Quattrocento (24 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—No podía dejarlo inacabado —dijo Matt, y se hizo a un lado mientras ella pasaba, cada uno evitando la mirada del otro.
—Matteo.
Él se detuvo, cerca ya de la esquina, y miró atrás.
—Decidme otra vez los tres significados del lirio —dijo Anna, desde la entrada al estudio.
—Valor, sabiduría y fe.
—Y de ésos, ¿cuál es el más importante? —Anna se acercó a él, que aún tenía el alfiler en la mano—. Dije que sabríais cuándo ponéroslo. ¿Cómo podréis hacerlo si no lo tenéis?
Matt volvió a guardar el alfiler en el bolsillo interior de su túnica y luego la tomó por los brazos, justo por encima de los codos, sintiendo su pulso bajo los dedos, sintiendo lo viva y ligera que era. Mientras se inclinaba para besarla, ella se alzó para encontrarse con él.
—Será tarde para la cacería —dijo Matt. Sintió la suavidad del cabello de ella, perfumado de lavanda, rozándole la mejilla mientras la abrazaba.
—Vigila a Orlando por mí. Es su primera cacería real. Tratará de impresionar a todo el mundo.
—¿ Orlando va a ir ? —preguntó Matt—. ¿Fue idea de Leandro?
—Sí —respondió Anna—. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo?
—No, en absoluto. Tendré que darme prisa para alcanzarlos. — Contempló su rostro, sujetándola por los brazos—. Hay algo que quiero que recuerdes, no importa lo que ocurra. Es de la Eneida.
—¿Vas a volver a recitar poesía?
—No, es sólo una frase. Amor omnia vincit.
—El amor lo conquista todo.
—Sí. Lo recordarás, ¿verdad? Amor omnia vincit. 
—Sí, claro que sí, ¿pero por qué? —preguntó ella—. ¿Qué podría pasar?
—Es una cacería.
—Bueno, ten cuidado entonces. Y vuelve pronto —dijo, con un ligero beso—. Quiero empezar a pintar con los óleos.
Matt dobló la esquina y se marchó.
La partida de caza ya había salido cuando Matt llegó a la villa. Montó en su caballo tras enjaezarlo, y con un brusco espoleo se puso en marcha y ascendió a la montaña. Bajó por el sendero, dejó atrás la Cueva de Virgilio. Acicateó a su montura, galopando a través del claro donde habían celebrado el picnic el día anterior. El caballo chapoteó en los rápidos corriente abajo, golpeando con fuerza las rocas con sus cascos. Matt se inclinó hacia delante cuando el potente animal llegó a la orilla contraria y luego subió la empinada pendiente hasta la meseta. Oyó a lo lejos el ladrido de los sabuesos, los gritos excitados de los hombres disponiéndose a matar. Izquierda, derecha, inclinándose a un lado y a otro recorrió el estrecho sendero a través del denso bosque de laureles, donde las flores blancas como estrellas de mar asomaban entre los árboles a la luz fría y verde. Aparecieron figuras en los matorrales, atisbos de criados y bateadores, perros debatiéndose contra las correas.
El caballo de Matt se detuvo al salir a un claro y retrocedió, asustado por el destello de luz en la hoja plana de una espada que se alzaba por un lado. Matt apenas vio una pequeña figura con un jubón blanco bordado de oro en el suelo, sujetándose la pierna, la carne desnuda visible bajo la desgarrada calza roja.
—¡Orlando! —exclamó, luchando por controlar a su caballo, pero se le escaparon las riendas y cayó, inmóvil, mientras los troncos negros de los árboles giraban a su alrededor hasta que chocó con el duro suelo. Trató de agarrarse a la tierra que eludía su contacto y se puso en pie, tambaleándose, mientras el suelo parecía apartarse de él.
