Quattrocento (19 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—Y la música.
—¿La música? —rió Anna—. ¿Entonces por qué no también en la danza? ¿O la poesía? Hay sonido, os lo garantizo. La fuente. Y los pájaros, y la brisa. Supongo que se podía decir que son musicales.
—No, lo digo de manera literal. Ideas musicales, expresadas visualmente. Tema y armonía.
—¿Armonía?
Matt pensó rápidamente. ¿Se había inventado la armonía ya? Trató de recordar, pero la historia de la música era una materia donde su conocimiento era, como mínimo, nebuloso. Polifonía. Pergolesi. Sabía cómo sucedió, más o menos, pero no cuándo.
—Varias voces funcionando de manera independiente y juntas al mismo tiempo. Pero en lo que estoy pensando sobre todo es en el elemento añadido del tiempo. La pintura es bidimensional, la escultura, tridimensional, y la música, tetradimensional. Sin embargo, en un jardín el tiempo se despliega tan despacio que no se puede ver cómo ocurre. Sólo pueden apreciarse, después, los efectos acumulativos.
—Pero la pintura y la escultura tienen también ese elemento temporal. Al menos las que salen bien. Es la sensación de antes y después, de un momento detenido en el tiempo. O el tiempo suspendido. Es muy elusivo, lo más difícil de capturar. Y me temo que tampoco lo he descrito bien.
—No, lo habéis hecho perfectamente. —Él quiso decirle que también lo había logrado en el cuadro de la gaviota que había visto en su estudio secreto —. Conozco las flores gracias a la pintura —dijo—. Su simbolismo, quiero decir. Si no se sabe eso, se pierde mucho de lo que hay en los cuadros...
Estuvo a punto de decir en los cuadros de la época, pero se contuvo a tiempo.
—¿Por qué de entre todas las cosas es la pintura la que tiene tanto significado dentro?
—La pura belleza debe tener algún significado. De lo contrario sería tan aterrador como el mal puro.
La pura belleza, pensó Matt —consciente de que Anna estaba sentada a su lado—, es un prisma que refracta lo que hay dentro. Es esa sensación de tiempo suspendido de la que ella habla, de lo que había antes y de lo que hay por delante y todo lo que ella es ahora.
—No son completamente de este mundo, es cierto —dijo Matt—. Se encuentran en algún lugar intermedio... son un eslabón, una conexión con un mundo superior. Como el momento entre el sueño y la vigilia.
Se oyó la infantil voz de Orlando en el jardín de más abajo. El niño apareció, con el pelo enmarañado y las mejillas coloradas, y corrió detrás de Anna para esconderse en el seto, su jubón verde fundiéndose con el tupido follaje. Cosimo apareció entre los matorrales y se acercó a donde estaban Anna y Matt.
—Buenos días, contessa —dijo.
—Buenos días, Cosimo.
—¿Habéis visto...? —empezó a decir, pero se detuvo al oír la risa de Orlando, que salió corriendo por el otro lado del seto. Cosimo lo siguió como un relámpago, desparramando la grava que pisaba mientras desaparecía por la esquina.
—Un joven interesante este Matteo O'Brien, compuesto de todas las cosas que no es —dijo Anna—. Conocéis un halcón zahareño, y sin embargo no practicáis la cetrería. Conocéis los secretos de los pintores holandeses lo bastante bien como para decir que no son secretos, y sin embargo no sois pintor. Entendéis de flores más que mi propio jardinero, y sin embargo no sois jardinero. ¿Hay algo más que no seáis?
—Marido —replicó Matt.
—Y no estáis en casa. ¿Tenéis un hogar?
—¿Quién no tiene un hogar?
—¿Y dónde está el vuestro?
—En una isla muy lejana. Haría falta mucho tiempo para llegar hasta ella.
—Decidme cómo es.
Matt pensó por dónde empezar.
—Bueno, antes que nada...
—Esperad —le interrumpió Anna—. Tengo una idea mejor.
—¿Y cuál puede ser?
—Sois un maestro de poesía —dijo Anna, posando la mano en el libro que él tenía olvidado en la mano—. Leedme uno de vuestros propios poemas. Es la mejor manera de conocer una tierra extranjera, ¿no os parece?
—Pero yo no soy...
—Poeta, lo sé. Entonces, si no un poema vuestro, que sea de vuestra tierra.
Matt trató de recordar un poema. Le pareció irónico que los únicos que hubiera estudiado fueran los que ella también conocía: Dante, Petrarca, Boccaccio, y los sonetos de Lorenzo el Magnífico. ¿Pero de su propia tierra? Sólo pudo recordar uno, pero de hacía tanto tiempo que apenas lo conservaba en la memoria.
—«Era la atardeceria» —dijo Matt. 
Anna esperó a que continuara.
—«Era la atardeceria. Y los fleximosos tovos vuelteaban y taladreaban en el vadeadero. Misebilostres estaban los borogrovos...» —continuó. Al llegar al último verso él mismo se sorprendió de haberlo recordado todo.
—¿Qué significa?
—Significa... Es difícil de encontrar las palabras. Algunas cosas no se pueden traducir. 
