Quattrocento (12 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—Vamos a ir de caza mañana —le dijo el hombre a Lisl—. ¿Prefieres jabalí o venado?
La cocinera se encogió de hombros, sin levantar la mirada de la masa a la que daba forma de hogazas redondas.
—Me da igual —respondió—. Cuidad dónde claváis las flechas. Vos lo cazáis, yo lo cocino. Pero respetad los órganos —ordenó, colocando una de las hogazas en la pala de madera —. Por favor, esta vez no se los deis a los perros.
—Los esperan. 
—Yo también.
—Entonces los tendrás —respondió el hombre con una reverencia—. Partiremos al filo del amanecer —añadió.
Eso será si el filo del amanecer es capaz de despertar a los muertos —dijo Anna—. El sueño de los justos no es nada comparado con el de los que están en la cama, y vuestro grupo tiene por costumbre hacer compañía a las estrellas.
—Partiremos al amanecer —le repitió el hombre a Lisl.
—Sí, excelencia —respondió la cocinera, con su precisa inflexión germánica enmascarando la acidez de sus palabras.
—Maestro Rodrigo —dijo Anna. Matt se puso tenso cuando ella se volvió en su dirección, pero sus ojos se posaron en su acompañante—. No habéis dicho gran cosa. No es propio de vos.
—Contessa —respondió él, con una profunda reverencia—, la simple idea del amanecer me deja sin habla.
—¿Entonces no os uniréis a la cacería?
—No sería una buena idea —replicó él—. He de admitir, recordando el dictum de san Agustín de que somos lo que comemos, que soy tanto cazador como presa.
Anna dirigió entonces su mirada hacia Matt. Esto, pensó él, era exactamente como imaginaba, incluso más: ojos de topacio, marrón dorado como la luz del sol filtrándose en la tranquilidad del bosque. Soy un león de las montañas y suplico piedad. Ginevra de Benci la conocía, advirtió; no estaban tan lejos de Florencia. Debían de ser amigas.
—Madama la contessa Amoretti de Cavalcaselle —anunció Rodrigo—. Matteo O'Brien —añadió, la mano sobre el hombro de Matt—. Ha hecho el viaje conmigo desde Gubbio.
Mientras devolvía la firme mirada de Anna, Matt sintió que la mano de Rodrigo, todavía sobre su hombro, lo empujaba. Cayó entonces en la cuenta e hizo una reverencia, barriendo con la mano ante él como le había enseñado Rodrigo.
—Leandro Castellano da Montefeltro —dijo Rodrigo.
El hombre, todavía apoyado contra la mesa, hizo una leve reverencia en respuesta a Matt.
—¿De Irlanda? —preguntó. 
—No —replicó Matt.
¿Y éste quién es?, se preguntó. Da Montefeltro; eso significaba que era miembro de la familia inmediata del duque. El duque tuvo dos hijos que sobrevivieron hasta llegar a la mayoría de edad, según sabía Matt: uno legítimo, llamado Guidobaldo, quien sucedería a su padre como duque pero nunca conseguiría el mismo éxito como condottiero. El hijo mayor, Antonio, un bastardo, murió combatiendo al servicio de un estado vecino. ¿Pero Leandro? El nombre era nuevo para él.
—Debemos marcharnos —le dijo Anna a Leandro—. Si la comida del conde está preparada, la llevaremos con nosotros —le dijo a Lisl, quien diestramente sirvió sopa en un cuenco, que cubrió y depositó en una bandeja junto con un poco de pan.
—Antonio —llamó, haciendo que el niño saliera como un conejillo asustado de las sombras donde se había retirado cuando entraron Anna y su grupo. Antonio recogió la bandeja y los siguió por la puerta.
—Lisl, debemos marcharnos también —dijo Rodrigo.
—Se me parte el corazón.
—Tranquilízate, liebchen... es sólo temporal. Estaremos aquí hasta que el duque se marche, como el dedo invisible que escribe en la pared: Mene Tekel, tekel upharson.
