Quattrocento (17 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—Un vacío —dijo Leandro—. Parece sinónimo de brujería.
—En absoluto —replicó el duque—. Un vacío es la ausencia de material. Un desequilibrio que la naturaleza trata de corregir. Tengo un texto de Arquímedes de Alejandría, traducido del árabe —dijo dirigiéndose al príncipe, quien asintió a su vez—, que explica el fenómeno. Es el principio en el que se basa la hidráulica.
El sacre había alcanzado al milano. Se alzó más, trazando círculos hacia el sol, mientras el milano describía arcos más grandes y seguía su ritmo. Sin detenerse, el sacre giró hacia el milano, golpeándolo de frente. Permaneció cerca, usando sus alas para cernirse sobre el ave más grande una y otra vez, apartándose para colocarse debajo y aparecer de nuevo, como surgido de ninguna parte. El milano contraatacó, descargando fuertes golpes que incluso desde tan lejos estremecieron al grupo de espectadores, pero el sacre era implacable, y en ningún momento interrumpió su ataque. Una vez alcanzado se apartaba, pero inmediatamente giraba y volvía a asaltar a la otra ave y luego caía de nuevo, y cada vez se perseguían más abajo. El sacre se separó de pronto y empezó a trazar círculos más altos con rápidos golpes de sus alas. El milano se alzó también, pero más despacio, el sacre remontando el vuelo lentamente, el milano esforzándose por alcanzarlo. Subieron más y más alto, el sacre delante, más y más lejos, y entonces, con un último batir poderoso, el halcón cayó en picado y se cernió sobre el milano, golpeándolo con todas sus fuerzas y desestabilizándolo mientras pasaba por su lado como un cohete. El milano luchó por recuperar el equilibrio, pero antes de que pudiera conseguirlo, el sacre volvió a golpearlo, incluso con más fuerza, y todo se acabó. Las largas alas se desmoronaron, el cuello quedó flácido, y el ave negra, ahora una sombra en el cielo, cayó al suelo dibujando espirales en el cielo.
El sacre permaneció en el aire, dando vueltas, y luego aterrizó en una rama de un árbol cercano. Esperó, agitándose y arqueando las alas, mientras el grupo se congregaba alrededor del príncipe y lo felicitaba. Más allá del grupo, Matt vio que Leandro galopaba hacia el prado. Observó con curiosidad el destino del caballero. Tras internarse en el prado, Leandro hizo girar a su caballo, desmontó rápidamente, y en un instante desapareció de la vista. Al poco apareció de nuevo, a pie, con algo en la mano mientras llevaba al caballo de las riendas y se dirigía hacia un alto arce en la linde del bosque. Hubo un rápido destello de acero, y entonces el príncipe volvió a montar y espoleó a su caballo para regresar con el grupo.
Matt se quedó contemplando el árbol, tratando de distinguir en la distancia la pálida forma que Leandro había dejado clavada en el oscuro tronco. Blanco, moteado de marrón, flácido como ropa vieja colgada para secar: el cadáver del halcón zahareño, advirtió, y miró de nuevo hacia el grupo, buscando al caballero. Entonces vio sobresaltado que Leandro lo miraba directamente. El caballero dirigió una rápida mirada al árbol y sonrió.
14
—Necesitáis algo en que ocupar vuestro tiempo —le dijo Rodrigo a Matt, que estaba asomado a la ventana. La brisa agitaba los árboles y surcaba el campo de trigo ante la villa. Era algo más de mediodía y no había nadie a la vista.
—¿En qué? —preguntó Matt.
—Eso tenéis que decidirlo vos mismo —replicó Rodrigo, concentrado en sus herramientas—. Es vuestro tiempo, no el mío.
El cuchillo, afilado como una navaja, se internó en la tira de piel. Usó unos fórceps para retirarla. La piel resistió, estirándose, desnudando lentamente la maraña de músculos y venas que había debajo, como reacia a compartir sus secretos.
—¿Queréis moveros a un lado? Me estáis quitando la luz. Matt se apartó a un lado y se volvió para ver lo que hacía Rodrigo.
—¿Un libro? —preguntó Rodrigo.
