Recordé el periódico de la tarde que Lucy había encontrado bajo un almohadón del sofá. Recordé la expresión de su rostro cuando me hizo preguntas sobre el asesinato de Lori Petersen, y me vino a la mente la lista clavada con chinchetas en el tablero de corcho que había encima del escritorio de mi casa y en la cual figuraban todos los teléfonos de mis colaboradores, tanto de la oficina como particulares, incluida la extensión de Margaret.
Me percaté de que Betty llevaba un buen rato sin decir nada y de que me estaba mirando con una cara muy rara.
—¿Se encuentra bien, Kay?
—Perdón —repetí, esta vez lanzando un profundo suspiro.
Tras una breve pausa, Betty añadió comprensivamente:
—No hay ningún sospechoso todavía. Yo también estoy preocupada.
—Es difícil pensar en otra cosa.
Me reproché en silencio haberme pasado más de una hora sin pensar en aquel tema al que hubiera tenido que dedicar toda mi atención.
—Bueno, siento tener que decirlo, pero el ADN no servirá de nada a no ser que atrapen a alguien.
—No servirá de nada hasta que lleguemos a la era en que las huellas genéticas se puedan almacenar en una base central de datos tal como se hace con las huellas dactilares —dije en voz baja.
—No creo que ocurra tal cosa mientras las autoridades no lo permitan.
¿Pero es que nadie tenía algo positivo que decirme aquel día? Un dolor de cabeza me estaba empezando a subir desde la base del cráneo.
—Es muy extraño —añadió Betty, echando unas gotitas de ácido naftilfosfático en unos blancos círculos de papel de filtro—. Alguien tiene que haber visto en algún lugar a este hombre. No es invisible. No aparece sin más en las casas de las mujeres, y tiene que haberlas visto primero en algún sitio y haberlas seguido hasta sus casas. Si merodeara por los parques o las galerías comerciales o sitios así, me parece que alguien habría observado su presencia.
—Si alguien ha visto algo, no lo sabemos. Y no será porque la gente no llame —añadí—. Parece que las líneas especiales de la Vigilancia del Crimen están saturadas día y noche Pero hasta ahora, no se ha descubierto nada, según me han dicho.
—Muchas pistas falsas.
—Pues sí. Muchísimas.
Betty seguía con su trabajo. Aquella fase de los análisis era relativamente sencilla. Sacó de los tubos de ensayo las torundas que yo le había enviado, las humedeció con agua y las pasó por el papel de filtro. Primero echó ácido naftilfosfático y después añadió unas gotas de sal B azul-indeleble, la cual daba lugar a que la mancha se tiñera de púrpura en cuestión de segundos en caso de que hubiera restos de líquido seminal.
Contemplé los círculos de papel. Casi todos ellos eran de color púrpura.
—El muy hijo de puta —dije.
—Y que lo diga —Betty empezó a describirme lo que yo estaba viendo—. Éstas son las torundas correspondientes a la parte posterior de los muslos —dijo, señalándolas—. Nos las subieron inmediatamente. La reacción no fue tan rápida como la de las torundas anales y vaginales. Pero no me extraña. Los propios líquidos corporales de la víctima lo impedían. Además, las torundas bucales dieron positivo.
—El muy hijo de puta —repetí en un susurro.
—En cambio, las que usted sacó del esófago son negativas. Está claro que casi todos los residuos de líquido seminal los dejó fuera del cuerpo. Hemos vuelto a fracasar. El esquema coincide prácticamente con lo que encontré en los casos de Brenda, Patty y Cecile.
Brenda era la primera estrangulada, Patty la segunda y Cecile la tercera. Me sorprendió la naturalidad con la cual Betty se refería a las mujeres asesinadas. En cierto modo, se habían convertido en parte de nuestra familia. Jamás las habíamos conocido en vida y, sin embargo, ahora las conocíamos muy bien.
Mientras Betty tapaba el frasco con su tapón cuentagotas, me acerqué al microscopio que había encima de un cercano mostrador, miré a través del ocular y empecé a desplazar el portaobjetos. En el campo de luz polarizada había varias fibras multicolores planas o bien en forma de cinta con vueltas a intervalos irregulares. Las fibras no correspondían a pelo animal ni humano.
—¿Son las que yo recogí en el cuchillo? —pregunté casi sin desearlo.
—Sí. Son de algodón. No haga caso de los tonos rosas, verdes y blancos que está viendo. Los tejidos teñidos están integrados a menudo por una combinación de colores que no se pueden detectar a simple vista.
—El camisón de Lori Petersen era de algodón, de algodón amarillo pálido.
Ajusté el foco.
—Supongo que no hay ninguna posibilidad de que procedan de un papel de hilo de algodón o algo así. Al parecer, Lori usaba el cuchillo como abrecartas.
—Ninguna posibilidad, Kay. Ya he examinado una muestra de las fibras del camisón. Coinciden con las que recogió usted en la hoja del cuchillo.