La manticora, pensó Matt al oír un ronco grito como el de un pavo real sobre el frenético ladrar de los perros. Sintió movimiento, se dio la vuelta y se detuvo, los ojos fijos en el pulido acero de una espada corta que le apuntaba al esternón. Al buscar su propia espada, un destello de dolor le taladró el brazo, que colgaba inútil a su costado. La punta de acero se cernió sobre él, deteniéndose por fin sobre su jubón. Se hundió como un espolón a través de su camisa y sondeó la blanda carne, haciéndole retroceder hasta que su espalda chocó con el tronco de un árbol. La punta se detuvo, cambió de dirección, se alzó lentamente. Matt se alzó con ella, conteniendo la respiración.
Leandro se acercó, la cabeza ladeada, sin retirar la espada. Con un rápido movimiento de la mano libre hizo surgir otra punta, fría y ancha, cuyo acero se posó contra la mejilla de Matt, junto al ojo. Empalado por la exquisita aguja de dolor blanco en el centro de su pecho, respirando sin moverse, Matt sintió el frío acero en su mejilla.
—Éste no es tu sitio —susurró Leandro, sujetando a Matt entre las puntas gemelas de acero. Giró la hoja del cuchillo, dispuesto a descargar el golpe—. ¿Verdad? —murmuró, apoyándose contra Matt, los músculos de sus muslos atrapándolo. Matt buscó los ojos de Leandro en la negra ranura de la celada, pero sólo encontró vacío—. ¿Verdad? —gritó Leandro. Retiró el cuchillo de la cara de Matt. Abrió la mano, dejando caer el arma, y luego lo agarró por la barbilla, golpeándole la cabeza contra el tronco, hundiéndole los dedos enguantados, ahogándolo, su otra mano todavía sujetando la afilada punta de la espada.
La cabeza de Matt rozó contra la áspera corteza como un glaciar que se arrastra sobre piedra mientras Leandro lo alzaba cada vez más. Respirando entrecortadamente a través de los dientes apretados, Matt alzó la pierna y apretó con la rodilla con todas sus fuerzas aquel cuero inflexible. Su puño golpeó el costado del casco mientras sus pies abandonaban el suelo.
—Podría atravesarte con la mano —dijo Leandro—. Sólo eres aire.
La luz empezó a volverse roja y luego púrpura y después azul mientras Matt jadeaba en busca de aire.
— Es hora de volver adonde perteneces —oyó a través del aire cada vez más pastoso, y una risotada siguió a las palabras.
Mientras el azul se volvía de un negro aceitoso, cerrándose sobre él, chispeando con brillantes destellos de color, la risa se fue haciendo cada vez más fuerte, un coro desafinado que se convirtió en la nota única del tono del lobo. La terrible nota resonó a través de él, llenándolo de su brusca resonancia, anulándolo todo menos la interminable vibración, ahogándolo...
19
Una mujer de blanco. Al despertar, Matt se contentó con permanecer inmóvil y verla cómo arreglaba las flores del jarrón que había sobre una mesita de acero inoxidable junto a la pared mientras tarareaba una cancioncilla entre dientes. Volvió a dormirse, arrullado por el firme movimiento de sus manos mientras convertía el resto de las flores en un borrón color pastel, los capullos púrpuras y azules brotando como lánguidos fuegos artificiales de sus largos arcos verdes. Lirios, pensó.
Cuando volvió a despertar, había arcos iris titilando alrededor de una brillante estrella azul en la pared blanca y desnuda. Matt volvió la cabeza sobre la almohada y encontró la ventana. Enmarcado en plata y colgando de una cuerda invisible, un sol de cristal brillaba con los cálidos rayos amarillos del atardecer. Azul en el centro, sus rayos, curvados como lenguas de fuego, estaban hechos de un prisma de cristal que fracturaba la fuerte luz en cometas multicolores sobre la pared blanca. Lenguas de fuego. ¿Dónde las había visto antes? Matt trató de pensar pero estaba demasiado cansado. Aquel simple esfuerzo le hizo quedarse dormido de nuevo.