—He leído el Decamerón dos veces. Y ya he leído suficiente Paraíso para un día.
Con una serie de rápidos golpes, Rodrigo empezó a soltar la telaraña de músculos menores. Con la ayuda de los fórceps fue liberándolos uno a uno y los colocó aparte, clavándolos a la mesa a través de los restos de la manga amarilla.
—Tomasso, viejo amigo, siempre fuiste un diablo sibilino — murmuró ausente entre dientes mientras cambiaba los fórceps por unas finas tenazas y empezaba a sondear la masa de músculo y hueso—. Ya. Lo tengo.
Alzó de la masa roja esponjosa una larga y delgada tira roja, tan fina como una hebra de capelletti y la colocó cuidadosamente a un lado, dejando que quedara suelta, como el lazo sin abrochar de una camisola.
—¿Ocurre algo? —preguntó, al ver que los ojos de Matt estaban fijos en él.
—No —dijo Matt—. En absoluto. —Apartó la mirada y regresó a la ventana— . Bueno, sí. Necesito dinero.
—¿Hay algo que queráis comprar?
—Me refiero a unos ingresos —dijo Matt—. Una fortuna.
—Conozco tres razones por las que un hombre necesita una fortuna —dijo Rodrigo, cortando lo que quedaba del deltoides para encontrar restos del bíceps y el tríceps debajo—. Una, para comprar un sombrero rojo de cardenal. —Soltó lentamente el bíceps, alzándolo por el extremo gomoso del tendón como si fuera una salamandra dormida. El músculo se extendió lentamente, mostrando sus estrías, mientras él lo hacía a un lado y clavaba una aguja en el tendón para asegurarlo—. Dos, para montar una expedición que encuentre el Paso Occidental. Y tres... —Rodrigo dejó el cuchillo y buscó la larga pluma que tenía al lado—. Para ser un buen partido —dijo, afilando la punta de la pluma.
—Quiero tener un lugar en el mundo —dijo Matt—. Y eso es motivo suficiente para mí.
—¿Alguna idea que se os ocurra?
—Nada. Dejadme hacer eso —dijo Matt, y se sentó junto a Rodrigo. Tomó un trozo de tiza de colores y empezó a bosquejar en sus dimensiones el brazo cercenado. Una vez acabado, mojó la pluma que Rodrigo había afilado y se puso a dibujar. Los dos trabajaron juntos, uno al lado del otro, en agradable silencio.
—Muy bien —dijo por fin Rodrigo, mirando el dibujo de Matt, a medio elaborar. Se desperezó, estirando sus anchos hombros—. Ese proceso que mencionasteis. El de la raíz de granza.
—¿Sí? —preguntó Matt, echando un vistazo atento a los huesos desnudos de la muñeca.
—¿Sabéis cómo obtener el naranja verdadero?
—Claro. ¿Habéis oído alguna vez hablar del cromo? —Mojó la pluma y empezó a dibujar la delicada estructura—. ¿No? Bueno, sales de estaño, entonces. Es más fácil con el cromo, pero de todas formas, el estaño es mejor. Los residuos del cromo son un veneno bastante serio. Hace falta muchísima agua para un tinte como ése.
—¿Podríais hacerlo?
—Es fácil —replicó Matt—. Puede hacerlo cualquiera. ¿Estáis diciendo...?
—Estoy diciendo que estáis equivocado. No todo el mundo podría. ¿Sabéis cómo conseguir también los otros colores?
—Sí —respondió Matt—. Bueno, tendría que pensarlo, y ver cuánto recuerdo...
—El duque me lo volvió a mencionar ayer mismo. Sentía curiosidad por lo que sabéis.
—¿Creéis que le interesará comprarlos si los consigo? 
Rodrigo sacudió la cabeza.
—Vender alizarina al duque no va a suponeros una fortuna. Él quiere fabricarla. Como el molino de pólvora, pero con los colores. Al principio me dijo que pensaba en contrataros, como a Tomasso, pero le dije que la sola idea os ofendería. Una compañía, sin embargo, una empresa conjunta... Él no dijo nada, pero advertí que la idea le pareció interesante. Podríamos conseguir un montón de dinero.
—¿Podríamos? —preguntó Matt.