—Qué alegría —dijo Lisl.
—Alegría o hambre, así es el mundo; y todo es hambre, querida mía, comparado con este oasis de plenitud y dulzor. Vamos a buscar nuestra habitación para aposentarnos —le dijo a Matt—. La cena será pronto.
—Así que ésa es Anna —dijo Matt, casi para sí mismo, mientras salían de la cocina.
—¿La contesta? —preguntó Rodrigo—. ¿Cómo conocíais su nombre?
—Me lo habréis dicho —respondió Matt, aturdido al descubrir que Anna era su verdadero nombre.
—No lo recuerdo... —dijo Rodrigo—. ¡Ése no! —gritó a los criados que empezaban a descargar al último de los caballos que habían traído de Gubbio, un percherón gris con una caja de roble a lomos.
—Echadme una mano —le dijo a Matt, mientras se dirigía al caballo.
—¿De verdad dijo eso san Agustín? —preguntó Matt—. ¿Somos lo que comemos?
—Por supuesto que sí —replicó Rodrigo, soltando la lengüeta de una de las gruesas correas que aseguraban la caja—. Por desgracia se perdió, o quizá nunca fue escrito. Es una lástima, la verdad. Muy poco de lo que se dice sobrevive en la historia registrada. Incluso si se trata de alguien tan extraordinario como san Agustín.
—Entonces, ¿cómo sabéis que lo dijo?
—Está ahí mismo, en todo lo demás que dijo. ¿Preparado? —preguntó, y juntos liberaron la caja y la depositaron en el suelo, junto a la pared—. Ya está —dijo con alivio.
Matt se preguntó de nuevo qué podía haber dentro de la caja para exigir tanto cuidado. Rodrigo, que lo había animado a hacer preguntas sobre todo lo que encontraban y que había hecho constantes comentarios sobre las cosas que Matt no se había atrevido a preguntar, lo cortó bruscamente cuando mostró curiosidad por la caja de roble sujeta con tiras de cuero y hebillas de latón. Por el cuidado con el que la había tratado durante el viaje, la caja bien podía contener oro. Rodrigo, que no permitía que nadie tocara la caja sin su supervisión, colocaba un guardia armado para vigilarla en todo momento cuando no estaban en el camino. No podían ser monedas, pensó Matt; una caja tan grande llena de oro habría sido demasiado pesada. Recogió su bolsa y siguió a Rodrigo al patio interior de la villa.
10
La casa estaba silenciosa. La luz de la mañana apenas empezaba a calentar las sombras de los pasillos, de fresco terrazo. Matt se apoyó en el antepecho de las escaleras que bajaban a la primera planta, disfrutando del aire de la mañana. La partida de caza ya estaba en el valle, cruzando uno de los prados y dejando una estela de trigo doblado como una flota de barcos diminutos que cruzara el mar de los Sargazos, todavía por descubrir. Rodrigo no iba con ellos; seguía durmiendo en la cama en la que Matt se había desplomado temprano la noche anterior. Agotado por el desacostumbrado ejercicio y el aire fresco, Matt había dormido profundamente con sólo Rodrigo por compañía, un cambio agradable tras los albergues donde un camastro era compartido hasta por seis personas. Afortunadamente, la cama estaba libre de las pulgas y chinches que tanto lo habían atormentado la primera semana, impidiéndole dormir además de dejarlo agotado y magullado tras el ejercicio de cabalgar a todas horas.
Matt sintió curiosidad por la extensión y el trazado del complejo de edificaciones que rodeaba la villa y decidió explorarlo. Rodrigo le había dicho antes de quedarse dormido que la primera comida del día era después de los servicios de la mañana. La villa estaba construida alrededor de un patio interior, con las zonas de viviendas en la primera planta. Su habitación se encontraba en la segunda planta, con una diminuta ventana que auguraba noches sin sueño si el tiempo se volvía desapacible. Por pequeña que fuera, al menos no estaba en el piso superior, más desvencijado aún, bajo el techo de los sirvientes.