—Me gusta. En cierto modo es divertido. El sonido, no importa lo que signifique. No tenéis un alfiler.
—Sí, pero no lo llevo encima —respondió Matt.
—¿Y cuál es vuestro emblema? ¿Un... borogrovo? ¿Qué es eso?
—Es una golondrina.
—¿Y qué simboliza? ¿Sois una autoridad no sólo en flores sino además en pájaros?
—Sólo sé lo que significa el mío. Amor y amistad.
—Creía que simbolizaban la libertad —dijo Anna—. ¿Alguna vez habéis...? —hizo una pausa al oír ruido de botas por el sendero de grava.
Leandro se acercó a ellos, hizo una reverencia a Anna y dirigió un levísimo saludo de cabeza en dirección a Matt.
—Leandro —lo saludó Anna—. ¿Hubo suerte?
—¿Suerte? —replicó él—. Era una cacería, no una partida de cartas. Un hermoso ciervo. Un disparo certero. Los perros acabaron con él.
—Pobre Acteón —dijo Matt.
Anna se echó a reír. Leandro dirigió a Matt una mirada penetrante.
—Estabais a punto de preguntarme si yo alguna vez... —preguntó Matt.
—Se me ha ido de la cabeza —respondió Anna—. ¿Es la hora? —le preguntó a Leandro— . Si nos excusáis —le dijo a Matt, que respondió con una reverencia.
—Cuando camina, toda envuelta en flores —dijo Matt en voz alta, para sí, viendo cómo doblaban la esquina y desaparecían tras las jirafas del seto—. Como si ocultara una piedra en la hierba.
16
Pintada sobre azurita aplastada, la mínima cantidad de ultramarino podía cundir muchísimo. Matt sabía que el truco consistía en usarlo como si fuera cola, aunque el resto del cuadro se hiciera con témpera u óleo. Eso hacía que el azul resultara más vivo. Los lirios resplandecerían: Matt podía verlos ya, en un jarrón de mayólica. La resina de cobre vendría bien para el verde, si la usaba correctamente. No era un color estable, pues con el tiempo se difuminaba hasta volverse de un profundo marrón rojizo, pero con el verde tierra debajo, el efecto era maravilloso. Sobre negro, como habían hecho la mayoría de los pintores italianos, era un desastre. ¿Pero a quién le importaban los efectos del tiempo? Lo que importaba ahora era cuando Anna podría verlo, cuando el color era fresco y vibrante y tan claro como un estanque en el bosque.
Lo que realmente necesitaba era el ultramarino. Anna no echaría de menos la exigua cantidad que había untado sobre la fina espátula, pensó; y además no se lo estaba quitando, consideró mientras lo colocaba con cuidado en el frasquito. Se lo devolvería en un cuadro terminado. Cerró el frasco y se lo guardó en el bolsillo. ¿Algo más, ya que estaba allí? No. Las tablas eran tentadoras: prepararlas requería una semana de arduo trabajo... pero de todos modos iba a pintar sobre cobre. Había pensado en utilizar lienzo, pero lo que quería hacer era pequeño, casi una miniatura. Era sólo para ella. Y la profundidad de color, la luminosidad del óleo sobre el cobre... podía verlo mentalmente, las flores de la maceta en el estante contra una pared blanca, junto a una ventana no mostrada. Chardin. Pero no Chardin: lo que veía no era un cuadro sino tres finos tallos, entrecruzados, un capullo arqueado hacia la ventana (¿cuál? ¿valor, sabiduría, o fe?), los otros dos parcialmente en sombras. No podía esperar a coger los pinceles, a untarlos de pintura, a sentirlos esparcirse sobre el fondo, un arco iris disuelto y reformado en lirios, un ramillete de color derretido en óleo, centelleante al sol de la tarde.
Se detuvo para echar una rápida ojeada a la golondrina. Estaba casi terminada, el bajo vientre redondeado, las finas plumas apenas sugeridas con las precisas pinceladas de la témpera construyendo lentamente capa tras capa. El pájaro cobraba vida, volando contra el cielo. Las nubes, parecidas a manchas de crema batida, sin ningún sentido todavía de su ingrávida solidez, aún no estaban bien definidas. No era fácil de lograr, pero Anna lo había conseguido en los cuadros anteriores, mejor en el segundo que en el primero.
Matt depositó el cuadro en el banco, ladeado como estaba, y echó un vistazo en derredor para asegurarse de que no dejaba huellas de su visita. Consciente de lo tarde que era, más de mediodía ya, recorrió a toda prisa el pasadizo y entró en la iglesia, ansioso por marcharse de allí antes de que Anna apareciera como todos los días. A la mitad de la nave se detuvo, al oír el delator chirrido de la puerta. La fina rendija de luz se fue ensanchando hasta convertirse en una grieta blanca que empezó a ser erosionada lentamente por el eclipse de una sombra, una persona a quien todavía no podía ver. Sin detenerse a pensar, Matt corrió al fondo de la nave, esquivando el altar e internándose en la negrura tras la puertecita baja que conducía al sótano de la vieja iglesia. Mientras trataba de refrenar los latidos de su corazón, intentó escuchar. Se apoyó con las manos en la pared para conservar el equilibrio sobre los estrechos escalones que se curvaban hacia la oscuridad de abajo, y en cambio encontró una pared de piedra con una superficie extrañamente curva, lisa, redondeada y fría bajo sus dedos. Había otra al lado, y otra más; una fila entera, como los bolos de un pasamanos, del tamaño de melones. Extendió más la mano y encontró un borde serrado. Dientes. Y al lado, una finísima pelusa de calor y piel que resbaló de su mano con un chirrido furioso y un golpeteo de patas diminutas. Un cráneo cayó del estante, explotando en los escalones como una granada espectral, pero para cuando el choque se produjo, Matt ya no estaba allí.