—Es una caza del tesoro, ¿no? Vos tenéis el mapa, y yo la brújula. Y el duque el dinero para ponernos en marcha.
—No os veo como cardenal, así que dudo que queráis un sombrero rojo —dijo Matt—. Y me habéis dicho que el viaje desde España sería la última vez que utilizaríais un barco. Así que eso nos deja el número tres, un buen partido.
—Yo también quiero abrirme paso en el mundo.
—Necesitaremos una fuente de agua. Bien grande.
— El agua es algo que tenemos en abundancia.
— Es factible —murmuró Matt, dándose un golpecito con la pluma en el dorso de la mano—. No tenemos que preocuparnos por la raíz de granza, porque por aquí crece como la mala hierba. ¿Estáis seguro de que hay mercado para esto?
Ahora todo se importa. Cuesta una fortuna. Y la calidad es tan impredecible como un veneciano.
—Tiene posibilidades —dijo Matt, dejando la pluma y acercándose a la ventana. Le gustaba la idea de suministrar sus materiales a los tejedores y artistas, ayudar a crear las obras maestras que amaba en vez de rescatarlas después de siglos de deterioro. Caminó de un lado a otro, rumiando la idea—. ¿Cómo sé que no me dejaréis a un lado en cuanto tenga la operación en marcha y funcionando?
Rodrigo se echó a reír con tantas ganas que tuvo que apartar el cuchillo de su antebrazo.
—Menos de un mes en Italia y ya pensáis como un toscano. ¿Y cómo sé yo que no me dejaréis a un lado y acudiréis directamente al duque?
—Porque sois mi amigo.
—Seréis todo un maestro —dijo Rodrigo con admiración—. Eso está muy bien.
—Bueno, tengo razón, ¿no?
—Sí, por supuesto. Eso es lo que hace que sea tan bueno.
De repente, la idea de conseguir a Anna ya no fue un sueño. Igual que ella se había vuelto real, advirtió Matt, ahora tenía la posibilidad de ganársela. Haría falta tiempo. ¿Esperaría ella? El conde, según Rodrigo y lo que Matt había podido deducir por las conversaciones a medias, estaba en su lecho de muerte. Matt se sintió dominado por la impaciencia; no había tiempo que perder. Conseguir a Anna, pensó, contemplando de nuevo los ricos campos y el valle y la cordillera de montañas de más allá, azules al sol de mediodía. Y entonces, como si sus pensamientos la hubieran convocado, ella apareció en el camino, con Francesca cabalgando a su lado.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Matt.
—Hoy va un poco tarde —observó Rodrigo.
—¿En qué demonios está pensado? ¡A plena luz del día! ¡Es una mujer casada!
—Y vos no sois su marido. ¿Qué os importa adonde va o deja de ir?
—Es que no está bien.
Matt advirtió, incluso desde lejos, que ella llevaba el vestido rojo pálido que a él tanto le gustaba, pues era el que vestía la primera vez que la vio en la cocina. ¿Podían haber pasado ya dos semanas? Parecía toda una vida.
—Llamadme anticuado, ¿pero qué pasó con la idea de la fidelidad? ¿Los diez mandamientos?
—¿Tenéis en mente uno concreto?
—¿Qué tal «No tomarás la esposa de otro hombre»?
—Dudo que ella esté haciendo eso.
—Muy gracioso.
—Si el adulterio no fuera una actividad tan extendida, dudo que nadie tuviera la necesidad de grabar en piedra una prohibición en contra. Y aunque esto fuera adulterio, difícilmente encajaría con la definición. Su marido tiene un pie en la tumba. De todas formas, nunca le gustaron mucho las mujeres.
Terminada la disección, Rodrigo limpió el cuchillo en un trapo viejo. Como un árbol muerto que se extiende a ciegas hacia el cielo, la mano cercenada se alzaba en la mesa, los dedos yertos.
—Sí, bueno, no me sorprende vuestra actitud.
—¿Cómo es eso?
—Vuestra innamorata está con ella.
—Tened más cuidado —dijo Rodrigo—. Vuestro uso del lenguaje podría ser malinterpretado.
