Tomé el teléfono y le dije a Rose que abriera el cajón de mi escritorio y sacara la ficha de Lori Petersen.
—Dentro tiene que haber algunas etiquetas de pruebas —añadí.
Mientras Rose lo comprobaba, traté de hacer memoria. Quedaron unas seis o tal vez siete etiquetas, no porque yo no hubiera recogido muchas muestras sino porque había recogido demasiadas... casi el doble de lo acostumbrado, lo cual dio lugar a que sacara no una sino dos series de etiquetas informatizadas. Las etiquetas sobrantes debían de corresponder al corazón, los pulmones, los riñones y otros órganos, aparte una etiqueta adicional para un ERP.
—¿Doctora Scarpetta? —dijo Rose, poniéndose nuevamente al teléfono—. Las etiquetas están aquí.
—¿Cuántas hay?
—Vamos a ver. Cinco.
—¿A qué corresponden?
—Corazón, pulmones, bazo, bilis e hígado —contestó Rose.
—Y eso es todo.
—Sí.
—¿Está segura de que no hay una para un ERP?
Una pausa.
—Estoy segura. Sólo estas cinco.
—A mí me parece que, si usted pegó la etiqueta de ese ERP, sus huellas tendrían que estar ahí —dijo Marino.
—Si llevaba puestos los guantes, no —terció Betty, que había estado observando la escena consternada.
—Generalmente no llevo puestos los guantes cuando etiqueto cosas —musité—. Suelen estar manchados de sangre.
—De acuerdo pues —añadió Marino—. Usted no llevaba guantes y Dingo...
—Wingo —le corregí en tono irritado—. ¡Se llama Wingo!
—Como se llame —Marino salió al pasillo para marcharse—. El caso es que usted tocó el ERP con las manos y eso significa que tendría que haber dejado sus huellas. Pero mejor que no hubiera las de nadie más.
Y
no las había. Las únicas huellas identificables en la carpeta de cartón eran las mías.
Se observaban unas tiznaduras... y algo tan absolutamente inesperado que, por un instante, olvidé por completo el propósito de mi visita a Vander.
Vander estaba bombardeando la carpeta con el láser, y el cartón parecía un cielo nocturno punteado de estrellas.
—Eso es una locura —dijo, asombrándose por tercera vez.
—Esta cosa tiene que proceder de mis manos —dije yo con incredulidad—. Wingo llevaba guantes. Betty también...
Vander encendió la lámpara del techo y sacudió la cabeza.
—Si usted fuera un hombre, aconsejaría a la policía que lo sometieran a interrogatorio.
—Y yo no se le reprocharía.
—Intente recordar lo que ha hecho esta mañana, Kay —dijo Vander—. Tenemos que cerciorarnos de que este residuo procede de usted. En caso afirmativo, tendremos que reconsiderar todas nuestras conjeturas sobre los casos de estrangulamiento y el brillo que hemos descubierto en ellos...
—No —le interrumpí—. No es posible que yo dejara el residuo en los cuerpos, Neils. Cuando trabajé con ellos, llevaba puestos los guantes. Me los quité cuando Wingo encontró el ERP. Entonces toqué la carpeta directamente con las manos.
—¿Y qué me dice de los aerosoles o de los cosméticos? Suele utilizar algo habitualmente?
—No es posible —repetí—. Este residuo no aparece cuando examinamos otros cuerpos. Sólo ha aparecido en estos casos de estrangulamiento.
—Buena observación.
Ambos reflexionamos un instante en silencio.
—¿Betty y Wingo llevaban guantes cuando manejaron esta carpeta? —preguntó Vander, tratando de asegurarse.
—Sí, los llevaban. Y por eso no dejaron huellas.
—Por consiguiente, no es probable que el residuo procediera de sus manos, ¿verdad?
—Tuvo que proceder de las mías. A no ser que alguien más hubiera tocado la carpeta.
—Sigue pensando que otra persona pudo haber colocado la carpeta en el frigorífico —dijo Vander en tono escéptico—. Las únicas huellas que se han encontrado son las suyas, Kay.
—Pero estas tiznaduras podrían ser de cualquier persona, Neils.
Por supuesto que podían serlo. Pero sabía que Vander no lo creía.
—¿Qué hizo exactamente poco antes de subir a los laboratorios?
—Terminé un caso de atropello.
—¿Y después?
—Después se acercó Wingo con la carpeta de los portaobjetos y yo se la llevé directamente a Betty.
Vander estudió mi ensangrentado mono de trabajo y dijo:
—Debía de llevar guantes.
—Pues claro, y me los quité cuando Wingo vino con la carpeta, tal como ya he explicado...
—El interior de los guantes estaba espolvoreado con talco.
—No creo que pueda ser eso.
—Probablemente no, pero podríamos empezar por aquí.
Bajé de nuevo a la sala de autopsias para recoger un par de guantes de látex idénticos. Minutos más tarde, Vander desgarro el paquete, volvió los guantes del revés y empezó a bombardearlos con el láser.