Regresó a la nave, resbaló en el suelo de piedra y tropezó contra la pared. Se encogió, la cara contra la fría piedra, los ojos cerrados. Ratas. ¡Dios, cómo odiaba las ratas! Aquélla le había subido por el brazo, había sentido sus zarpas. Podría haberle mordido. Ratas. Ratas enormes y medievales, con el pelo áspero, los dientes amarillos y el odio marcado en sus ojillos rojos y malévolos. ¡Quién sabía qué clase de terribles enfermedades transmitían! Se examinó el brazo a la luz. Estaba bien. No había desgarrado la piel. Viviría. Contuvo un suspiro de alivio, se apartó de la pared y se giró. Dio un salto atrás, sofocando otra exclamación. Anna, acompañada de Francesca, estaba junto a la puerta del claustro, con expresión sorprendida.
—Ratas —dijo él—. Aquí no hay nada más. Una catacumba. Cráneos. Nada de interés.
Las dos mujeres siguieron mirándolo como si se acabara de caer del mismo cielo.
—Me dijeron que aquí había unos frescos de Masaccio —dijo Matt.
—¿Aquí abajo? —preguntó Anna, mirando los estrechos escalones que desaparecían en la oscuridad.
—Me equivoqué al salir. Ya tendría que estar de vuelta —añadió él, y con una reverencia empezó a marcharse. Al moverse, el frasco de ultramarino, liberado por el golpe contra la pared, resbaló de su bolsillo, y se rompió contra el suelo, casi sin hacer ruido, en una diminuta constelación de chispeantes añicos y brillante azul. Los tres lo miraron, Francesca asomada para ver más allá de la ancha falda de Anna. Matt y Anna alzaron la cabeza al mismo tiempo, y sus miradas se encontraron.
—Funciona mejor en pequeña cantidad —dijo él.
—Ahí no funciona nada —replicó ella—. Venid —añadió con un suspiro. Matt la siguió, con Francesca detrás, hasta su taller más allá del claustro. Anna tomó el frasquito de ultramarino y la fina espátula y se los tendió a Matt.
—Vuestras preguntas sobre pintura me hicieron pensar —dijo él cuando volvió con el frasquito y lo depositó en el banco junto a ella. Anna agitaba uno de los cuencos de témpera, y el líquido verde brillaba en el blanco plato de cerámica—. Llevo mucho tiempo sin utilizar un pincel, y pensé que podía intentarlo.
—Creía que no erais un artista —dijo ella.
—Había olvidado que lo soy —respondió él.
—¿Quién os habló de esos supuestos frescos? —preguntó ella—. Ya veo —añadió, al ver la rápida mirada que él dirigía a Francesca—. ¿Dónde pretendíais pintar?
—En mi cuarto —respondió Matt—. Es una pintura muy pequeña. Nadie se daría cuenta.
—No —dijo Anna—. Eso no valdrá. —Pensó un instante, removiendo la pintura. Limpió el palo y se dirigió al siguiente cuenco, de un verde más pálido—. Si vais a pintar, será mejor que lo hagáis aquí —anunció.
—Pero... —empezó a decir Francesca.
—Gracias, Francesca —dijo Anna—. Eso será todo.
—¿Necesitáis algo? —preguntó Anna al día siguiente, alzando la cabeza de la tabla mientras extendía la mano para volver a mojar el pincel con un azul tan pálido como un huevo de petirrojo.
—Papel —respondió Matt, mirando alrededor—. Quería hacer unos bocetos.
—Por allí —le indicó ella, señalando con la punta del pincel un cofre que había contra la pared—. En el segundo cajón —dijo, devolviendo su atención a la tabla mientras dibujaba con rapidez y destreza los contornos de las alas de la golondrina.
Matt estaba a punto de cerrar el cajón superior cuando parte de un dibujo atrajo su atención. Abrió del todo el cajón para ver el resto, una serie de rápidos bocetos rodeando un estudio terminado de un ángel. No un ángel cualquiera, sino el más famoso del Renacimiento: el guardián del Paraíso de Masaccio, el de la capilla Brancacci de la iglesia del Carmine en Florencia. Espada en mano, presidía la expulsión de Adán y Eva del Edén, impasible, mientras contemplaba la marcha de las dos figuras apenadas.
—¿Lo encontrasteis? —preguntó Anna, alzando de nuevo la cabeza—. En el otro cajón —dijo. Como Matt no respondió, se acercó a ver qué había capturado su atención.

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