Matt atravesó el comedor, silencioso y oscuro, donde la noche anterior se había sentado a una mesa del fondo, sin llamar la atención. Anna, cuya risa le llegaba de vez en cuando por encima del murmullo de la conversación y la música de la galería, donde dos laudistas y un tañidor de tiorba tocaban una animada sucesión de danzas y frottolas, se sentó en la cabecera de la mesa, entre el duque y Leandro. Matt, que había sospechado que entre Anna y el tal Leandro había algo, quedó totalmente convencido por el modo tan evidente en que trataban de ocultarlo. Mientras escuchaba atentamente al duque, de espaldas a Leandro, Anna inclinaba ligeramente la cabeza cuando él asentía y, sin mirarla, hacía un breve comentario. ¿Creían que todos eran tan ajenos que no se daban cuenta?
—Es el hijo natural del duque —dijo Rodrigo.
—¿Quién? —preguntó Matt, irritado porque Rodrigo había visto más allá del aire de indiferencia que había adoptado. Hasta que supiera más, le pareció prudente ocultar cualquier interés que pudiera sentir hacia Anna.
Las marcadas arrugas que irradiaban de las comisuras de los ojos de Rodrigo se volvieron más profundas en un gesto de regocijo.
—Leandro. Podríais ser un poco más discreto — añadió—. No creo que encuentre vuestra atención halagadora. Es uno de esos hombres que piensa con la espada, y no se permite ni permite a los demás el lujo de rectificar.
—Estaba prestando atención al duque —protestó Matt—. Es famoso.
—Ah —replicó Rodrigo, asintiendo evasivo.
—Bonita música —comentó Matt.
—Es de Trombocino. Una de sus hermosas barzallettas. ¿La conocéis?
—No, es la primera vez que la escucho.
—No será la última —dijo Rodrigo—. Es lo único que se escucha hoy en día, lo cual plantea una pregunta muy interesante. ¿Cómo es que la mediocridad se eleva a menudo al mismo nivel de aclamación que una obra de auténtica excelencia? «Oh, cielo, oh, fortuna, tratadme bien o mal, como elijáis.» Muy alejado de Dante, pero la gente lo escucha una y otra vez. Incluso lo citan con la misma apasionada convicción que a la gran Canzone, y los ojos se les llenan de lágrimas igualmente sentidas. La métrica corrupta, la rima efectista: solaz, audaz, capaz... las metáforas banales. «Huir de las heridas del amor.» Es cierto que mató a su esposa cuando descubrió que ella le era infiel, así que hay que conceder que sabe de lo que habla, pero por desgracia la veracidad no es un ingrediente necesario en la receta del arte. No hace que la música sea mejor o la poesía más refinada. Pero miradlos, les encanta. Como el amor, es el sentimiento estimulado y no el material mismo lo que importa.
—No todo tiene que ser obra de un genio —replicó Matt.
—Por supuesto que no. No estoy hablando de la obra, sino de la respuesta que produce. Consideremos una emoción diferente, tan fuerte como el amor pero a menudo más verdadera: el miedo. El terror ciego. La espada más hermosa o el hacha más burda provocarán la misma respuesta si se las empuña con fuerza similar. O considerad una pasión más arrolladora que el amor, capaz de desterrar el miedo. La embriaguez. No importa lo malo o bueno que sea el vino, el efecto es el mismo.
Los sirvientes se inclinaron tras ellos, recogiendo las grandes hogazas cuadradas de pan, goteantes de olorosa salsa, que habían servido como platos para el guiso, y las colocaron en escudillas para que los perros y mendigos del exterior se las disputaran. Colocaron un cuenco rebosante de agua aromática y pétalos de rosa ante cada uno de los comensales.