Así hablaban los expertos. Coinciden con esto y es razonable lo otro. A Lori le habían rasgado el camisón con el cuchillo de su marido. Ya verás cuando Marino reciba este informe de laboratorio, pensé. Maldita sea.
—Puedo adelantarle también —añadió Betty— que las fibras que está usted viendo no son las mismas que algunas que se encontraron en el cuerpo de la víctima y en el marco de la ventana por la que la policía cree que entró el asesino. Aquéllas son oscuras... negras y azul marino con algo de rojo, una mezcla de poliéster y algodón.
La noche que vi a Matt Petersen, éste llevaba una camisa blanca de la marca Izod que debía de ser de algodón y que, por supuesto, no contenía fibras negras, rojas o azul marino. Llevaba también unos pantalones vaqueros y casi todos los pantalones vaqueros son de algodón.
Era altamente improbable que hubiera dejado las fibras de las que hablaba Betty a no ser que se hubiera cambiado de ropa antes de la llegada de la policía.
«Ya, Petersen no tiene un pelo de tonto —diría Marino—. Desde lo que ocurrió con Wayne Williams, medio mundo sabe que las fibras se pueden utilizar para condenar a una persona.»
Salí y me dirigí al fondo del pasillo donde giré a la izquierda para entrar en el laboratorio de marcas de herramientas y armas de fuego con sus mostradores llenos de pistolas, rifles, machetes, escopetas de caza y Uzis, todas ellos con sus correspondientes etiquetas de prueba, esperando el día en que deberían comparecer en un juicio. Había cartuchos diseminados por todas partes. En un rincón del fondo se podía ver un depósito de acero galvanizado lleno de agua, que se utilizaba para efectuar disparos de prueba. Un pato de goma flotaba plácidamente sobre la superficie del agua.
Frank, un hombre nervudo y de cabello blanco que se había retirado del DIC, el Departamento de Investigación Criminal del Ejército, estaba inclinado sobre un microscopio de comparación. Volvió a encender su pipa al verme entrar y no me dijo nada de lo que yo deseaba escuchar.
La persiana cortada de la ventana de Lori Petersen no había permitido averiguar nada. El material era sintético y, por consiguiente, no conservaba huellas de herramientas ni revelaba la dirección del corte. No podíamos saber si había sido cortada desde fuera o desde dentro de la casa porque el plástico, a diferencia del metal, no se dobla.
La distinción hubiera sido importante y a mí me hubiera interesado mucho conocerla. Si la persiana hubiera sido cortada desde dentro de la casa, significaría que todas las conjeturas eran falsas. Y que el asesino no había entrado en la casa de los Petersen, sino salido de ella. Significaría muy probablemente que las sospechas de Marino sobre el marido eran acertadas.
—Lo único que puedo decirle —dijo Frank, exhalando espirales de aromático humo— es que se trata de un corte limpio, hecho con algo afilado que podría ser una navaja o un cuchillo.
—¿Tal vez el mismo instrumento con que le desgarraron el camisón?
Frank se quitó con aire ausente las gafas y empezó a limpiarlas con un pañuelo.
—Para cortar el camisón se utilizó un objeto afilado, pero no puedo decirle si fue el mismo que se usó para cortar la persiana. Ni siquiera puedo facilitarle una clasificación, Kay. Podría ser un estilete. Podría ser un sable o unas tijeras.
Los hilos eléctricos cortados y el cuchillo de supervivencia parecían indicar otra cosa.
Basándose en la comparación microscópica, Frank tenía buenas razones para creer que los cordones habían sido cortados con el cuchillo de Matt Petersen. Las marcas de la hoja coincidían con las de los extremos cortados de los cordones. Marino, volví a pensar con angustia. Aquella prueba circunstancial no hubiera significado gran cosa si el cuchillo de supervivencia se hubiera encontrado a la vista y cerca de la cama, en lugar de haber sido hallado escondido en el cajón de la cómoda de Matt Petersen.
Yo seguía imaginando mi propio guión. El asesino vio el cuchillo en el escritorio de Lori y decidió utilizarlo. Pero, ¿por qué lo escondió después? Además, si el cuchillo se había usado para cortar el camisón de Lori y para cortar los cordones eléctricos, la secuencia de los acontecimientos no habría sido la que yo imaginaba.
Yo pensaba que, al entrar en el dormitorio de Lori, el asesino llevaba en la mano un objeto cortante, el cuchillo o el objeto afilado que había utilizado para cortar la persiana de la ventana.
En tal caso, ¿por qué no cortó con él el camisón de la víctima y los cordones eléctricos? ¿Cómo acabó con el cuchillo de supervivencia en la mano? ¿Lo vio inmediatamente encima del escritorio al entrar en la estancia?
No era posible. El escritorio no estaba cerca de la cama y, cuando él entró, las luces del dormitorio estaban apagadas. No pudo ver el cuchillo.
No pudo verlo hasta que encendió la luz, pero entonces Lori ya estaba paralizada por el miedo, pues él amenazaba con cortarle la garganta con su propio cuchillo. ¿Qué interés hubiera tenido para él en aquel momento el cuchillo de supervivencia que había encima del escritorio? No tenía sentido.
