Post Mortem (28 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: Post Mortem
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Busqué a tientas el teléfono.

No contestó nadie.

—¿Diga? —repetí, encendiendo la lámpara de la mesita.

Oí el murmullo de un televisor. Oí unas voces pronunciando unas frases que no pude entender. Colgué enfurecida mientras el corazón me latía con fuerza contra las costillas.

Ahora nos encontrábamos a primera hora de la tarde del lunes. Estaba examinando los informes preliminares de laboratorio sobre los análisis que los científicos forenses estaban llevando a cabo arriba.

Habían otorgado a los casos de estrangulamiento la máxima prioridad. Todo lo demás (niveles de alcoholemia, muertes por consumo de drogas y barbitúricos) había quedado momentáneamente en suspenso. Cuatro científicos de primera estaban examinando las muestras de un residuo brillante que podía corresponder a un barato jabón en polvo utilizado en todos los lavabos públicos de la ciudad.

Los informes preliminares no eran demasiado alentadores. De momento, ni siquiera se podía decir gran cosa sobre la muestra conocida, es decir el jabón Borawash que utilizábamos en el departamento. Aproximadamente un veinticinco por ciento estaba constituido por un «ingrediente inerte, un abrasivo», y el setenta y cinco por ciento restante era borato sódico. Lo sabíamos porque los químicos del fabricante nos lo habían dicho. El microscopio electrónico no era tan seguro. Bajo el microscopio electrónico, el borato sódico, el carbonato sódico y el nitrato sódico, por ejemplo, aparecían todos simplemente como sodio. Los leves vestigios del residuo brillante aparecían también como sodio. Es una afirmación tan vaga como decir que algo contiene trazas de plomo, el cual se halla presente en todas las partes, en el aire, en el terreno y en la lluvia. Jamás analizábamos la presencia de plomo en los residuos de los disparos por arma de fuego porque el resultado positivo no significaba nada.

En otras palabras, no todo lo que brillaba era bórax.

Los vestigios que habíamos descubierto en los cuerpos de las mujeres asesinadas podían corresponder a otra cosa, como, por ejemplo, nitrato sódico, el cual lo mismo puede ser un ingrediente de un fertilizante que un componente de la dinamita. También podía ser un carbonato cristalino como los que usan los fotógrafos para el revelado de fotografías. Teóricamente, el asesino hubiera podido pasar su jornada laboral en un cuarto oscuro, un invernadero o una granja. ¿Cuántas sustancias contienen sodio? Sólo Dios lo sabe.

Vander estaba examinando con el láser otros compuestos de sodio para ver si brillaban. Era una manera rápida de descartar elementos de nuestra lista.

Entre tanto, a mí se me habían ocurrido otras ideas. Quería averiguar qué otras personas o instituciones hacían pedidos de Borawash en el área metropolitana de Richmond, aparte el departamento de Sanidad y Servicios Humanos. Decidí llamar al distribuidor de Nueva York. Hablé con una secretaria que me pasó al departamento de ventas, de donde me enviaron al departamento de contabilidad, el cual me envió al departamento de proceso de datos desde donde me enviaron a la sección de relaciones públicas, la cual me pasó de nuevo con contabilidad. Allí tuve una discusión.

—Nuestra lista de clientes es confidencial. No estoy autorizado a facilitarle esta información. Usted es médico, ¿qué?

—Forense —contesté midiendo mis palabras—. Soy la doctora Scarpetta, jefa del departamento de Medicina Legal de Virginia.

—Ah, ya. Son los que otorgan la licencia a los médicos y entonces...

—No. Investigamos defunciones.

Una pausa.

—¿Quiere decir esos que hacen pesquisas sobre las muertes?

Hubiera sido inútil explicarle que yo no era pesquisidor.

Eso lo hacían unos funcionarios convenientemente elegidos que no solían ser patólogos forenses. En algunos estados el encargado de una gasolinera puede ser nombrado pesquisidor. Le dejé en su error, pero ello sólo sirvió para empeorar las cosas.

—No lo entiendo. ¿Insinúa tal vez que alguien ha dicho que el Borawash puede ser letal? Eso no es posible. Que yo sepa, no es tóxico. Nunca hemos tenido problemas de este tipo. ¿Alguien lo ha ingerido? Tendré que ponerla con el supervisor...

Expliqué que en los escenarios de varios delitos relacionados entre sí se había descubierto una sustancia que posiblemente fuera el Borawash, pero que el jabón no tenía nada que ver con las muertes y que no me interesaba la posible toxicidad del producto. Le dije que, en caso necesario, conseguiría un mandamiento judicial que sólo serviría para hacernos perder más el tiempo a él y a mí. Oí el rumor de unas llaves mientras el hombre se dirigía a un ordenador.

—Creo que es eso lo que usted quiere que le envíe, señora. Tenemos setenta y tres nombres de clientes de Richmond.

—Sí, le agradecería mucho que me enviara la lista a la mayor brevedad posible. Pero, si es tan amable, tenga la bondad de leerme la lista por teléfono, por favor.

