Quattrocento (15 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—Es una idea inteligente —dijo el duque.
—El coste es demasiado grande —replicó Leandro—. No merece la pena. Multiplicadlo por varios miles. Perdemos más hombres a la antigua usanza, ¿y qué? Los hombres son baratos y fáciles de sustituir. Hay mejores formas de conseguir ventaja. Estamos perdiendo el tiempo. Acabemos con esto.
Tomasso corrió hacia el edificio al tiempo que Leandro se marchaba, charlando con el duque.
—Eso ha sido fascinante —le dijo Matt a Rodrigo— , pero estoy muerto de hambre. ¿No vamos a llegar tarde al almuerzo?
—¿Qué almuerzo? —preguntó Rodrigo.
—En la villa.
—¿La villa? ¿Por qué os preocupa tanto la villa? 
—No quiero parecer rudo. ¿No nos están esperando? 
—No. Trajimos comida, ¿recordáis?
Apareció entonces un tiro de caballos arrastrando un pesado carruaje con un largo cañón de bronce montado encima. El grupo se acercó al cañón mientras el conductor desenganchaba a los caballos y se los llevaba. El cañón, bajo y grueso, de bronce forjado, tenía unos tres metros de longitud. Entre los grabados florales del final podía verse el emblema de Carlos V, el rey de Francia.
—¿Dónde habéis conseguido esto? —preguntó el duque.
—No fue fácil —respondió Leandro—. Y resultó costoso. Los fabrican a montones para Carlos.
—Esta cosa es demasiado pequeña para hacer estragos en una muralla —dijo el duque, sin mostrar ninguna admiración—. Las balas rebotarían.
—Es un cañón de campo. Y podéis ver lo manejable que es: tan ligero que podemos usar caballos en vez de bueyes, así que puede viajar con el ejército. Y mirad esto —dijo señalando la parte trasera del cañón, que estaba apoyada en una cuña—. Poniéndola o quitándola, se puede alzar o bajar. Y disparar donde queráis, cerca o lejos.
Dos hombres trajeron la caja cerrada que Rodrigo había guardado tan celosamente.
—¡Ajá! —exclamó Tomasso. Soltó la tapa y volcó la caja. Después fue retirando puñados de paja hasta que aparecieron a la vista las formas redondas de seis balas de bronce. Recogió una con cuidado, con una expresión de reverencia en la cara, como si sostuviera un cáliz de oro—. El sellado es perfecto —dijo, siguiendo la banda de hierro que dividía la pulida bola—. Y esto es la mecha —añadió, tocando la cuerda que se extendía como una diminuta cuerda vestigial de un pequeño tubo de hierro en el lado—. ¡Gracias, deo gracias! —exclamó, y colocó con cuidado la bala en la caja.
Al oír mugidos, Matt se volvió a ver cómo traían a la ternera, la armadura castañeando, al otro lado del prado, donde la dejaron en medio del rebaño de cabras. Tomasso cargó la pólvora y la estopa en el cañón, y después la bala, que metió hasta el fondo con una vara especial que tenía un afilado extremo. Corrió a la parte trasera del cañón y empezó a amartillar la cuña con grandes golpes de maza, deteniéndose de vez en cuando para apuntar el cañón. Golpeó unas cuantas veces más y arrojó la maza a un lado.
—Todo preparado —anunció, tomando la mecha lenta de un ayudante, la larga cuerda que chisporroteaba y siseaba en su mano como los rizos de una Medusa.
Matt siguió a Rodrigo y a los demás mientras se retiraban a distancia segura. Observaron el prado, donde las cabras mordisqueaban tranquilamente la hierba. Una de ellas perseguía a otra alrededor de la ternera blindada que permanecía clavada en el suelo, con las patas abiertas.
