—¿No te gusta? —preguntó Charles, mientras Matt estudiaba el cuadro.
—Es muy bonito.
—¿Muy bonito? Es el cuadro que falta, el que dijiste que tenía que existir. La serie está completa.
—Sí, lo sé.
—¿Y eso no significa nada para ti?
—Es bueno tenerlos todos juntos.
—No sé qué decir, Matt. Hace casi un mes que volviste. Y lo único que has hecho, por lo que yo sé, es darle cuerda al reloj. ¿Te has levantado siquiera para ver el retrato? No. Creo que no.
Matt tampoco sabía qué decir. ¿Que sus sueños eran más reales que su vida despierto? ¿Que de algún modo se había caído en una pequeña habitación para despertar... dónde? Todo era familiar, exactamente igual, pero era como si nada hubiera existido realmente. Ni siquiera Charles, que estaba de pie ante él. Podía haber sido pintado por Paolo Uccello, pensó Matt, mirándolo. Su barba tenía el tono de plata que usaba Paolo, convertida en gris oscuro por el paso del tiempo, y su figura poseía la misma solidez sin edad, un estudio en perspectiva. Pero no es sólo Charles, pensó. Es todo. Como un cuadro al revés, el mundo a su alrededor perdía lenta, casi imperceptiblemente, color y forma. ¿Y qué era lo que él recordaba? No haberse caído. No recordaba nada. Excepto sus sueños, y el problema con ellos no era recordar, sino escapar de ellos. Tenían todo el color y la viveza, como el cuadro que Charles sostenía...
—Déjame ver eso —dijo Matt, y lo tomó de las manos de Charles. Le dio la vuelta para estudiar el reverso. Las pinturas en reverso, normalmente de un blasón familiar o un lema, eran comunes en las tablas del Quattrocento, y ésta no era diferente. Tres lirios unidos por un lazo de plata, y en el lazo de verdadero ultramarino había inscritas tres palabras: Amor omnia vincit.
Matt contempló las flores. Tocó una de ellas, la pintura suave y entrelazada de pinceladas bajo las yemas de sus dedos. Había sido real. Había sucedido. Eran recuerdos, no sueños, y ahora, libres, volvían en riada, como el sol que diluía la bruma de Gubbio aquella mañana, hacía ya mucho tiempo de eso. Como el sol alzándose sobre las montañas al otro lado de la villa. Vio la mano de Anna, la vio mojar el pincel, descender sobre la tabla. Vio el estudio en el claustro, y la iglesia y el jardín, y la fuente a la luz del sol con la villa encima. Oyó salpicar el agua, y la voz de ella, y recordó qué era lo que le había preguntado la última vez que la vio. Valor, sabiduría, y fe, ¿qué era lo más importante? Tenía la respuesta en la mano. Fe.
Matt pensó en Anna, dando vida día tras día a la pintura, y luego, cuando acabó, dispuesta a empezar una nueva en el dorso, terminando donde lo habían hecho, con las tres sencillas palabras que él le había pedido que recordara. Y lo había hecho, pero fue una victoria vacía, porque él nunca había regresado. Nunca había vuelto de la cacería. La cacería. Una sombra, una hoja plateada y blanca, el mundo girando y oscureciéndose, el sonido del lobo apagándolo todo...
Matt le dio la vuelta al cuadro. Se oyó decirle «lo harás bien», aquella noche, en la oscuridad, y tenía razón. La mano de ella era inconfundible en el gracioso arco del pájaro que remontaba el vuelo, en la delicada sombra de las nubes. Ella había dominado el manejo del óleo.
—Así que esto vino de Klein —dijo Matt.
—Es de la Fundación Fleigander, de Praga.
—Es Klein.
—¿Klein?
—La Fundación —dijo Matt—. Me dijiste que la estableció su familia, o algo así. Vamos, Charles. Klein. Trajo el otro cuadro.
—¿Cuál?
Matt volvió a depositar la tabla en la caja, cuidando de proteger la pintura en el reverso, y se acercó a la pared donde colgaba la serie de pájaros.
—Éste —dijo—. Estabas aquí cuando lo trajo. Viniste a buscar la carpeta del díptico de Duccio, ¿recuerdas? Él estaba de pie ahí mismo.
—Conseguimos ese cuadro en Christie's East, en noviembre pasado —dijo Charles—. Una subasta telefónica, desde mi despacho. Casi se nos escapa.
—Johannes Klein —dijo Matt—. Pagó la restauración del studiolo.
—¿Cuál? ¿El del Papa?
—No.
—¿El de los Urbino?
—El nuestro. El que está abajo. De Gubbio.
Charles apartó la mirada, pero no antes de que Matt pudiera ver la tristeza y preocupación en su rostro.
—No —dijo Matt.
Se puso en pie de un salto, y la silla resbaló tras él. Salió corriendo del despacho y llegó al hueco de la escalera, bajó los escalones de dos en dos, agarrándose al pasamanos mientras giraba en el aire en la curva y cruzaba volando los tres últimos peldaños. Al atravesar la puerta, casi derribó a dos visitantes en su prisa por llegar a la pequeña galería. Se detuvo en seco al entrar.