Sin demasiado entusiasmo, el hombre accedió a hacerlo, pero de poco sirvió. No reconocí casi ninguna de las empresas, exceptuando el departamento de Vehículos Motorizados, el mercado de abastos de la ciudad y, naturalmente, el departamento de Sanidad y Servicios Humanos. Colectivamente hablando, dichas empresas debían de incluir unas diez mil personas, desde jueces a abogados del estado y fiscales, todos los miembros del cuerpo de policía y todos los mecánicos de los garajes de la ciudad y el estado. Dentro de aquella multitud de gente se encontraba el señor Nadie con su manía por la higiene.

Poco después de las tres de la tarde, estaba regresando a mi escritorio con otra taza de café cuando Rose me pasó una llamada.

—Lleva bastantes horas muerta —dijo Marino.

Agarré el bolso y salí a escape.

11

S
egún Marino, la policía aún no había encontrado a ningún vecino que hubiera visto a la víctima durante el fin de semana. Una amiga que trabajaba con ella la llamó el sábado y el domingo y no obtuvo respuesta. Al ver que no se presentaba para dar su acostumbrada clase de la una, la amiga avisó a la policía. Un oficial acudió al lugar de los hechos y, al rodear la casa, vio una ventana del segundo piso abierta de par en par.

La víctima convivía con alguien que, al parecer, estaba ausente de la ciudad.

La casa se encontraba a algo más de un kilómetro del centro, muy cerca de la universidad de la mancomunidad de Virginia, un vasto edificio en el que estudiaban más de veinte mil alumnos. Muchas de las escuelas y facultades universitarias ocupaban edificios Victorianos restaurados y varios inmuebles de piedra arenisca del West Main. Las clases estivales estaban en pleno apogeo y los estudiantes subían y bajaban por la calle en bicicleta. Se sentaban en las terrazas de los restaurantes tomando café y conversaban con sus amigos disfrutando de la soleada tibieza de una soleada tarde de junio.

Henna Yarborough tenía treinta y un años y enseñaba periodismo en la escuela de radiodifusión de la universidad, según me dijo Marino. En otoño se había trasladado a Richmond desde Carolina del Norte. No sabíamos nada más de ella, aparte el hecho de que había muerto y llevaba varios días muerta.

Había policías y reporteros por todas partes.

El tráfico circulaba muy despacio por delante de la casa de tres pisos de ladrillo rojo oscuro, en cuya entrada ondeaba una bandera azul y verde hecha a mano. En las ventanas había macetas con geranios blancos y rosa, y el tejado de pizarra color azul acero estaba adornado con un diseño floral amarillo pálido de estilo modernista.

La calle estaba tan abarrotada de gente que tuve que aparcar casi a media manzana de distancia. Observé que los reporteros estaban más apagados que de costumbre. Apenas se movieron cuando pasé. No me acercaron las cámaras y los micrófonos a la cara. Su comportamiento tenía un cierto aire castrense... severo, silencioso y visiblemente inquieto... como si intuyeran que aquél era el caso número cinco. Cinco mujeres como ellas mismas o como sus esposas y amantes, brutalmente maltratadas y asesinadas.

Un agente uniformado levantó la cinta amarilla que impedía franquear la puerta principal en lo alto de unos desgastados peldaños de granito. Entré a un oscuro vestíbulo y subí tres tramos de una escalera de madera. En el último rellano encontré al jefe superior de policía y a varios altos funcionarios, investigadores y agentes uniformados. Bill también estaba presente, cerca de una puerta abierta y mirando hacia el interior de una estancia. Vi que estaba muy pálido cuando sus ojos se cruzaron brevemente con los míos.

Apenas me fijé en él cuando me detuve a la entrada y miré hacia el interior del pequeño dormitorio del que se escapaba el acre hedor de la carne humana en descomposición, tan distinto de todos los demás olores de la Tierra. Marino se encontraba de espaldas a mí, abriendo los cajones de una cómoda y examinando con destreza los montones de prendas cuidadosamente dobladas.

En el primer cajón de la cómoda había unos frascos de perfume y cremas hidratantes, un cepillo para el cabello y una caja de rulos eléctricos. A la izquierda, se veía un escritorio con una máquina de escribir eléctrica, que semejaba una isla en medio de un mar de papeles y libros. Había más libros alineados en un estante alto y amontonados sobre el entarimado. La puerta de un lavabo aparecía entreabierta y la luz estaba apagada. No había alfombras, ni cachivaches, ni fotografías ni cuadros en las paredes... como si el dormitorio no llevara mucho tiempo ocupado o como si su ocupante no tuviera intención de permanecer demasiado tiempo allí.

A mi derecha había una segunda cama. De lejos vi unas sábanas revueltas y una enmarañada mata de cabello oscuro. Mirando cuidadosamente por dónde pisaba, me acerqué a ella.