Tomasso acercó la mecha a la culata del cañón. El arma dio un salto atrás con un fuerte bramido, enviando un chorro de humo blanco que parecía extrañamente pacífico, como la nube surgida del sueño de un niño. Matt siguió con la mirada la bala redonda mientras navegaba en una perezosa trayectoria y cruzaba el prado para aterrizar cerca del ganado que estaba pastando. Rebotó como una pelota errante, fue dando pequeños saltos y rodó por tierra hasta los animales, deteniéndose por fin. La vaquilla ladeó la cabeza, emitiendo un vacilante mugido. Se hizo de nuevo el silencio mientras el geiser de humo del cañón se dispersaba con la leve brisa.
—Bueno... —empezó a decir el duque, pero de pronto fue interrumpido por un estampido y un brillante destello de rojo y amarillo. Los animales cayeron todos a la vez, como obedeciendo una orden, dejando sólo a una cabra en pie que corría en círculos y balaba lastimeramente mientras tropezaba con una compañera muerta.
—¡Albricias, aleluya! —gritó Tomasso, dando saltos de alegría.
—Mirad la granada —dijo Rodrigo al duque—. Una vaina hueca rellena de pólvora y balas, como la misma fruta.
—Una armadura no es ninguna defensa —dijo Leandro—. ¿Qué clase de alcance podemos conseguir con esto?
—Os lo mostraré —dijo Tomasso, que se había reunido con ellos. Corrió al cañón y, tras abrir una caja diferente, empezó a medir la pólvora.
—Pensad en veinte de estos cañones alineados en el campo de batalla —le estaba diciendo Leandro al duque—. Como tener cinco mil hombres de más. Y el efecto sobre el enemigo... correrán como conejos asustados.
—Eso costaría una fortuna —replicó el duque.
—No podemos permitirnos no emplearlos. Si Carlos los tiene y nosotros no, estamos acabados.
Matt observó a Rodrigo, que había ido a ayudar a Tomasso a cargar el cañón. Parecían mantener algún desacuerdo, pues el jubón amarillo de Tomasso se agitaba más que de costumbre.
—Está en Francia —dijo el duque.
—¿Creéis que se quedará allí? —preguntó Leandro. Rodrigo se reunió con ellos.
—Está preparado. Por aquí —dijo, dirigiéndose rápidamente tras la pared de piedra de un pequeño cobertizo.
—No podemos ver —protestó el duque, y trató de asomarse. 
—Veremos lo suficiente —replicó Rodrigo, firme en su puesto.
—¡Preparado! —gritó Tomasso desde lejos.
Hubo una pausa, seguida del estampido de la descarga del cañón, y luego una enorme salva como un trueno en el cielo vacío. El grupo intercambió miradas de inquietud mientras otra traca de explosiones resonaba en rápida sucesión, como una ristra de fuegos artificiales.
—¡Maldición! —exclamó Rodrigo, asomándose a la esquina del cobertizo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el duque.
—Le dije que no usara pólvora en grano —replicó Rodrigo. Los demás fueron tras él y se detuvieron al ver lo que quedaba del cañón: unos pocos trozos de bronce ennegrecido y los restos quemados del carruaje de madera. La caja de balas había desaparecido. Tomasso no aparecía por ninguna parte— . Es demasiado potente, pero no quiso escucharme —añadió Rodrigo.
—¡Rodrigo! —aulló Leandro, los duros ángulos de su cara afilados por la ira—. ¿Tenéis idea de lo que cuesta esta cosa?
—¿Y qué pude hacer yo? Él es el armero, no yo —replicó Rodrigo—. Lo era, quiero decir.
El sacerdote se persignó repetidas veces mientras los ayudantes, que habían salido corriendo del cobertizo tras la explosión, empezaban a examinar cuidadosamente la zona, cubierta de restos humeantes.
—Tendríamos que reunimos con la partida de caza —le dijo Leandro al duque, ignorando la destrucción del cañón.
Uno de los soldados estaba sentado sobre la hierba, los ojos vidriosos, mientras le vendaban la cabeza, la sangre secándose en una gruesa abertura de su cuello. Rodrigo se detuvo y recogió un brazo, todavía en su manga amarilla, y lo envolvió en su capa.