Un guardia que lo había visto desde la otra galería llegó corriendo, levantando el brazo.
—Espere, señor. Oh, señor O'Brien —dijo, al ver quién era—. ¿Puedo ayudarle?
—Aquí dentro no hay nada —dijo Matt liberando su brazo y acercándose a la pared desnuda de yeso blanco. No había pilastras, ni puertas de roble talladas, ningún elaborado dintel con la Jarretera inscrita...
—Señor...
Matt retrocedió lentamente. Anna. Se dio la vuelta y salió corriendo de la sala. El guardia lo siguió hasta la puerta y sacó una radio. La multitud de escolares que visitaba la sala de armaduras se apartó del camino de Matt como palomas en la acera. Matt subió las escaleras, pasó ante los instrumentos musicales, dejó atrás los silenciosos teclados, y atravesó las galerías una tras otra hasta llegar a la que estaba buscando. Se detuvo en la puerta, jadeando por el esfuerzo. Anna. Todavía estaba allí. Se apoyó contra la pared, casi abrumado por la oleada de alivio que lo invadía, y alzó la mano hacia los dos guardias que corrían hacia él, con las radios chirriando.
—Estoy bien —dijo—. No es nada.
¿Cuántas veces la había visto así? Su rostro estaba vuelto hacia un grupito de visitantes que le daban la espalda a Matt mientras trataban de leer la copiosa información que había en la pared, y él pensó en cómo la había encontrado, saludando a unos amigos de su marido que venían de Venecia e iban camino de Roma.
Matt salió del museo, atravesando las altas puertas de cristal, y se detuvo en lo alto de las amplias escalinatas del museo. La Quinta Avenida se extendía ante él, los oscuros edificios alzándose en medio de la bruma y la lluvia. Así que había vuelto. Después de todo no había sido un sueño, ni tampoco lo había sido el studiolo. Lo recordaba perfectamente, podía verlo, podía verse a sí mismo allí de pie. Había sucedido algo, no sabía qué, pero no se podía negar que había estado allí dentro. Y el sol (el verdadero sol de Umbría), podía sentirlo calentándole el dorso de la mano, moldeando las venas y líneas en un mapa del nuevo mundo.
—Ercole...
Pudo oír la voz, los cascos resonando en las piedras del pavimento. Y luego abrió la puerta y entró en la biblioteca. La biblioteca del gran duque Federico da Montefeltro... Klein. Klein lo sabría. Podría haber desaparecido de la mente de Charles, pero existía para Matt, tan real como el studiolo. Pero el studiolo había desaparecido...
—Discúlpeme.
Matt alzó la cabeza y vio un hombre que se acercaba. En su rostro grande y amistoso había una expresión de disculpa. Tras él pudo ver a su familia, sonriendo. Después de cinco años en Nueva York, Matt reconoció la expresión: habían descubierto a una celebridad. Miró alrededor para ver quién era.
—Lamento molestarle —le dijo el hombre.
Matt lo miró, completamente sorprendido.
—Usted es el tipo... —El hombre desplegó la revista que llevaba en la mano y se la ofreció a Matt, quien vio su propio rostro bajo una imagen más grande de Anna, junto al titular «Perdida y encontrada»—. Sólo queríamos que supiera lo impresionados que estamos.
Matt notó que le daban un apretón de manos mientras una cámara de fotos soltaba un clic, un destello brillante en medio de la lluvia gris.
—¿Le importa? —preguntó el hombre, sacando un bolígrafo.
Matt tomó el bolígrafo, sintiéndose algo ridículo. Una pareja que se encaminaba hacia la puerta le dirigió una rápida mirada, tratando de situarlo, convirtiendo lo ridículo en absurdo. Matt dobló la revista y, a punto de estampar su firma, se detuvo, pensó, y luego escribió una breve dedicatoria antes de devolver la revista y el bolígrafo.
—Amor omnia vincit —leyó el hombre en voz alta.
—¿Y eso qué significa? —preguntó uno de los niños.
—Vincit —dijo su padre—, da Vinci. Es algo que tiene que ver con Leonardo —añadió, mirando a Matt para buscar su confirmación.
—Tiene razón —dijo Matt. Y era cierto, pensó, bajando los escalones, aunque no en el sentido en que lo había dicho. Había muchas maneras de tener razón. La cita era de la Eneida, pero Leonardo, al probar una nueva pluma, había escrito el dicho muchas veces en la esquina superior de sus cuadernos. «Decidme si se ha hecho algo», escribió también, más tarde en su vida. «Decidme si se ha hecho algo.» Encontraré a Klein, pensó Matt. Y regresaré para la cacería.
21
Salió del metro, recorrió una manzana, bajó la cuesta... ¿cuántas veces había hecho el mismo camino? Al doblar la esquina vio el río, gris oscuro bajo el cielo nublado, con Nueva Jersey detrás, del color del tubo de escape de un coche. Flanqueado por el granito gastado, la pura simpleza del edificio de apartamentos de Klein destacaba como un destructor entre una flota de transatlánticos, arrinconado al final de la gran era de los viajes marítimos. El vestíbulo, elegantes cristales y mármol pulido y reluciente, le resultó confortablemente familiar.