—Bueno, mira quién está despierto —dijo la enfermera cuando entró en la habitación al día siguiente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Matt, y su propia voz le sonó extraña.
La risa de la enfermera fue tan melodiosa como la canción que estaba canturreando la primera vez que la vio.
—Bueno, parece que ésa es la pregunta del día —dijo ella, volviendo a arreglar las flores del jarrón, sacando las que se habían marchitado durante la noche, con los pétalos agostados y marrones como si hubieran sido pasto del fuego—. ¿Recuerda algo?
Matt negó con la cabeza. Lo último que recordaba era que le había dicho a Charles que volvería. En la conferencia de prensa. Pero ¿cómo había terminado aquí?
—¿Nada?
Matt miró la ventana. El cielo, de un azul vacío, brillaba como hielo derretido.
—No me sorprende. Ingresó con una seria contusión —dijo la enfermera—. Y con un hombro dislocado. Cuando lo trajeron del museo dijeron que se cayó. Agotamiento nervioso es lo que dice su expediente, y lo creo. Estaba horriblemente deshidratado, lo más parecido a una columna de sal. Hay que cambiar esta agua —decidió, alzando el jarrón a la luz—. Ha estado usted trabajando demasiado, estoy segura —continuó, dirigiéndose al lavabo del rincón—. Y no ha cuidado de sí mismo. Nadie lo hace ya. Siempre se están preocupando. ¿Y de qué? De que trabajan demasiado, de eso. Y mírese usted, tan joven. No tiene sentido. Yo me pregunto...
Sonó un fuerte chasquido mientras vaciaba el agua. La enfermera dejó el jarrón y observó el fondo.
—Esto sí que es lo último —dijo, alzando una vara de cristal del tamaño de un colín—. Algunas personas tienen una idea curiosa de lo que es una broma —añadió, depositando la vara en la mesa junto al lavabo, y luego volvió a llenar el jarrón de agua—. Ya está —dijo, echándose atrás para admirar su obra, después de colocar de nuevo las flores y arreglarlas a su gusto—. Durarán otro día más o menos. Ahora déjeme echarle un vistazo.
Matt ladeó la cabeza a un lado y a otro mientras la enfermera palpaba con cuidado las magulladuras de su cuello. Esperanza, decía el nombre de su chapa. Su mano era suave.
—Vaya, vaya... —dijo Esperanza—. Debe de haber sido toda una señora caída. Y según parece, el suelo trató de estrangularlo.
—Tuve un sueño —dijo Matt.
Cigarras, un arroyo, bosques; dibujos y un pincel lleno de pintura, posado sobre una superficie de cobre. ¿Cómo sabía que era cobre? Perplejo, trató de recordar. Chardin... en su mente vio un cuenco con naranjas. No, eran flores, y no era un cuenco sino una vasija de mayólica, amarillas y verdes brillantes bajo un esmalte que brillaba cuando recibía la luz de la ventana. Lirios. ¿Eran los que había visto al despertarse en aquella habitación? No, eran otros. Azul, vio azul... un reflejo en la punta de un cuchillo, tan vívido e intenso como un instante de cielo. Añadamos agua. Miró el jarrón.
—Tuvo un sueño, ¿eh? Usted y todo el mundo —dijo Esperanza con una sonrisa—. Oh, vaya —exclamó entre dientes, mientras le abría la bata—. Esas costillas suyas. ¿Contra qué se cayó? ¿Contra el equipo de los New York Giants?
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó Matt. 
—Una semana.
—¿Una semana?
Parecía imposible. Una semana borrada de su vida, y no tenía ningún recuerdo de ella. Un espacio completamente en blanco, como la tabla de cobre, arreglada y preparada, dispuesta. Blanca. Podía verla, cubierta de plomo blanco, liso y prístino, esperando el boceto. ¿Cómo sabía que era de cobre?
—¿Ha venido alguien a verme? —preguntó, desconectándose de su sueño.