A no ser que algo hubiera interrumpido su tarea.
A no ser que algo hubiera alterado su ritual o que algún acontecimiento inesperado lo hubiera inducido a cambiar el rumbo.
Frank y yo analizamos la cuestión.
—Eso equivale a suponer que el asesino no es su marido —dijo Frank.
—Sí. Eso equivale a suponer que el asesino era un desconocido para Lori. Tiene su esquema y su
modus operandi
, pero, mientras está con ella, ocurre algo que lo pilla por sorpresa.
—Algo que ella hace...
—O dice —propuse yo—. Tal vez le dijo algo que lo distrajo momentáneamente.
—Puede ser —Frank no parecía muy convencido—. A lo mejor, en su afán por ganar tiempo, ella lo entretuvo tanto que él vio el cuchillo encima del escritorio y se le ocurrió una idea. Pero, a mi juicio, es más probable que él ya hubiera encontrado el cuchillo sobre el escritorio mucho antes, porque ya estaba en el interior de la casa cuando ella regresó.
—No. Eso no lo creo.
—¿Por qué no?
—Porque ella ya llevaba un buen rato en casa cuando fue atacada.
Lo había repasado muchas veces.
Lori regresó a casa del hospital en su automóvil, abrió la puerta principal y la cerró por dentro. Se fue a la cocina y dejó su bolsa sobre la mesa. Después se tomó un tentempié. El contenido gástrico revelaba que se había comido varias galletitas de queso poco antes de ser atacada. La digestión de la comida se acababa de iniciar. El terror que experimentó al ser atacada, debió de provocarle un corte de digestión. Es uno de los mecanismos corporales de defensa. La digestión se corta para que la sangre afluya a las extremidades y no al estómago, preparando de este modo al animal para la lucha o la huida.
Sólo que ella no pudo luchar. Y tampoco pudo huir a ninguna parte.
Después de tomarse el tentempié se dirigió desde la cocina al dormitorio. La policía había descubierto que tenía por costumbre tomarse el anticonceptivo oral por la noche antes de acostarse. Faltaba el comprimido del viernes en el envase de papel de aluminio que había en el dormitorio principal de la casa. Tomó el comprimido, tal vez se lavó los dientes y la cara y después se puso el camisón y dejó cuidadosamente la ropa en una silla. En mi opinión, debía de estar en la cama cuando fue atacada, poco después. Puede que él hubiera estado acechando en la oscuridad, oculto entre los árboles o los arbustos. Esperó a que se apagaran las luces y a que ella se durmiera. O, a lo mejor, ya la había observado otras veces y sabía exactamente a qué hora regresaba a casa del trabajo y se iba a la cama.
Recordé la ropa de la cama. Estaba doblada hacia atrás como si ella hubiera permanecido tendida debajo. Y no había señales de lucha en ningún otro lugar de la casa.
Acababa de recordar otra cosa.
El olor que Matt Petersen había mencionado, el dulzón olor a sudor.
Si el asesino despedía un fuerte olor corporal, el olor se debía de notar dondequiera que fuera. Se hubiera notado en el dormitorio si él hubiera permanecido oculto en la estancia cuando Lori regresó a casa.
Ella era médica.
Los olores son a menudo una indicación de enfermedades y venenos. Los médicos aprenden a ser muy sensibles a los olores, tan sensibles que yo puedo decir a menudo, a través del olor de la sangre en el lugar de algún delito, que la víctima había bebido poco antes de ser tiroteada o acuchillada. La sangre o los jugos gástricos cuyo contenido huele a mostachones almizcleños o a almendras pueden indicar la presencia de cianuro. El aliento de un enfermo que huele a hojas mojadas puede indicar tuberculosis.
Lori Petersen era una médica como yo.
Si hubiera notado algún olor extraño en el momento de entrar en su dormitorio, no se hubiera desnudado ni hecho nada hasta haber averiguado el origen de aquel olor.
Cagney no tenía mis preocupaciones y algunas veces yo me sentía perseguida por el espíritu de mi antecesor, a quien no había conocido y cuyo poder e invulnerabilidad envidiaba. En un mundo tan poco caballeresco, él era un caballero muy poco caballeroso, que lucía su cargo cual si fuera el penacho de un casco, y me provocaba una cierta envidia.
Su muerte había sido repentina. Cayó literalmente muerto mientras cruzaba la alfombra del salón para cambiar de canal y ver en la televisión la Super Bowl.
En el silencio que precedió al amanecer de un lunes encapotado, él se convirtió en el tema de su propio estudio, con una toalla sobre la cara en la sala de autopsias donde sólo podía entrar el patólogo a quien le había correspondido en suerte examinarle. Durante tres meses, nadie tocó su despacho, el cual estaba exactamente tal y como él lo había dejado, exceptuando, supongo, las colillas de puros que Rose sacó de los ceniceros.