—He llegado temprano—se disculpó Wesley, siguiéndome por el pasillo—. Vengo directamente del dentista. No me molestará que coma mientras hablamos.
—Pero a mí sí —dije.
Su mirada de perplejidad fue inmediatamente sustituida por una tímida sonrisa.
—Lo había olvidado. Usted no es el doctor Cagney. En su escritorio del depósito de cadáveres solía tener una caja de galletitas de queso. En plena tarea, hacía una pausa para tomarse un piscolabis. Era increíble.
Entramos en una estancia tan pequeña como un gabinete donde había un frigorífico, una máquina automática de Coca-Cola y una cafetera.
—Tuvo suerte de no enfermar de hepatitis o de sida —dije.
—De sida —Wesley se rió—. Le hubiera estado bien empleado.
Como muchos médicos que conozco, el doctor Cagney era famoso por su profunda aversión hacia los homosexuales. «Otro marica de mierda», solía decir cuando le enviaban a personas de ciertas características para que las examinara.
—El sida... —Wesley aún se estaba regodeando con la idea cuando yo introduje mi ensalada en el frigorífico—. Lo bien que me lo hubiera pasado, oyéndole explicar el origen de su apurada situación.
Poco a poco, Wesley se me había hecho simpático. La primera vez que le vi, tuve mis reservas. A primera vista, parecía confirmar la existencia de los estereotipos. Era FBI de la cabeza a los pies típicamente calzados con zapatos Florsheim, un hombre de rudas facciones y cabello prematuramente plateado cuyo aspecto aparentemente apacible no coincidía con la realidad de su temperamento. Era fuerte y delgado y, con su traje a la medida de color caqui y su corbata de seda azul estampada con vistosos colores, parecía un abogado criminalista. No recordaba haberle visto jamás sin una camisa blanca ligeramente almidonada.
Era licenciado en psicología y había sido director de escuela en Dallas antes de incorporarse al FBI, donde primero trabajó como agente de calle y posteriormente como infiltrado en sectores de la Mafia, antes de acabar en cierto modo por donde había empezado. Los expertos en diseños de perfiles son auténticos profesores, pensadores y analistas. A veces hasta llego a pensar que son magos.
Tomando nuestros cafés, giramos a la izquierda para dirigirnos a la sala de reuniones. Marino estaba sentado junto a la alargada mesa, repasando una abultada carpeta. Me sorprendí levemente. Por no sé qué motivo, había pensado que llegaría con retraso.
Antes de que yo tuviera ocasión de acercar una silla, anunció lacónicamente:
—He pasado por serología hace un minuto. Pensé que le interesaría saber que Matt Petersen pertenece al grupo A positivo y es un no secretor.
Wesley le miró con interés.
—¿El marido de quien me hablaste?
—Sí. Un no secretor. Como el tipo que ha liquidado a esas mujeres.
—Un veinte por ciento de la población es no secretora —dije en tono pausado.
—Sí —añadió Marino—. Dos de cada diez personas.
—O aproximadamente cuarenta y cuatro mil personas en una ciudad del tamaño de Richmond. Y veintidós mil si la mitad de este número pertenece al sexo masculino —puntualicé.
Encendiendo un cigarrillo, Marino me miró por encima de la llama del Bic.
—¿Sabe una cosa, doctora? —el cigarrillo se movió siguiendo el ritmo de cada sílaba—. Me está usted empezando a parecer un maldito abogado de la defensa.
Media hora más tarde, me encontraba sentada a la cabecera de la mesa con un hombre a cada lado. Teníamos ante nuestros ojos las fotografías de las cuatro mujeres asesinadas.
Era la parte más difícil y laboriosa de la investigación... el diseño del perfil del asesino, el diseño del perfil de las víctimas y después el segundo diseño del perfil del asesino.
Wesley nos lo estaba describiendo. Era lo que mejor se le daba y a menudo se mostraba estremecedoramente preciso en la descripción de las emociones que rodeaban un delito y que, en los casos que nos ocupaban, eran de fría y calculadora furia.
—Apuesto a que es blanco —estaba diciendo—. Pero no me jugaría mi reputación. Cecile Tyler era negra, y una mezcla interracial en la selección de las víctimas es poco frecuente, a menos que el asesino esté perdiendo rápidamente el equilibrio.
Tomó una fotografía de Cecile Tyler, una recepcionista negra de una empresa de inversiones de la zona norte, muy bonita en vida. Como Lori Petersen, había sido atada y estrangulada y su cuerpo desnudo había sido encontrado en la cama.
—Pero últimamente hay bastantes. Es la tendencia, un aumento de los ataques sexuales en los que el atacante es negro y la mujer es blanca, pero raras veces lo contrario... blancos que violen y asesinen a las negras, en otras palabras. Las prostitutas constituyen una excepción —Wesley contempló las fotografías—. Estas mujeres no eran ciertamente prostitutas. De haberlo sido —añadió en voz baja—, supongo que nuestra tarea hubiera resultado un poco más fácil.
—Sí, pero la de ellas no —terció Marino.