—Su jefe ha estado por aquí varias veces. Llama todos los días. Es un hombre muy simpático. Y la chica también llamó. Desde Japón. —Esperanza recogió la libreta de encima de la mesa—. Sally Thorpe —leyó en voz alta—. Dejó un mensaje. «Bill y yo pensamos en ti. Nos alegra saber que te pondrás bien.» Y le verá en cuanto regrese.
¿Bill? Matt, demasiado cansado todavía para pensar, no tenía ni idea de qué significaba aquello, pero se alegró de saber que Sally estaba bien. Volvió la cabeza sobre la almohada. Había una postal sobre la mesa, una vieja foto en blanco y negro que apenas podía ver. Al estirar la mano para tomarla, se le escapó un gemido.
—Déjeme —dijo Esperanza, y le tendió la postal. Un biplano se alzaba en la arena, las alas blancas contra el cielo gris.
Matt volvió la postal. Estaba en blanco.
—Eso vino con las flores —dijo Esperanza—. El hombre que las trajo no dejó su nombre. Dijo que era un viejo amigo. ¿Músico?
—No.
—Tenía el pelo tan largo que pensé que tal vez era una estrella del rock. Todos se están haciendo viejos. Pero ¿quién no?
—Usted no —respondió Matt.
—¡Qué ricura! También le trajo esto —añadió, señalando el prisma que colgaba en la ventana.
—¿Puedo verlo? —preguntó Matt, consciente de nuevo del leve tirón de reconocimiento mientras la enfermera descolgaba el adorno y se lo tendía. Un sol con lenguas de fuego curvas, no más grande que su palma, hecho de vidrio y plomo, como un panel de vidriera. La cadena era de plata, dobles eslabones finamente entretejidos. Lenguas de fuego, ardiendo silenciosamente. Matt ya había visto este sol, en el studiolo, grabado en los bordes decorativos de los paneles. Cuando Federico era estudiante en Venecia, se unió a una fraternidad de jóvenes que habían asumido la llama como su insignia, para representar cómo ardían de amor. Una compresa. Aunque era liviano, el prisma le resultó demasiado pesado y lo dejó caer sobre las sábanas blancas.
20
Matt dio cuerda al reloj con una pequeña llave de bronce. Cuando hubo acabado, colgó la llave de su gancho al lado del delicado marco. Colocó el cristal sobre las manecillas, silenciando el leve zumbido del mecanismo, y con la vieja bayeta limpió hasta el más mínimo rastro de manchas y huellas en el cristal. Permaneció sentado, con la barbilla apoyada en una mano y los codos sobre las rodillas, observando parpadear las diminutas ruedas a la tenue luz.
—Matt —dijo Charles desde la puerta.
—Hola, Charles —dijo Matt, sin volverse.
—Tengo algo que tal vez te guste ver —dijo Charles, entrando en el despacho—. ¿Te importa si enciendo la luz?
—Por supuesto que no.
Matt colocó el reloj a un lado de la mesa mientras Charles le colocaba delante un paquete. Plano y rectangular, del tamaño de una bandeja grande; los sellos de correo aéreo y los de aduanas casi tapaban la etiqueta. La Fundación Fleigander. Debía de ser de Klein. Matt lo había llamado después de recibir el alta del hospital, pero nadie respondió al teléfono. Eso no fue ninguna respuesta, pues sabía que el científico viajaba frecuentemente, y tenía casas por todas partes. Matt abrió la gruesa tapa de cartón y luego la interior, más ligera, bajo una capa de burbujas de plástico, y sacó un cuadro del lecho de gomaespuma en el que anidaba.
Una golondrina, las alas arqueadas, alzaba el vuelo. El delicado gris del pájaro, los bordes hinchados de las nubes y el extenso azul del cielo detrás, todo tenía la profundidad líquida de las pinturas al óleo, lustroso y esmaltado. Pero no sobre lienzo sino sobre tabla.

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