Volvió a ocurrir.
La segunda intrusión en el ordenador no tuvo nada que ver con lo que se publicó en el periódico porque el propósito no era atraer hacia el ordenador de mi oficina al asesino sino al comisionado.
—Por cierto—me dijo Abby mientras sacábamos el equipajedel maletero—, no creo que Amburgey te siga planteando dificultades.
—Un leopardo no puede borrarse las manchas —dije yo, consultando mi reloj.
Abby esbozó una sonrisa, pensando sin duda en algún secreto que no quería divulgar.
—No te extrañes demasiado si, cuando vuelves, descubres que ya no está en Richmond.
No hice ninguna pregunta.
Abby estaba furiosa con Amburgey. Alguien tenía que pagar. Y a Bill no podía tocarlo.
Este me había llamado la víspera para decirme que se había enterado de lo ocurrido y se alegraba de que estuviera bien. No hizo la menor alusión a sus propios delitos y yo no se los comenté cuando me anunció tranquilamente que no le parecía una buena idea que siguiéramos viéndonos.
—Lo he pensado mucho y creo que no daría resultado, Kay.
—Tienes razón —convine yo, sorprendiéndome de que pudiera experimentar tanto alivio—. No daría resultado, Bill.
Abracé cariñosamente a Abby.
Lucy frunció el ceño mientras trataba de levantar una voluminosa maleta de color rosa.
—Qué lástima —se quejó—. En el ordenador de mamá no hay más que un programa de tratamiento de textos. Qué lástima. No hay ninguna base de datos ni nada de todo eso.
—Nosotras nos iremos a la playa —le dije, tomando dos maletas y cruzando con ella las puertas de cristal—. Nos lo vamos a pasar muy bien, Lucy. Puedes olvidarte del ordenador durante algún tiempo. No es bueno para la vista.
—A un kilómetro de casa hay una tienda de
software...
—A la playa, Lucy. Necesitas unas vacaciones. Las dos las necesitamos. El aire puro y el sol nos sentarán de maravilla. Te has pasado dos semanas encerrada en mi despacho.
Cuando llegamos al mostrador de los billetes, todavía estábamos discutiendo.
Coloqué las maletas en la báscula, alisé el cuello del vestido de Lucy por detrás y le pregunté por qué no se había puesto la chaqueta.
—El aire acondicionado de los aviones siempre es excesivo.
—Tita Kay...
—Vas a pillar un resfriado.
—¡Tita Kay!
—Nos da tiempo a tomarnos un bocadillo.
—¡No tengo apetito!
—Tienes que comer. De aquí al Dulles tardaremos una hora y a bordo no sirven almuerzos. Tienes que llenarte un poco el estómago.
—¡Hablas igual que la abuela!