Wesley no sonrió.
—Por lo menos hubiera habido una relación lógica, Pete. La selección de las víctimas es muy rara —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, ¿y qué dice Fortosis a todo esto? —preguntó Marino, refiriéndose al psiquiatra forense que había examinado los casos.
—Pues no demasiado —contestó Wesley—. He hablado un momento con él esta mañana. Se muestra evasivo. Creo que el asesinato de esta médica le está induciendo a replantearse algunas cosas. Pero sigue estando seguro de que el asesino es un blanco.
El rostro de mi sueño me violaba la mente, un blanco rostro sin rasgos.
—Probablemente tiene de veinticinco a treinta y cinco años —prosiguió diciendo Wesley como si leyera una bola de cristal—. Puesto que los asesinatos no están localizados en una zona determinada, eso significa que tiene algún medio de transporte que puede ser un automóvil, una motocicleta, un camión o una furgoneta. El vehículo lo debe de tener guardado en algún lugar discreto y el resto del día debe de ir a pie. Su automóvil es un modelo antiguo, probablemente americano, oscuro o bien de un color que no destaca demasiado, como beige o gris. No sería nada extraño que tuviera un automóvil como el que suelen conducir los policías de paisano.
No quería dárselas de gracioso. Esta clase de asesino suele admirar la labor policial y a veces trata incluso de emular a los agentes. El clásico comportamiento de un psicópata tras la comisión de un delito consiste en participar en la investigación. Quiere ayudar a la policía, ofrece indicaciones y sugerencias, ayuda a los equipos de socorro que buscan el cuerpo que él mismo dejó tirado en el bosque. Es la clase de individuo a quien le encantaría visitar el local de la Fraternal Orden de la Policía y tomarse una caña de cerveza con los oficiales fuera de servicio.
Se ha dicho algunas veces que por lo menos un uno por ciento de la población es psicópata. Genéticamente, estas personas no conocen el miedo, utilizan a la gente y saben manipularla a su antojo. En su lado bueno, son espías extraordinarios, héroes de guerra, generales de cinco estrellas, empresarios multimillonarios y tipos a lo James Bond. En su lado malo son sorprendentemente perversos: malvados como Nerón, Hitler, Richard Speck o Ted Bundy, personas antisociales, pero clínicamente sanas que cometen unas atrocidades por las que no sienten el menor remordimiento y de las que no se consideran culpables.
—Es un solitario —añadió Wesley— y tiene dificultades para relacionarse con la gente, si bien es posible que sus amistades lo encuentren agradable e incluso encantador. No mantiene relaciones estrechas con nadie. Es el clásico individuo que elige a una mujer en un bar, se acuesta con ella y descubre que no se lo ha pasado nada bien.
—Conozco muy bien esta sensación —dijo Marino, reprimiendo un bostezo.
—Se lo pasa mejor con la pornografía violenta —explicó Wesley—, las revistas de detectives,
S & M
y demás, y probablemente ya tenía fantasías sexuales violentas mucho antes de convertir sus fantasías en realidad. Es posible que la realidad empezara atisbando por las ventanas de las casas o apartamentos donde viven mujeres solas. La cosa cada vez le resulta más real. El siguiente paso es la violación. La violación se hace cada vez más violenta y culmina en asesinato. La escalada seguirá y él será cada vez más violento con sus víctimas. La violación ya ha dejado de ser el objetivo. El objetivo es ahora el asesinato. Pero el asesinato tampoco le basta. Tiene que ser más sádico.
Extendiendo el brazo y dejando al descubierto un impecable puño perfectamente almidonado, Wesley tomó las fotografías de Lori Petersen y las examinó una a una con rostro impasible. Apartándolas a un lado, se volvió hacia mí.
—Parece claro que, en este caso, en el caso de la doctora Petersen, el asesino introdujo elementos de tortura. ¿Es exacta mi valoración?
—Muy exacta —contesté.
—¿Qué? ¿Lo de romperle los dedos? —Marino planteó la pregunta como si buscara una discusión—. En el ambiente del hampa se hacen estas mierdas. Los asesinos de carácter sexual no suelen hacerlas. Ella tocaba el violín, ¿verdad? Lo de romperle los dedos parece de tipo personal. Como si el individuo la conociera.
Con toda la calma que pude, respondí de inmediato:
—Los textos de medicina que había en el escritorio, el violín... no hacía falta que el asesino fuera un genio para averiguar unas cuantas cosas sobre ella.
—Otra posibilidad es que los dedos rotos y las costillas fracturadas sean unas lesiones de defensa —apuntó Wesley.
—No lo son —estaba completamente segura—. No encontré ningún indicio de que hubiera forcejeado con él.
Marino me dirigió una fría mirada de hostilidad.
—¿De veras? Siento mucha curiosidad. ¿Qué se entiende por lesiones de defensa? Según el informe, estaba llena de magulladuras.