—He venido a ver al señor Klein —le dijo Matt al portero, a quien reconoció de sus visitas anteriores. ¿Cómo se llamaba? Trató de recordarlo—. ¿Está en casa?
—¿Quién?
— Klein. 17F, el ático.
—Se ha equivocado de dirección.
—Klein —repitió Matt—. 17F.
—Aquí no hay nadie con ese nombre.
—Eso es imposible —dijo Matt—. Estuve aquí hace tan sólo unas semanas. Entonces se habrá mudado —añadió, cuando vio que el portero guardaba silencio—. ¿Puede darme su nueva dirección? Doctor Johannes Klein.
—Tendrá que hablar con el encargado del edificio.
—De acuerdo.
—Pero no está aquí.
—¿Hay un número donde pueda encontrarlo?
—Sí. Espere. —El hombre entró en la pequeña portería. Matt lo siguió, esperando en la puerta mientras el hombre escribía la información.
—¿De dónde ha sacado esa foto? —preguntó Matt.
—¿Cuál? —respondió el hombre, mirando la pared. El biplano se alzaba en la playa, contemplado por una figura solitaria que se inclinaba hacia delante con la mano extendida—. Por lo que sé, siempre ha estado ahí.
—Se la compro —dijo Matt, sacando la cartera—. Tome —le ofreció todo el dinero que tenía.
—Lárguese de aquí —dijo el hombre— . ¿Está chalado?
—Mire, doscientos dólares —dijo Matt, contando los billetes—. Es sólo una foto. Usted ni siquiera sabía que estaba ahí. ¿Quién va a echarla de menos?
El hombre vaciló y acabó por aceptar los billetes.
Matt se quedó con la foto. Era del apartamento de Klein. Recordaba el marco, colgado en el pasillo, junto a la foto del miliciano de la guerra civil española y la extraña serie de formas, la impresión salina de Faraday.
—No me recuerda, ¿verdad? —preguntó en la salida, cuando ya se iba.
—No. Eh... —añadió el hombre.
Matt se dio la vuelta.
—No hay ningún 17F. El edificio sólo tiene dieciséis plantas.
En la primera planta del palacio ducal de Gubbio, en la esquina sureste, había una pequeña sala irregular, poco más grande que un armario. Matt la había visto, había entrado en ella, había echado un rápido vistazo a las paredes desnudas. El suelo de terrazo era todo lo que recordaba del studiolo, pero la habitación seguía allí, como estaba en el plano del palazzo que ahora aparecía en la pantalla del ordenador. Matt abrió el escaneo que había hecho de un texto de física. Era la misma serie de doce formas que había visto en el apartamento de Klein, la impresión salina de los campos magnéticos de perturbación de Faraday. La sexta era la que quería, a mitad de la página. «Faraday», había dicho Klein cuando Matt le preguntó, había tenido en el campo de la física el mismo impacto transformacional que el uso del óleo en la pintura del Quattrocento. Pudo ver la copia colgada en la pared, y en medio un hombre, observando un avión en equilibrio entre dos mundos, y otra en el momento de la muerte. Transformaciones y campos de fuerza. Y una serie de pinturas, de la témpera al óleo.
Matt rodeó la forma irregular y luego, tras pulsar el ratón, la colocó en el plano del suelo del palazzo. Tras un breve instante la imagen doble desapareció, mezclándose con el contorno de la habitación que había contenido el studiolo, y dejando el borde espinoso que había advertido la primera vez que vio la foto de las formas en el apartamento de Klein. Sabía, por el texto, que estaba hecho de recortes de hierro sobre papel, mostrando los campos de fuerza de los imanes de debajo. Al recordar la vibración que sintió en su interior, justo antes del sonido del tono del lobo y su pérdida de conciencia, se preguntó si por eso había restaurado Klein la habitación, para recrear el campo de fuerza. No podía haber sido sólo para verla: Charles le habría mostrado alegremente los paneles almacenados.
Un campo, pero ¿generado cómo? No podía haber sido desde el suelo, alguna fuente en las profundidades de la colina bajo el palazzo, pues Matt lo había sentido resonar a través de él cuando estaba en la planta principal del Museo Metropolitan, al otro lado del mundo. Tenían que ser los paneles. Pero ¿cómo? Los había visto desmontados en las mesas del taller. La habitación no era más que paneles de madera, pegados y sujetos por clavos. Clavos de hierro, pensó. Forjados a mano, miles de clavos. Cuadrados, con cabezas planas, cada uno con las marcas de un martillo. Y podía ver como si fuera ayer a Charles tomando uno, y a todos los demás levantándose de la caja, pegados unos a otro como escarabajos azules enganchados a una cesta... imantados.
¿Pero lo suficiente para crear un campo magnético? La vibración que había sentido era abrumadora, como ser golpeado por una ola. Una ola, una onda, pensó, recordando a Klein mientras contemplaba la serie de golondrinas: pájaros cuánticos, había dicho; un pájaro en el cielo, como el colapsar de una onda cuántica.