E
l interior del Plymouth Reliant plateado de Marino estaba tan desordenado y lleno de trastos como yo hubiera imaginado... de haberme tomado la molestia de pensar en ello un instante.
En el suelo de la parte de atrás había una caja de pollo frito listo para llevar, unas servilletas arrugadas y unas bolsas de Burger King, y varios vasos de plástico con manchas de café. El cenicero rebosaba de colillas, y del espejo retrovisor colgaba un ambientador de aire con aroma de bosque y en forma de pino cuya eficacia era tan dudosa como la de un frasco de perfume en un vertedero de basuras. Había polvo, hilachas y migas por todas partes y el parabrisas tenía tanto hollín de humo de cigarrillos que casi no se veía nada.
—¿Le da usted algún baño alguna vez? —pregunté mientras me abrochaba el cinturón de seguridad.
—Ya no. Me lo han asignado a mí, por supuesto, pero no es mío. No dejan que me lo lleve a casa por la noche ni los fines de semana ni nada. Si lo froto hasta dejarlo resplandeciente y me gasto media botella de líquido limpiador para la tapicería, ¿qué es lo que pasa? Pues que algún zángano lo utiliza cuando yo no estoy de servicio. Y me lo devuelve tal como está ahora. No falla. Al cabo de algún tiempo, decidí ahorrarles la molestia. Y empecé a ensuciarlo yo.
Las comunicaciones policiales chirriaban muy quedas y la lucecita parpadeaba al pasar de uno a otro canal. Marino abandonó el
parking
de la parte de atrás del edificio. Llevaba sin saber nada de él desde que el lunes abandonara bruscamente la sala de reuniones. Ahora estábamos a última hora de la tarde del miércoles y pocos momentos antes me había sorprendido apareciendo de repente en la puerta de mi despacho y anunciándome su intención de llevarme a dar «un pequeño paseo».
El «paseo» incluía entre otras cosas una visita retrospectiva a los lugares de los hechos, y su propósito, según pude deducir, era el de que yo me grabara su mapa en la mente. No podía negarme. La idea era buena. Pero era lo que menos me hubiera esperado de él. ¿Desde cuándo me implicaba en lo que él hacía a no ser que no pudiera evitarlo?
—Hay unas cuantas cosas que necesita saber —me dijo, ajustando el espejo lateral.
—Comprendo. ¿Debo entender que, si me hubiera negado a dar este «pequeño paseo», usted jamás me hubiera revelado estas cosas que necesito saber?
—Entiéndalo como usted quiera.
Esperé pacientemente a que volviera a colocar el encendedor en su soporte. Tardó un buen rato en sentarse más cómodamente detrás del volante.
—Podría interesarle saber —dijo para empezar— que ayer sometimos a Petersen a una prueba poligráfica y que el tío la superó. Es bastante reveladora, pero yo sigo sin descartarle del todo. La puedes superar si eres uno de esos psicópatas capaces de mentir con la misma facilidad con que respiran. Es un actor. Probablemente sería capaz de decir que es Jesucristo crucificado y no le sudarían las manos y su pulso sería tan firme como el de usted y el mío cuando estamos en la iglesia.
—Lo dudo bastante —dije—. Es muy difícil, por no decir imposible, engañar a un detector de mentiras. Por mucho que usted diga lo contrario.
—Ha ocurrido alguna vez. Esa es una de las razones por las cuales la prueba no resulta admisible en los tribunales.
—No. No llegaré al extremo de decir que es infalible.
—Lo malo es que no tenemos ninguna causa probable para detenerle y ni siquiera podemos prohibirle que abandone la ciudad —añadió Marino—. Por eso lo tengo sometido a vigilancia. Estamos tratando de controlar sus actividades fuera de los horarios de trabajo. Como, por ejemplo, qué hace por las noches. A lo mejor, se mete en su automóvil y recorre los distintos barrios de la ciudad para estudiar el terreno.
—¿No ha vuelto a Charlottesville?
Marino sacudió la ceniza de su cigarrillo fuera de la ventanilla.
—Quiere esperar un poco, dice que está demasiado trastornado como para volver. Se ha mudado a un apartamento de la avenida Freemont, dice que no puede poner los pies en la casa después de lo que pasó. Creo que la va a vender. Y no porque necesite el dinero —Marino se volvió a mirarme y yo me enfrenté brevementeconunaimagen deformada de mí misma en su rostro en sombras—. Resulta que la mujer tenía un seguro de vida bastante considerable. Petersen va a cobrar unos doscientos de los grandes. Supongo que podrá dedicarse a escribir sus obras de teatro sin necesidad de ganarse la vida.
No dije nada.
—Y creo que hemos pasado por alto la denuncia por violación el verano en que terminó sus estudios de bachillerato.
—¿Ha examinado usted este asunto?
Estaba segura de que lo habría hecho, de lo contrario no lo hubiera mencionado.