—Unos buenos ejemplos de lesiones de defensa... —le miré directamente a los ojos— son las uñas rotas de los dedos, los arañazos o lesiones en zonas de las manos y los brazos que hubieran quedado al descubierto si la víctima hubiera tratado de protegerse de los golpes. Las lesiones que sufrió la víctima no son de este tipo.
Wesley lo resumió todo diciendo:
—Entonces estamos de acuerdo. Esta vez actuó con más violencia que de costumbre.
—Con más brutalidad sería la expresión adecuada —dijo rápidamente Marino como si tuviera especial empeño en puntualizarlo—. Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Lori Petersen es distinta de las otras tres.
Reprimí mi enojo. Las tres primeras víctimas habían sido atadas, violadas y estranguladas. ¿Acaso no era eso una brutalidad suficiente? ¿Era necesario que también les quebraran los huesos?
—En caso de que haya otra —vaticinó sombríamente Wesley—, las señales de violencia y tortura serán más visibles. Mata porque siente este impulso e intenta satisfacer una necesidad. Cuanto más lo hace, más se intensifica la necesidad y mayor es la frustración y, por consiguiente, más fuerte es el impulso. Se está volviendo cada vez más insensible y cada vez le cuesta más saciar su necesidad. La sensación de saciedad es transitoria. A medida que transcurren los días o las semanas, la tensión va en aumento hasta que encuentra a su siguiente víctima, la acecha y, al final, vuelve a las andadas. Los intervalos entre los asesinatos se podrían acortar y, al final, se podría entregar a una orgía de asesinatos tal como hizo Bundy.
Pensé en los intervalos de tiempo. La primera mujer había sido asesinada el 19 de abril, la segunda el 10 de mayo y la tercera el 31 de mayo. Lori Petersen había sido asesinada una semana más tarde, el 7 de junio.
El resto de lo que dijo Wesley era bastante previsible. El asesino procedía de un «hogar desquiciado» y quizás hubiera sufrido malos tratos de carácter físico o emocional por parte de su madre. Cuando se encontraba con una víctima daba rienda suelta a su furia, la cual estaba inextricablemente mezclada con sus impulsos sexuales.
Tenía una inteligencia superior a la media, era una personalidad obsesiva-compulsiva y era muy organizado y meticuloso. Puede que tuviera una conducta un poco maniática, con fobias y rituales como el orden, la limpieza o el régimen alimenticio... cualquier cosa que le ayudara a conservar la sensación de que controlaba el ambiente que lo rodeaba.
Tenía un oficio probablemente humilde... mecánico, fontanero, obrero de la construcción o cualquier otra actividad relacionada con el mundo del trabajo manual...
Observé que el rostro de Marino se estaba congestionando por momentos y que éste miraba con impaciencia a su alrededor.
—Para él —estaba diciendo Wesley—, lo mejor es la fase preliminar, la fantasía y la clave ambiental que activa dicha fantasía. ¿Dónde estaba la víctima cuando se fijó en ella?
No lo sabíamos. Puede que ni ella misma lo supiera si hubiera estado viva para contarlo. Pudo ser algo tan tenue y oscuro como una sombra que se cruzara por su camino. El la vio fugazmente en algún lugar. Quizás en una galería comercial o tal vez sentada al volante de su automóvil detenido ante un semáforo.
—¿Qué le indujo a actuar? —añadió Wesley—. ¿Por qué precisamente esta mujer?
Tampoco lo sabíamos. Cada una de ellas era vulnerable porque vivía sola. O él creía que vivía sola, como en el caso de Lori Petersen.
—Parece un norteamericano de lo más normal.
El ácido comentario de Marino nos dejó helados.
Sacudiendo la ceniza de su cigarrillo, Marino se inclinó agresivamente hacia adelante.
—Todo eso es muy bonito. Pero yo no voy a ser una Dorothy que baja por el Camino de Ladrillo Amarillo. No todos conducen a la Ciudad de Esmeralda, ¿vale? Decimos que es un fontanero o algo por el estilo, ¿no? Bueno, pues Ted Bundy era un estudiante de derecho; hace un par de años tuvimos un violador en serie en el distrito de Columbia y resultó que era un dentista. Y el estrangulador de Green Valley que anda suelto por la tierra de la fruta y las nueces podría ser un
boy scout
a juzgar por lo que se sabe de él.
Marino daba rodeos para llegar a lo que tenía pensado decir. Yo estaba esperando que empezara de una vez.
—¿Quién podría decir que no es un estudiante? Puede que incluso sea un actor, un tipo creativo cuya imaginación se ha torcido. Los autores de asesinatos sexuales no son muy distintos entre sí, a menos que se trate de alguien aficionado a beber sangre o a comerse a sus víctimas asadas a la parrilla... y ese que tenemos entre manos no es nada de todo eso. La razón por la cual este tipo de asesinos sexuales corresponde más o menos a un mismo perfil se debe a mi juicio a que, con muy pocas excepciones, las personas son personas. Tanto si son médicos como si son abogados o jefes indios. La gente piensa y hace más o menos las mismas cosas desde los tiempos en que los cavernícolas arrastraban a las mujeres por los pelos.