Tenía el rostro vuelto hacia mí, pero tan hinchado, congestionado y descompuesto que no pude adivinar cuál debía de ser su aspecto en vida; sólo se veía que era blanca y que tenía una mata de cabello castaño oscuro largo hasta la cintura. Estaba desnuda y descansaba sobre el lado izquierdo con las piernas dobladas y las manos fuertemente atadas a la espalda. Al parecer, el asesino había utilizado las cuerdas de una persiana. Los nudos y las ataduras resultaban estremecedoramente familiares. Una colcha azul oscuro estaba echada de cualquier manera sobre sus caderas en una muestra de frío desprecio. En el suelo, a los pies de la cama, estaba el pijama cuya chaqueta abrochada había sido cortada desde el cuello hasta el dobladillo mientras que los pantalones habían sido cortados por ambos lados.

Marino cruzó lentamente la estancia y se acercó a mí.

—Subió por la escalera —me dijo.

—¿Qué escalera? —pregunté.

Había dos ventanas. La más próxima a la cama estaba abierta.

—Pegada al muro exterior de ladrillo —me explicó Marino—, hay una vieja escalera de hierro contra incendios. Así es como entró. Los peldaños están oxidados. Parte de la herrumbre se desprendió y se puede ver en el antepecho de la ventana. Probablemente la llevaba adherida a los zapatos.

—Y debió de salir por el mismo sitio —deduje yo.

—No lo sabemos con certeza, pero parece que sí. La puerta de abajo estaba cerrada. Tuvimos que derribarla. En el jardín —añadió Marino, mirando de nuevo hacia la ventana—, la hierba está muy crecida bajo la escalera. No hay huellas. El sábado por la noche cayó un aguacero y eso no nos facilita precisamente la labor.

—¿No hay aire acondicionado? —pregunté.

Me notaba un hormigueo en la piel; la estancia resultaba húmeda y sofocante, toda ella impregnada de podredumbre.

—No. Y ni siquiera hay ventiladores. Ni uno solo.

Marino se pasó una mano por el arrebolado rostro. El cabello se le pegaba a la sudorosa frente; tenía los ojos inyectados en sangre y orlados de oscuras sombras. Cualquiera hubiera dicho que llevaba una semana sin dormir ni cambiarse de ropa.

—¿La ventana estaba cerrada? —pregunté.

—Las dos estaban abiertas... —su rostro se contrajo en una expresión de asombro mientras ambos nos volvíamos simultáneamente hacia la puerta—. Pero, ¿qué demonios...?

Una mujer estaba gritando a pleno pulmón en el recibidor situado dos pisos más abajo. Se oían movimientos de pies y unas voces masculinas discutiendo.

—¡Fuera de mi casa! Oh, Dios mío... ¡Fuera de mi casa, maldito hijo de puta! —gritó la mujer.

Marino pasó bruscamente por mi lado y en seguida oí resonar sus pisadas por los peldaños de madera. Me pareció que le decía algo a alguien y en seguida cesaron los gritos y las voces se convirtieron en un murmullo.

Inicié el examen externo del cuerpo.

La mujer estaba a la misma temperatura que la habitación y la rigidez cadavérica ya había desaparecido. Se había enfriado inmediatamente después de la muerte y posteriormente, coincidiendo con la subida de la temperatura exterior, la temperatura de su cuerpo también había subido. Finalmente, la rigidez se esfumó, como si el sobresalto inicial de la muerte hubiera desaparecido a medida que pasaban las horas.

No tuve que apartar demasiado la colcha para ver lo que había debajo. Por un instante, dejé de respirar y el corazón pareció detenerse en mi pecho. Volví a colocar cuidadosamente la colcha en su sitio y empecé a quitarme los guantes. No podía hacer nada más. Absolutamente nada.

Cuando oí que Marino subía de nuevo por la escalera, me volví para recordarle que el cuerpo tendría que ser enviado al depósito de cadáveres envuelto en las sábanas. Pero las palabras se me congelaron en la garganta. El asombro me había dejado sin habla.

En la puerta, al lado de Marino, estaba Abby Turnbull. ¿Pero qué demonios se había creído Marino? ¿Acaso había perdido el juicio? Abby Turnbull, la mordaz reportera a cuyo lado los tiburones parecían pececitos de colores.

Entonces observé que calzaba, sandalias y vestía unos pantalones vaqueros y un blusón blanco. Llevaba el cabello recogido hacia atrás y no iba maquillada. No sostenía en sus manos ninguna grabadora y no llevaba ningún cuaderno de notas, simplemente una bolsa de lona. Su rostro se contrajo en una mueca de terror mientras clavaba los ojos en la cama.

—¡No, Dios mío! —exclamó, cubriéndose la boca con la mano.

—Entonces es ella —dijo Marino en voz baja.

Abby se acercó un poco más sin apartar los ojos de la cama.

—Dios mío. Henna. Oh, Dios mío...

—¿Ésta era su habitación?

—Sí. Sí. Oh, Dios mío, qué horror...

Marino hizo un gesto con la cabeza, indicándole a un agente uniformado, a quien yo no podía ver desde el lugar en que me encontraba, que subiera y acompañara a Abby Turnbull fuera de la estancia. Oí las pisadas en la escalera y los gemidos de Abby.

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