—Oh, olvidadlo —respondió Matt—. Lo siento. No quería ofenderos. Me estoy comportando como un idiota. Tenéis razón. Un hacha o una espada, amor o lujuria, no importa.
—Nunca he dicho nada de eso.
—Sí que lo dijisteis. La otra noche, en la cena.
—¡Estábamos hablando de una canción!
—El amor es un arte, igual que la música. Y como cualquier otro arte, su único propósito es producir un efecto. Y si no es el momento o el lugar adecuado, entonces no es más que una molestia.
—Hacer una aplicación literal de algo que fue expresado de manera puramente filosófica... eso va contra toda razón.
—Miracolo d'amore —dijo Matt—. ¿Cuál es el milagro del amor? Os lo diré. —Puso la mano sobre la mesa y empezó a contar en los dedos extendidos de la mano muerta—. Uno, actuar en contra a los propios intereses. Dos, abandonar el camino de la razón. Tres, sacrificarlo todo en la búsqueda de lo inalcanzable. Y cuatro, rendirse al dominio de la emoción arbitraria. —Apartó la mano, con desdén—. Otra palabra para ello es locura. No. Si hay un milagro del amor, es la persistencia en el hombre de la creencia de que existe.
—No me parece que aquí estemos tratando de creencias. Decepción no es sinónimo de incredulidad. De hecho, en todo caso la decepción es prueba de que se ha creído —dijo Rodrigo—. Habéis pasado demasiado tiempo sin salir. Creo que os hace falta un poco de aire fresco.
—No, nada de eso —replicó Matt. Se levantó y cruzó la habitación.
—Hay una vieja iglesia a la que deberíais echarle un vistazo.
—No quiero ir a ninguna vieja iglesia. Ya he visto suficientes. 
—Tiene algunos frescos.
—Qué original. Eso sí que la hace distinta de todas las demás iglesias de Italia.
—Se supone que son de alguien importante.
—Giotto, sin duda.
Si Giotto hubiera pintado todas las obras que se le adjudicaban, habría tenido que trabajar día y noche sin interrupción durante toda su vida.
—No, un nombre más largo. M algo. Me lo mencionasteis al hablarme de Florencia.
—¿Masaccio? —preguntó Matt. Eso sería imposible. Masaccio había muerto joven después de producir únicamente un puñado de obras. Las probabilidades de encontrar una serie de frescos suyos en una oscura iglesia de pueblo eran nulas.
—Efectivamente.
—¿Estáis seguro? —Matt se dio la vuelta y miró a Rodrigo—. ¿Masaccio?
—Sí. ¿No os gusta mucho su obra?
—¿Dónde está esa iglesia?
Matt llegó a la linde del bosque. La vieja iglesia románica, curtida por el paso del tiempo y sin adornos, se alzaba al otro lado del prado como un macizo de roca después de que la tierra que la rodeaba hubiera sido barrida por incontables lluvias torrenciales. Y lo que quedaba del porche, si es que había habido alguno, eran los escalones gastados que conducían a una sencilla puerta de madera. El nicho solitario de la fachada estaba vacío, igual que el campanario, lo cual le daba el aire de un lugar nunca visitado, con tres retorcidas higueras a un lado como única compañía. No parecía nada prometedor, pero Matt sabía que nunca hay que renunciar a la esperanza: la iglesia más humilde podía albergar los mayores tesoros. Se fue acercando, pero de pronto se detuvo al oír el relincho de un caballo al otro lado de la iglesia. Había alguien. Se agarró a la gastada piedra, imaginando bandidos, y se asomó a una esquina. La yegua blanca de Anna mordisqueaba la hierba, y el ruano de Francesca estaba atado a un árbol, a su lado. No había nadie a la vista; debían de hallarse dentro. ¿Pero dónde estaba la montura de Leandro? Debía de haberla dejado en algún lugar cercano y venir luego a pie hasta este lugar. ¿Qué debería hacer Matt? Se detuvo, indeciso, dudando entre la necesidad de retirarse en silencio y el deseo de esperar y explorar la iglesia. Explorar la iglesia, pensó, ¿a quién estoy engañando? Rehizo sus pasos y se detuvo al oír que la puerta chirriaba al abrirse. Se escondió rápidamente detrás de una higuera.

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