avión y luego, tras buscar dentro de su túnica, encontró el alfiler que Anna le había dado. Lo sacó. En su mano parecía pequeño e insignificante, tan fácilmente perdido. Dejó los lirios montados en oro sobre la mesa, junto a los pintados, y luego, con una última mirada alrededor, se marchó.
Matt estaba a medio camino en el pasadizo cuando Anna apareció en la esquina ante él. Aún llevaba el vestido gris de la cena de la noche anterior, con la capa echada atrás sobre sus hombros. Tenía el pelo recogido en un moño, con rizos a cada lado del rostro, y permanecía quieta como una bailarina en medio de un giro, la mano apoyada levemente en la pared.
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