—Resulta que aquel verano estaba trabajando como actor en Nueva Orleans y cometió el error de tomarse demasiado en serio a una admiradora. He hablado con el policía que investigó el caso. Según él, Petersen era el principal protagonista de no sé qué obra; aquella niña se encaprichó de él, acudía noche tras noche a verle y le enviaba notas y yo qué sé. Al final, le fue a ver al camerino y ambos acabaron haciendo una ronda por los bares del Barrio Francés. A las cuatro de la madrugada, la chica llama medio histérica a la policía y dice que la han violado. Petersen se encuentra en un situación comprometida porque todas las pruebas dan positivo y resulta que los líquidos corporales corresponden a un no secretor, precisamente lo que es él.
—¿El caso llegó a los tribunales?
—El maldito gran jurado lo desestimó. Petersen reconoció haber mantenido relaciones sexuales con la chica en su apartamento. Dijo que había habido consentimiento por parte de la chica y que era ella quien lo había provocado. La chica presentaba muchas magulladuras e incluso unas señales en el cuello. Pero nadie pudo establecer en qué momento se habían producido las magulladuras ni si Petersen se las había causado al forcejear con ella. Verá, el gran jurado echa un vistazo a un tipo como él. Tiene en cuenta que actúa en una obra de teatro y que la relación la ha iniciado la chica. El conservaba todavía en su camerino las notas que ella le había enviado y en las cuales se demostraba claramente que estaba loca por él. Y el tipo estuvo muy convincente al explicar que la chica ya tenía unas magulladuras cuando se acostó con él y que incluso le dijo que se las había provocado un individuo con quien ella había roto varios días antes. Nadie podía reprocharle nada a Petersen. La chica era muy ligera de cascos y, o bien era tonta de capirote o bien cometió un estúpido error, ganándose por así decirlo a pulso todo el numerito que le hicieron.
—Estas cosas son casi imposibles de demostrar —comenté yo.
—Bueno, nunca se sabe. Pero también es curioso —añadió Marino como el que no quiere la cosa— que Benton me llamara la otra noche para decirme que el potente ordenador de Quantico se apuntó un tanto a propósito del
modus operandi
del tipo que está asesinando a estas mujeres en Richmond.
—¿Dónde?
—Pues en Waltham, Massachusetts —contestó Marino, volviendo la cabeza para mirarme—. Hace dos años, precisamente cuando Petersen estudiaba último curso en Harvard, justo a unos treinta kilómetros al este de Waltham. Durante los meses de abril y mayo, dos mujeres fueron violadas y estranguladas en sus apartamentos. Ambas vivían solas en apartamentos de la planta baja y fueron encontradas atadas con cinturones y cordones eléctricos. Ambos asesinatos se produjeron durante el fin de semana. Los delitos son como una copia en papel carbón de lo que ahora está ocurriendo aquí.
—¿Cesaron los asesinatos cuando Petersen finalizó sus estudios y vino a vivir aquí?
—No exactamente —contestó Marino—. Hubo otro aquel verano, pero no pudo haberlo cometido Petersen porque ya vivía aquí y su mujer había empezado a trabajar en el hospital de la Facultad de Medicina. Sin embargo, hubo algunas diferencias en el tercer caso. La víctima era una adolescente y vivía a unos veinte kilómetros del lugar donde se cometieron los otros dos homicidios. No vivía sola sino con un tipo que estaba momentáneamente ausente de la ciudad. La policía llegó a la conclusión de que había sido una imitación de los otros dos... alguien leyó los detalles de los otros dos en los periódicos y se le ocurrió la idea de hacer lo mismo. Tardaron una semana en descubrirla y estaba tan descompuesta que no hubo posibilidad de encontrar trazas de líquido seminal ni de establecer ningún otro dato sobre el asesino.
—¿Cuál fue el resultado de las pruebas de los dos primeros casos?
—Individuo no secretor —contestó lentamente Marino sin mirarme.
Silencio. Recordé que en el país había millones de hombres con aquella característica y que los asesinatos de tipo sexual ocurren en casi todas las grandes ciudades. Sin embargo, el paralelismo era inquietante.
Acabábamos de enfilar una estrecha calle arbolada de una zona recientemente urbanizada en la que todas las casas estilo rancho eran iguales y sugerían espacios reducidos y materiales de construcción de baja calidad. Había algunos letreros de la inmobiliaria y algunos de los edificios se encontraban todavía en fase de construcción. Casi todas las parcelas estaban recién ajardinadas con pequeños cornejos y árboles frutales.
Dos manzanas más abajo a la izquierda estaba la casita gris donde Brenda Steppe había sido asesinada hacía apenas dos meses. La casa no se había alquilado ni vendido. La mayoría de la gente que busca un nuevo hogar no es partidaria de mudarse a vivir a un sitio donde alguien ha sido brutalmente asesinado. En los patios de varias casas de ambos lados había letreros de «En venta».
