La vehemencia de sus palabras me dejó de una pieza. No era propio de él describir a las personas en términos tan vitriólicos. Sobre todo, tratándose de alguien a quien yo suponía que apenas conocía.
—¿Recuerdas el reportaje que publicó sobre mí hace cosa de un mes?
El
Times
había decidido cumplir finalmente con su deber de trazar un perfil sobre el nuevo fiscal de la mancomunidad. El reportaje, bastante extenso, por cierto, se publicó en domingo y yo no recordaba con detalle lo que Abby Turnbull había escrito, aunque sí recordaba que el trabajo me había parecido insólitamente soso dada la personalidad de su autora.
Así se lo dije a Bill.
—Que yo recuerde, el reportaje carecía de mordiente. No te perjudicaba, pero tampoco te beneficiaba.
—Tenía su explicación —dijo Bill—. Sospecho que no le apetecía demasiado escribirlo.
Bill no quería insinuar que hubiera sido un encargo aburrido para la periodista sino otra cosa muy distinta. Me estaba volviendo a poner nerviosa por momentos.
—Mi sesión con ella fue tremenda. Se pasó un día entero conmigo, desplazándose en mi automóvil, asistiendo a todas mis reuniones e incluso acompañándome a la lavandería. Ya sabes cómo son esos reporteros. Como no les pares los pies, te acompañan hasta al retrete. Bueno, digamos que, a medida que pasaban las horas, las cosas empezaron a adquirir un lamentable sesgo a todas luces inesperado.
Bill hizo una pausa para ver si yo comprendía adonde quería ir a parar.
Demasiado bien lo comprendía.
Mirándome directamente a la cara, Bill añadió:
—Todo se estropeó sin remedio. Salimos de la última reunión sobre las ocho. Ella insistió en que fuéramos a cenar. Pagaba el periódico, ¿comprendes?, y aún tenía que hacerme unas cuantas preguntas. Tan pronto como abandonamos el
parking
del restaurante, dijo que no se encontraba bien. Demasiado vino tal vez. Quiso que la llevara a su casa en lugar de acompañarla a la sede del periódico donde había dejado su automóvil. La acompañé y, cuando me detuve delante de su casa, se me echó encima. Fue de lo más embarazoso.
—¿Y qué más? —pregunté como si me diera igual.
—Pues que no supe manejar bien la situación. Creo que la humillé sin querer. Y, desde entonces, está empeñada en fastidiarme.
—¿De qué manera? ¿Te llama, te envía cartas de amenaza? —pregunté sin tomármelo demasiado en serio.
No estaba preparada para lo que Bill me dijo a continuación.
—Y un cuerno me escribe cartas. Más bien creo que utiliza tu ordenador. Aunque parezca una locura, creo que sus motivos son sobre todo de carácter personal...
—¿Las filtraciones? ¿Estás insinuando que ha penetrado en mi ordenador y está escribiendo detalles espeluznantes sobre estos casos para fastidiarte?
—Si se llega a una componenda sobre estos casos en los tribunales, ¿quién demonios saldrá perjudicado?
No contesté. No podía creerlo.
—Yo. Yo seré el fiscal en los juicios. Los casos tan sensacionalistas y horripilantes como éstos se pueden perder por culpa de toda la mierda que publican los periódicos, y a mí nadie me va a enviar flores ni notas de agradecimiento. Y ella lo sabe muy bien, Kay. Me quiere hacer daño, eso es lo que quiere.
—Bill —dije, bajando la voz—, ella está obligada a ser una reportera agresiva y a publicar todo lo que pueda. Y, sobre todo, sólo podrías perder los casos en un juicio si la única prueba fuera una confesión. Entonces, la defensa le haría cambiar de idea. Y el acusado retiraría lo dicho. El argumento utilizado sería que el tipo es un psicópata que conoce todos los detalles de los asesinatos porque lee lo que publican los periódicos. Y está convencido de que él es el autor de los asesinatos. Tonterías de ésas. El monstruo que está matando a estas mujeres no se entregaría sin más ni confesaría nada espontáneamente.
Bill apuró su vaso y lo volvió a llenar.
—A lo mejor, la policía lo presentará como sospechoso y lo obligará a hablar. A lo mejor, eso es lo que ocurrirá. Y puede que eso sea lo único que lo vincule con los crímenes. No hay la menor prueba física que demuestre nada...
—¿Que no hay la menor prueba física? —pregunté, interrumpiéndole. No habría oído bien. ¿Acaso el vino le había embotado los sentidos?—. Ha dejado un reguero de líquido seminal. Lo atrapan y el ADN demostrará que...
—Sí, claro. La prueba del ADN sólo se ha presentado un par de veces ante los tribunales de Virginia. Son muy pocos los veredictos de culpabilidad que se han conseguido por este medio a nivel nacional... casi siempre se recurre la sentencia. Intenta explicarle a un jurado de Richmond que el tipo es culpable porque lo demuestra el ADN. Tendré suerte si puedo encontrar a algún miembro del jurado que sepa deletrear el ADN. Cualquiera que tenga un índice intelectual superior a cuarenta será rechazado por la defensa bajo cualquier pretexto. Con eso tengo que bregar yo semana tras semana...