—Hemos vuelto a territorio florentino —anunció Rodrigo mientras sus caballos vadeaban el estrecho arroyo y alcanzaban la otra orilla.
—No sabía que lo hubiéramos abandonado —replicó Matt, siguiéndolo de cerca.
—Estábamos en el territorio del duque, el ducado de Urbino. Su molino de pólvora está justo en la frontera. Ése es un motivo por el que le gusta visitar a su viejo amigo el conde. Por esto Leandro está tan interesado en la condesa; sus tierras darían a los Montefeltro una entrada en territorio florentino. El dinero tampoco viene mal. Con el banco del conde podría comprar más cañones de los que podría usar jamás.
—Eso es algo muy frío y calculador. ¿Creéis que ella lo sabe?
—¿Qué os hace pensar que ella no tiene objetivos propios? —preguntó Rodrigo—. Ser la duquesa de Urbino supondría un gran avance para su familia. Y dudo que Leandro se detenga ahí. Es ambicioso. ¿Sabéis qué usa a modo de almohada?
—La Ilíada —replicó Matt, por decir algo. Fue lo único que se le ocurrió que podría usar alguien en lugar de almohada. Parte del mito de Alejandro Magno era que dormía con su ejemplar de Homero.
—Sí. ¿Cómo lo sabíais?
—No lo sabía. Estaba bromeando. ¿Lo decís en serio?
—Alejandro es su ídolo. El joven guerrero que salió de las montañas negras y conquistó el mundo. Siempre recelo del obvio paralelismo. Con más frecuencia de la necesaria es un intento de hacer que todo lo nuevo encaje en el patrón de la experiencia. La piedra filosofal invertida, podríamos decir, transmutando el oro de lo extraño y nuevo en el plomo de lo familiar. Pero Leandro me hace pensar en Alejandro, y en Constantinopla.
—¿Constantinopla? —se extrañó Matt—. No sabía que Alejandro hubiera estado allí.
—¿Cómo pudo estarlo? —preguntó Rodrigo, dirigiendo a Matt una extraña mirada—. En aquellos tiempos no existía.
—Lo sé —dijo Matt, aliviado de que la historia, al menos la principal, fuera tal como él la recordaba.
—Estaba pensando en la caída de la ciudad.
—¿Cómo es eso? —preguntó Matt. Recordó que la ciudad, santa entre las santas, centro del imperio desde tiempo inmemorial, había caído ante los turcos sólo unas décadas antes.
—Se pensaba que la ciudad era inexpugnable, pero los cañones del sultán la redujeron en sólo un mes. Los días de la ciudad fortificada terminaron allí mismo. Las guerras se vencen en el campo de batalla. Tomar la ciudad es ahora cuestión de obligar a abrir la caja fuerte para conseguir el tesoro. Todo el mundo lo sabe. Federico lo sabe... cumplió treinta y un años ese año. Pero Leandro nació un año después de que cayera la ciudad. Y ésa es la diferencia. Para él, las cosas siempre han sido así. ¿Los habéis oído hoy? El duque vio el cañón y de inmediato pensó si sería efectivo contra las fortificaciones. No puede dejar de pensar de esa forma. Pero a Leandro ni siquiera se le pasó por la cabeza. ¿Cómo tuvo éxito Alejandro? Movilidad. Fue en el campo de Issus y Gaugamela donde desafió a Darío, mucho antes de llegar a las murallas de Susa y Persépolis. Leandro lo comprende de modo innato. No es algo que tuviera que aprender. Así es el mundo.
—Puedo ver otra similitud. Alejandro tenía una visión del mundo que se extendía más allá de los confines de Grecia. Me pareció interesante que Leandro vea a Carlos como la principal amenaza. No Milán ni Venecia.
—Eso es cierto —dijo Rodrigo—. ¿Qué ocurre? —preguntó tras unos instantes de silencio.
—Nada —replicó Matt. —Algo os preocupa.