Aparcamos delante y permanecimos sentados en silencio con los cristales de las ventanillas del automóvil bajados. Observé que había muy pocas farolas. De noche aquello debía de estar muy oscuro, por cuyo motivo, si el asesino hubiera tenido la precaución de ponerse prendas oscuras, no era probable que le hubiera visto nadie.
—Entró por la ventana de la cocina en la parte de atrás —dijo Marino—. Parece ser que ella regresó a casa aquella noche entre nueve y nueve y media. Encontramos una bolsa de compra en el salón. La etiqueta de lo último que compró llevaba impresa la hora de las ocho cincuenta. Vuelve a casa y se prepara la cena. Es un fin de semana un poco caluroso y supongo que dejó la ventana abierta para que la cocina se ventilara. Sobre todo porque, según parece, previamente había estado friendo carne picada y cebollas.
Asentí, recordando el contenido gástrico de Brenda Steppe.
—Las hamburguesas y las cebollas fritas suelen llenar de humo y olores de cocina. Por lo menos, es lo que ocurre en mi maldita casa. En el cubo de la basura debajo del fregadero encontramos el papel en el que había estado envuelta la carne picada, un tarrito vacío de salsa para espaguetis y pieles de cebolla, más una grasienta sartén en remojo en el fregadero. —Marino hizo una pausa y añadió con aire pensativo—: Es curioso pensar que la cena que eligió fue tal vez la causa de que terminara asesinada. Mire, si se hubiera tomado un plato preparado de atún, un bocadillo o algo por el estilo, no hubiera dejado la ventana abierta.
Eran las reflexiones que solían hacerse los investigadores de la muerte: ¿y si? ¿Y si la persona no hubiera decidido comprarse una cajetilla de cigarrillos en aquel establecimiento donde casualmente dos atracadores armados mantenían como rehén al dependiente en la trastienda? ¿Y si alguien no hubiera decidido salir a vaciar la caja donde duerme el gato justo en el momento en que un recluso evadido de la cárcel estaba cerca de su casa? ¿Y si alguien no se hubiera peleado con su amante y se hubiera alejado hecho una furia en su automóvil justo en el momento en que un conductor borracho doblaba una esquina circulando en contra dirección?
—¿Ve usted la autopista a algo más de un kilómetro de aquí? —preguntó Marino.
—Sí. Hay una vía de seguridad poco antes de la salida que da acceso a este barrio —recordé—. Puede que dejara su automóvil allí, suponiendo que hiciera el resto del camino a pie.
—Sí, la vía de seguridad —dijo enigmáticamente Marino—. Se cierra a medianoche.
Encendí otro cigarrillo y tuve en cuenta el dicho según el cual un buen investigador tiene que pensar como las personas a las que pretende atrapar.
—¿Qué hubiera hecho usted en su lugar? —pregunté.
—¿En su lugar?
—Si usted hubiera sido el asesino.
—¿Si fuera un artista como Matt Petersen o si fuera un vulgar maníaco que acecha a las mujeres y las estrangula por las buenas?
—Lo segundo —contesté—. Vamos a suponer lo segundo.
—Mire, doctora, usted no lo entiende —dijo Marino riéndose tras haberme puesto un cebo—. Hubiera tenido que preguntarme cuál habría sido la diferencia. Porque no habría ninguna. Lo que yo le digo es que, si yo hubiera sido un asesino del tipo que fuera, hubiera hecho prácticamente lo mismo... no importa lo que yo sea en mi vida cotidiana, donde trabajo y actúo como todo el mundo. Cuando cambio de papel, me comporto exactamente igual que todos los tíos que hacen estas cosas. Tanto si soy un médico como si soy un abogado o un jefe indio.
—Siga.
Y lo hizo.
—Todo empieza cuando la veo y mantengo con ella algún tipo de contacto. A lo mejor, he ido a su casa a venderle algo o a entregarle unas flores y, cuando me abre la puerta, una vocecita dentro de mi cabeza me dice: «Esa es». A lo mejor, soy un obrero de la construcción que trabajo cerca de allí y la veo ir y venir sola. Me fijo en ella. A lo mejor, la sigo durante una semana y averiguo todo lo que puedo sobre ella y sus costumbres. Averiguo, por ejemplo, qué luces encendidas significan que está despierta y qué luces apagadas significan que se ha ido a dormir, cómo es su coche y cosas así.
—¿Y por qué precisamente ella? —pregunté—. De entre todas las mujeres del mundo, ¿por qué ella?
Marino reflexionó brevemente.
—Despierta algo en mí.
—¿Por su aspecto?
—Tal vez —contestó Marino—. Pero tal vez es su actitud. Es una mujer que trabaja. Tiene una bonita casa, lo cual significa que es lo bastante lista como para saber ganarse bien la vida. A veces, las profesionales son un poco presumidas. A lo mejor, no me gustó su manera de tratarme. A lo mejor, ofendió mi virilidad, dándome a entender que era poco para ella.
—Casi todas las víctimas son profesionales —dije—. Pero también es verdad que casi todas las mujeres que viven solas desarrollan una actividad laboral —añadí.