—Bill...
—Qué asco —Bill empezó a pasear arriba y abajo por la cocina—. No sabes tú lo que cuesta conseguir un veredicto de culpabilidad contra un tipo, aunque cincuenta personas juren haberle visto apretar el gatillo. La defensa se saca de la manga un montón de hábiles testigos que lo enredan todo sin remedio. Tú mejor que nadie sabes lo complicadas que son las pruebas del ADN.
—Bill, más de una vez les he explicado a los jurados lo difícil que es eso.
Bill fue a decir algo, pero cambió de idea. Con la mirada perdida en el espacio, tomó otro sorbo de vino.
El silencio se estaba prolongando embarazosamente. Si el veredicto de los juicios dependiera exclusivamente de los resultados de las pruebas del ADN, yo me convertiría en un testigo clave de la acusación. Muchas veces había tenido que pasar por aquella situación y no recordaba que Bill se hubiera preocupado demasiado por ello.
Esta vez había algo más.
—¿Qué ocurre? —pregunté muy a pesar mío—. ¿Estás preocupado por nuestra relación? ¿Crees que alguien se va a enterar y nos acusará de acostarnos profesionalmente juntos... que me acusará de alterar los resultados para que se acomoden a los intereses del fiscal?
Me miró con el rostro arrebolado.
—No estaba pensando en eso. Es verdad que hemos salido juntos, pero, ¿y qué? Hemos ido a cenar, al teatro algunas veces...
No tuvo que completar la frase. Nadie sabía lo nuestro. Por regla general, él solía acudir a mi casa o nos íbamos a algún lugar apartado como Williamsburg o el distrito de Columbia, donde no era probable que nos tropezáramos con ningún conocido. Yo siempre me había preocupado mucho más que él por la posibilidad de que nos vieran juntos en público.
¿O acaso se refería a algo mucho más trascendente?
No éramos amantes en el sentido estricto y ello creaba entre nosotros una sutil, pero incómoda tensión.
Ambos éramos conscientes de la fuerte atracción que sentíamos el uno por el otro, pero hasta hacía unas semanas no habíamos dado el paso. Al término de un juicio que se prolongó hasta el anochecer, Bill me invitó como si tal cosa a tomar un trago. Nos dirigimos a un restaurante situado a un tiro de piedra de los juzgados y, tras tomarnos un par de whiskys, nos fuimos a mi casa. Todo fue tan repentino y apasionado como un enamoramiento entre adolescentes. El carácter prohibido de aquella relación hacía que todo fuera mucho más intenso. De pronto, sentada con él en el sofá de mi salón a oscuras, me entró miedo.
Su deseo era excesivo. Mientras estallaba y me avasallaba en lugar de acariciarme, empujándome casi a la fuerza hacia abajo en el mullido sofá, me vino a la imaginación con toda claridad el recuerdo de su mujer recostada contra los almohadones de raso azul celeste de su cama cual si fuera una encantadora muñeca de tamaño natural, con su salto de cama blanco teñido de rojo oscuro y con una pistola automática de nueve milímetros a pocos centímetros de su inerte mano derecha.
Acudí al lugar de los hechos, sabiendo tan sólo que, al parecer, la esposa del candidato al cargo de fiscal de la mancomunidad se había suicidado. Entonces no conocía a Bill. Examiné a su mujer. Tuve literalmente su corazón en mis manos. Todas aquellas imágenes estaban cruzando gráficamente ante mis ojos en el salón de mi casa a oscuras varios meses después.
Me aparté físicamente de él. No le expliqué la verdadera razón pese a que, en los días sucesivos, él me siguió acosando con más denuedo que nunca. Nuestra atracción mutua era la misma, pero se había levantado una muralla entre nosotros. Y yo no podía derribarla ni trepar por ella por mucho que lo intentara.
Apenas le escuchaba.
—...No sé cómo podrías alterar los resultados de las pruebas del ADN a menos que organizaras una conspiración en la que estuvieran implicados, no sólo los laboratorios privados que llevan a cabo las pruebas, sino también medio departamento de Medicina Legal...
—¿Cómo? —pregunté, sobresaltada—. ¿Alterar los resultados del ADN?
—Ni siquiera me escuchas —dijo Bill, a punto de perder la paciencia.
—Se me ha escapado algo.
—Estoy diciendo que nadie te podría acusar de amañar nada... eso es lo que quiero decir. Por consiguiente, nuestras relaciones no tienen nada que ver con lo que estoy pensando.
—De acuerdo.
—Lo que pasa es que...
Bill se detuvo sin concluir la frase.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté. Al ver que volvía a apurar el vaso añadí—: Bill, recuerda que tienes que conducir...
Rechazó mi comentario con un gesto de la mano.
—Entonces, ¿qué es? —volví a preguntar—. ¿Qué?