Ni el menor asomo de destello. El talco no reaccionó, tal como ya esperábamos. Previamente habíamos sometido a prueba distintos polvos cosméticos encontrados en los lugares de los asesinatos en un intento de identificar la sustancia brillante. Ninguno de los polvos, cuya base era el talco, había reaccionado.
Las luces volvieron a encenderse. Me dediqué a pensar mientras me fumaba un cigarrillo. Estaba tratando de recordar todos mis movimientos desde el momento en que Wingo me mostró la carpeta de los portaobjetos hasta el momento en que había entrado en el despacho de Vander. Estaba examinando las arterias coronarias cuando se acercó Wingo con el ERP. Dejé el bisturí, me quité los guantes y abrí la carpeta para echar un vistazo a los portaobjetos. Me dirigí a la pila, me lavé apresuradamente las manos y me las sequé con una toalla de papel. Después subí a ver a Betty. ¿Toqué algo en su laboratorio? No recordaba haberlo hecho.
Era lo único que se me ocurría.
—El jabón que utilicé para lavarme las manos. ¿Podría ser eso?
—No es probable —contestó inmediatamente Vander—. Sobre todo, si usted se enjuagó bien. Si el jabón de uso diario reaccionara después de haberlo enjuagado, encontraríamos constantemente este brillo en todos los cuerpos y todas las prendas de vestir. Estoy casi seguro de que este residuo procede de una sustancia granulosa y pulverulenta. El jabón que utilizó abajo es un líquido desinfectante, ¿verdad?
Lo era, pero yo no lo había utilizado. Tenía demasiada prisa como para regresar al vestuario y usar el desinfectante de color de rosa que se guardaba en unos frascos junto a las pilas. En su lugar, me acerqué a la pila más cercana de la sala de autopsias donde había un dispensador metálico del que salía el mismo jabón en polvo de color gris que se utilizaba en todo el resto del edificio. Era barato y el Estado lo compraba al por mayor. No tenía ni idea de cuál era su composición. Era casi inodoro y no se disolvía ni hacía espuma. Era como lavarse con arena húmeda.
Al fondo del pasillo había un lavabo de señoras. Salí un instante y regresé con un puñado del grisáceo polvo granuloso. Vander volvió a apagar la luz y puso el láser nuevamente en marcha.
El jabón se volvió loco y empezó a brillar con blancura de neón.
—La madre que lo parió...
Vander estaba entusiasmado. Yo no compartía enteramente sus sentimientos. Ansiaba desesperadamente conocer el origen del residuo que se había encontrado en los cuerpos. Pero ni en mis más descabelladas fantasías hubiera podido imaginar que fuera algo que se hallaba presente en todos los cuartos de baño de mi departamento.
Seguía sin estar enteramente convencida. ¿Eran mis manos el origen del residuo encontrado en la carpeta? ¿Y si no lo fueran?
Empezamos a hacer experimentos.
Los analistas de armas de fuego efectúan toda una serie de disparos de prueba para determinar la distancia y la trayectoria. Vander y yo llevamos a cabo toda una serie de lavados de prueba para determinar con cuánta minuciosidad se tenía uno que enjuagar las manos para que el láser no detectara ningún residuo.
Vander se frotó vigorosamente las manos con el jabón en polvo, se las enjuagó concienzudamente y se las secó con toallas de papel. El láser captó uno o dos destellos, y esto fue todo. Yo traté de repetir mi lavado de manos, haciendo exactamente lo mismo que había hecho abajo. El resultado fue una multitud de destellos que se transfirieron fácilmente a la superficie de la mesa, la manga de la bata de laboratorio de Vander y cualquier cosa que yo tocara. Cuantas más cosas tocaba, menos destellos me quedaban en las manos.
Regresé al lavabo de señoras y volví con una taza de café llena de jabón. Nos lavamos repetidamente las manos. Las luces se encendieron y se apagaron, y el láser se puso en marcha hasta que toda la zona de la pila ofreció el mismo aspecto que la ciudad de Richmond vista de noche desde el aire.
Observamos un fenómeno muy interesante. Cuanto más nos lavábamos y nos secábamos, más destellos se acumulaban. Se nos introducían bajo las uñas, se adherían a nuestras muñecas y a los puños de las mangas. Al final, se extendieron a la ropa y a nuestros cabellos, rostros y cuellos... dondequiera que tocáramos. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos y de varias docenas de lavados experimentales, Vander y yo teníamos un aspecto totalmente normal bajo una iluminación normal. Pero, bajo el láser, parecía que nos hubieran adornado con espumillón navideño.
—Mierda —exclamó Vander en la oscuridad. Era una palabrota que jamás le había oído utilizar—. ¿Quién lo hubiera imaginado? Este hijo de puta debe de ser un maniático de la limpieza. Para dejar tanto brillo, se debe de lavar las manos veinte veces al día.
—Esto si la respuesta es el jabón en polvo —le recordé.
—Por supuesto, por supuesto.