—Reducid aún más la causa, hasta lo puramente físico —continuó Rodrigo, metiendo los dedos en el cuenco—. El calor. Ya sea el estímulo el fuego, o el sol, o hacer el amor, o estar enamorado, el efecto es el mismo: sentimos calor. De la urgencia más baja al más noble sentimiento, no hay ninguna diferencia. El estímulo puede variar, pero la respuesta es la misma. Incluso la belleza.
—La belleza no —dijo Matt, apartando la mirada de Anna, quien sonreía mientras el duque le contaba una historia—. La belleza exquisita no tiene igual.
—Tenéis razón —dijo Rodrigo—. Y lo decís exquisitamente bien. Os felicito. No tiene igual, en efecto. Singular, única, sin par. Pero debo preguntar... ¿belleza exquisita según el diseño de quién? Cada hombre la considera su propia manzana de oro. Vuestro embeleso ante una rara estatua griega es idéntico al de un granjero que contempla a su cerdo más querido. Todos los bebés ven a una madre hermosa. Igual que cada nuevo marido ve a la mujer más hermosa del mundo y cada viajero cansado regresa al más dulce hogar de la tierra. Nos gusta pensar que nos hacemos más refinados, aumentando nuestra habilidad para distinguir la excelencia en todas las cosas, pero la verdad es mucho más prosaica. Nos aburrimos, simplemente. El estímulo es más agudo en su comienzo. Se desvanece con el tiempo y la repetición. No nos hacemos más refinados, nuestros sentidos se embotan. Bueno o malo, estamos saciados, y pasamos a otra cosa.
Rodrigo tomó un puñado de uvas de la bandeja de fruta más grande que tenían ante ellos.
—Para mí, el hombre más afortunado es el menos refinado. Su disfrute es el más universal, el más ecuménico. De hecho, podríamos decir que es el más universalmente refinado, pues está abierto por igual a todas las experiencias.
—O cerrado.
—Tomad algunas —le dijo Rodrigo a Matt, ofreciéndole un cuenco con lo que parecían brillantes pastillas de goma amarillas antes de tomar unas cuantas para él—. El refinamiento del gusto, como lo llamamos, es una reducción de nuestra perspectiva, no un ensanchamiento. El mundo encoge a medida que lo experimentamos. Aunque el mundo que conocemos tal vez se ensanche muy poco, el mundo más amplio de lo desconocido queda enormemente reducido. Lo que aún hay por conocer es un continente por descubrir, un África de la imaginación; una vez experimentadas esas cosas, no importa lo exóticas que sean, desaparecen del reino de lo imaginado y se vuelven mundanas. El asombro es el horizonte, no la experiencia; y el conocimiento es la muerte del asombro. ¿No son para vos? —añadió, observando la reacción vacilante de Matt mientras masticaba.
—No, me gusta —dijo Matt, mascando las pastillas, y tragando—. Interesante sabor. ¿Algún tipo de nuez? —aventuró.
—Langostas enmeladas —contestó Rodrigo, tomando otro puñado—. Me encantan, y nadie las sirve ya. —Inclinó el cuenco en dirección a Matt.
—Gracias —contestó éste—. Estoy servido por ahora.
—Como queráis —replicó Rodrigo, encogiéndose de hombros—. Leandro es el heredero aparente, a menos que Federico vuelva a casarse, lo que siempre es posible.
—¿Qué hay de Guidobaldo? —preguntó Matt, vencido por la curiosidad a pesar de su deseo de no resultar interesado, cosa que no parecía estar funcionando. Advirtió que en cualquier caso era una tontería: quería saber tanto como fuera posible, ¿y quién mejor que Rodrigo para guiarlo a través de los laberintos de las intrigas cortesanas? En este caso, lo que estaba diciendo era básico y conocido por todo el mundo. Como hijo natural, bastardo, cualquier esperanza dinástica que Leandro tuviera quedaría anulada por las de un heredero legítimo.

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