Bill frunció los labios sin querer mirarme. Poco a poco, consiguió sacarlo.
—Es que no estoy seguro de lo que van a pensar de ti los miembros del jurado.
—Dios mío... Entonces es que sabes algo. ¿Qué es? ¿Qué? ¿Qué está tramando ese hijo de puta? ¿Me va a despedir por culpa de esta maldita cuestión del ordenador, es eso lo que te ha dicho?
—¿Amburgey? No está tramando nada. No tiene por qué. Si tu departamento es acusado de las filtraciones y si los ciudadanos se convencen de que los sensacionalistas reportajes de la prensa son el motivo de que el asesino ataque cada vez con más frecuencia, tu cabeza tendrá que rodar. La gente necesita echarle la culpa a alguien. Yo no puedo permitirme el lujo de que mi testigo estelar tenga un problema de credibilidad o popularidad.
—¿Es eso lo que tú y Tanner estabais discutiendo tan acaloradamente después del almuerzo? —pregunté casi al borde de las lágrimas—. Os vi en la acera, saliendo del Pekín...
Un prolongado silencio. Eso significaba que él también me había visto a mí, pero había fingido no verme. ¿Por qué? ¡Probablemente porque él y Tanner estaban hablando de mí!
—Estábamos discutiendo unos casos —contestó evasivamente—. Discutiendo un montón de cosas.
Me puse tan furiosa que preferí callarme y no decir nada que después pudiera lamentar.
—Mira —añadió Bill, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el primer botón de la camisa—. Ya veo que no me ha salido bien. No quería decírtelo de esta manera. Te lo juro por Dios. Ahora estás disgustada y yo también lo estoy. Lo siento.
Mi silencio era sepulcral.
Bill respiró hondo.
—Tenemos graves problemas y convendría que los resolviéramos juntos. Hay que estar preparados para lo peor, ¿de acuerdo?
—¿Qué pretendes que haga exactamente? —pregunté, midiendo cada palabra para evitar que se me quebrara la voz.
—Piénsalo todo cinco veces. Como se hace en el tenis. Cuando uno está deprimido o preocupado, tiene que jugar con mucho cuidado. Tiene que concentrarse en cada jugada y no apartar la vista de la pelota ni un solo segundo.
A veces, sus símiles tenísticos me atacaban los nervios. En aquel momento, por ejemplo.
—Siempre pienso lo que hago —dije en tono irritado—. No hace falta que me digas cómo tengo que hacer mi trabajo. No suelo cometer fallos.
—Pero ahora es especialmente importante. Abby Turnbull es veneno puro. Creo que quiere comprometernos a los dos. Entre bastidores. Utilizándote a ti o utilizando el ordenador de tu despacho para perjudicarme a mí. Sin importarle el daño que con ello pueda causar a la justicia. Si los casos se nos escapan de las manos, a ti y a mí nos echarán de nuestros puestos. Así de sencillo.
Puede que tuviera razón, pero me costaba aceptar que Abby Turnbull pudiera ser tan perversa. A poca sangre que tuviera en las venas, desearía que el asesino recibiera su justo castigo. No sería capaz de utilizar a cuatro mujeres brutalmente asesinadas como piezas de sus intrigas y venganzas, eso siempre y cuando estuviera intrigando, cosa que yo dudaba bastante.
Estaba a punto de decirle a Bill que exageraba y que el mal encuentro que había tenido con ella le había alterado momentáneamente la razón. Pero algo me impidió hacerlo.
No quería seguir hablando de aquel asunto.
Tenía miedo.
Me inquietaba. Bill había esperado hasta aquel momento para decírmelo. ¿Por qué? Su encuentro con la periodista se había producido varias semanas atrás. Si ella nos estaba preparando una trampa y si efectivamente era tan peligrosa para los dos, ¿por qué no me lo había dicho antes?
—Creo que los dos necesitamos una buena noche de sueño —dije serenamente—. Y creo que nos convendría olvidar esta conversación o, por lo menos, algunas partes de ella, y seguir adelante como si nada hubiera ocurrido.
Bill se apartó de la mesa.
—Tienes razón. Estoy cansado. Y tú también. Dios mío, no quería que la cosa terminara así. Vine aquí para darte ánimos. Estoy avergonzado...
Siguió disculpándose mientras bajábamos por el pasillo. Antes de que yo tuviera ocasión de abrir la puerta, me dio inesperadamente un beso y yo noté el sabor del vino en su aliento y el calor de su cuerpo contra el mío. Mi respuesta física era siempre inmediata, un estremecimiento de deseo que me recorría la columna vertebral y un temor que me traspasaba el cuerpo como una corriente eléctrica. Me aparté involuntariamente de él y le dije en un susurro:
—Buenas noches.
Su sombra se dirigió en la oscuridad hacia su automóvil y su perfil quedó brevemente iluminado por la luz interior cuando abrió la portezuela para sentarse al volante. Cuando los rojos faros traseros se perdieron calle abajo y desaparecieron detrás de los árboles, yo todavía me quedé un buen rato de pie en el porche.