Recé para que los científicos de arriba pudieran obrar un milagro. Sin embargo, lo que ni ellos ni nadie podrían establecer, pensé, era el origen del residuo de la carpeta... ni la forma en que la carpeta se había introducido en el frigorífico.
La vocecita interior me estaba aguijoneando.
No quieres reconocer que has cometido un error, me dije. No quieres enfrentarte con la verdad. Pegaste una etiqueta equivocada en este ERP y el residuo procede de tus manos.
Pero, ¿y si el argumento fuera mucho más perverso?, repliqué en silencio. ¿Y si alguien hubiera colocado deliberadamente la carpeta en el frigorífico y el residuo brillante procediera de las manos de aquella persona y no de las mías? La idea era descabellada, el fruto envenenado de una imaginación enloquecida.
Hasta entonces se había descubierto un residuo similar en los cuerpos de las cuatro mujeres asesinadas.
Sabía que Wingo, Betty, Vander y yo habíamos tocado la carpeta. Las únicas personas que también podían haberla tocado eran Tanner, Amburgey o Bill.
Vi mentalmente su rostro. Algo desagradable e inquietante se agitó dentro de mí mientras trataba de recordar poco a poco los acontecimientos de la tarde del lunes. Bill había estado muy frío durante la reunión con Amburgey y Tanner. No se atrevió a mirarme ni entonces ni más tarde, cuando los tres hombres repasaron los casos en mi sala de reuniones.
Recordé que las fichas habían resbalado al suelo desde las rodillas de Bill. Tanner se ofreció a recogerlas en un automático gesto servicial. Pero fue Bill quien recogió los papeles, unos papeles entre los cuales tenían que estar las etiquetas sobrantes. Después, él y Tanner lo ordenaron todo. Qué fácil hubiera sido arrancar una etiqueta y guardarla en un bolsillo...
Más tarde, Amburgey y Tanner se fueron juntos, pero Bill se quedó unos diez o quince minutos hablando conmigo en el despacho de Margaret. Estuvo muy cariñoso y me aseguró que un par de copas y una noche juntos me calmarían los nervios.
Se fue mucho antes que yo y salió del edificio sin que nadie le viera...
Aparté las imágenes de mi mente; ya no quería verlas. Aquello era absurdo. Estaba perdiendo el control. Bill no hubiera sido capaz de hacer semejante cosa. En primer lugar porque carecía de sentido. No acertaba a imaginar qué beneficio hubiera podido sacar de un acto de sabotaje como aquél. Los portaobjetos erróneamente etiquetados sólo podrían servir para obstaculizar su labor de fiscal cuando se juzgaran los casos. ¡Sería algo así como tirotearse a sí mismo, no sólo los pies sino también la cabeza!
¡Quieres echarle la culpa a alguien porque no puedes reconocer que has fallado!
Aquellos casos de estrangulamiento eran los más difíciles de mi carrera y temía fracasar. A lo mejor, estaba perdiendo mi metódica y racional manera de hacer las cosas. A lo mejor, estaba cometiendo errores.
—Tenemos que determinar la composición de esta sustancia —estaba diciendo Vander.
Como unos compradores concienzudos, teníamos que adquirir una caja de jabón y leer los ingredientes.
—Yo recorreré los lavabos de señoras —dije.
—Y yo recorreré los de caballeros —dijo Vander.
Fuimos como esas personas que rebuscan entre las basuras a ver lo que encuentran.
Tras entrar y salir de los lavabos de señoras de todo el edificio, se me ocurrió una idea luminosa y fui en busca de Wingo. Una de sus misiones era reponer el jabón en los dispensadores automáticos del depósito de cadáveres. Wingo me indicó el armario del portero en una estancia situada varias puertas más abajo de mi despacho. Allí, en el último estante, al lado de un montón de gamuzas para quitar el polvo, había una caja gris de tamaño industrial de jabón de manos Borawash.
El principal ingrediente era el bórax.
Una rápida consulta de mis textos químicos de referencia me hizo comprender por qué el jabón en polvo se iluminaba como un árbol de Navidad. El bórax es un compuesto que contiene boro, una sustancia cristalina que transmite la electricidad como un metal a elevada temperatura. Su uso industrial abarca desde la fabricación de cerámica y vidrio especial hasta la de los polvos de lavar y de los desinfectantes, los abrasivos y el combustible de los cohetes.
Curiosamente, un alto porcentaje del bórax que se emplea en el mundo procede del Valle de la Muerte.
Llegó la noche del viernes y Marino no llamó.
A las siete de la mañana del sábado aparqué en la parte de atrás de mi departamento y empecé a consultar el registro del depósito de cadáveres.
Sabía muy bien que no era necesario. Yo hubiera sido una de las primeras personas en recibir el aviso. No había ingresado ningún cuerpo inesperado. Sin embargo, el silencio me parecía siniestro.
No podía sacudirme de encima la sensación de que otra mujer estaba esperando que la atendiera y de que aquello había vuelto a ocurrir. Seguía esperando la llamada de Marino.