—Alejandro conquistó el mundo, ¿pero a qué precio? —preguntó Matt—. Grandes ciudades arrasadas, civilizaciones destruidas, y nada en pie. Y si mal no recuerdo, lo primero que hizo Mahomed después de hacerse con Constantinopla fue ahogar a su hermano menor y casar a su madre con un esclavo. Todavía es el sultán, ¿no?
—Sí —respondió Rodrigo.
Los dos hombres se detuvieron para descansar un poco cuando vieron la villa en las alturas. Rodrigo bebió de un odre de cuero y luego lo pasó. El vino, muy diluido y mezclado con miel, tenía un sabor dulzón que Matt encontró refrescante a pesar de que estaba caliente. El sol se hallaba en lo alto, absorbiendo todo el color de las edificaciones desiertas y de los campos, envolviéndolos en una bruma blanca de calor seco.
—Siempre se rumoreó que Federico tuvo que ver en la muerte de su hermano —observó Matt.
Rodrigo miró hacia su escolta, pero los soldados estaban lejos y no podían oírlos.
—Su hermano era un animal —replicó—. Violaba y saqueaba a su propia gente. Los ciudadanos de Urbino lo mataron a los seis meses. Federico no tuvo nada que ver. No quisieron abrir las puertas de la ciudad cuando llegó hasta que les prometió que nadie de los que participaron sufriría ningún daño.
—Las posesiones del conde las heredará Orlando, ¿no?
—Efectivamente. El conde no tiene más familia ni más hijos.
—Pero si algo le sucediera a Orlando, la fortuna iría a parar a Anna.
—Haría falta una intervención papal, pero eso se podría conseguir con dinero.
—Y luego para los hijos de Anna. Y de Leandro. No de un hijo adoptivo.
—¿De qué estáis hablando?
—De tal palo tal astilla. ¿Tenéis esta expresión aquí?
—Cuidado, amigo mío —dijo Rodrigo—. Ese tipo de especulaciones sólo os causarán problemas.
Matt se inclinó hacia delante, súbitamente distraído por un brillante destello de color abajo.
—Esa era la condesa —exclamó.
—¿Dónde?
—Allí abajo.
—No veo nada —dijo Rodrigo.
—Ya se ha ido. ¿No las visteis? La acompañaba Francesca.
Azul y verde, los vestidos que las había visto llevar esta mañana. ¿Adonde podrían ir? Era la hora de la siesta, nadie estaría fuera. Ese era el asunto, pensó, el corazón lleno de un irracional arrebato de celos al recordar a Leandro y su prisa por reunirse con la partida de caza.
—No llevaban escolta —dijo Matt—. ¿Qué hay de los bandidos?
—Nadie pensaría en molestarlas en tierras del conde —dijo Rodrigo.
—No es seguro —protestó Matt—. ¿Adónde van a estas horas?
—¡Qué idiota sois! —estalló Rodrigo—. ¡Dejadlo correr! 
Con un golpe de riendas, puso en marcha a su caballo.
13
—Un día perfecto —anunció Leandro. Encaramado en su guante reposaba un gran halcón hembra con la peculiar banda blanca y gris de los peregrinos. Llevaba los diez kilos de peso del ave tan ligeramente como Matt podría haber llevado un reloj de pulsera.
No le puedo discutir eso, pensó Matt; es un día perfecto. No falta de nada. Y qué día tan espléndido. Se había colado en su interior como el calor del verano, seco y penetrante, hasta convertirse en una parte de él. Éstas eran sus nubes, sus campos de grano, ondeando en verde y plata bajo el sol; su caballo, sudoroso, sacudía la cabeza y se debatía contra las riendas cuando buscaba la alta hierba. Éstas son mis manos, pensó, y esta luz que las moldea también es mía. Era una tierra de posibilidades infinitas, y aquí, en este campo, a lomos de este caballo, bajo este sol, estaba mejor que en cualquier otro lugar del mundo.

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