Wesley mantenía la mirada perdida en el espacio. Poco a poco la desplazó hacia Marino y le preguntó en un susurro:
—¿Adónde quieres ir a parar, Pete?
—¡Yo te diré adonde quiero ir a parar! —Marino proyectó la barbilla hacia afuera y las venas de su cuello se tensaron como cuerdas—. Toda esta mierda de las personas que encajan con el perfil y de las que no encajan me trae sin cuidado. Yo lo que tengo aquí es un tipo que está escribiendo una tesis sobre el sexo y la violencia, los caníbales y los maricas. Tiene en las manos la misma sustancia brillante que se ha detectado en todos los cuerpos. Ha dejado las huellas dactilares en la piel de su mujer y también en el cuchillo que había guardado en un cajón... un cuchillo en cuyo mango también se ha encontrado este brillo. Vuelve a casa todos los fines de semana justo a la misma hora en que asesinan a las mujeres. Pero, no. No puede ser él. ¿Y por qué? Pues porque no es un obrero. Porque no es una basura como tendría que ser.
La mirada de Wesley volvió a perderse en el espacio. Mis ojos se posaron en las fotografías que teníamos delante, unas fotografías ampliadas a todo color de unas mujeres que ni en sus peores pesadillas hubieran creído que pudiera ocurrirles algo semejante.
—Bueno, pues voya decir unacosa—la perorata aún no había terminado—. Este Matt cara bonita... resulta que no es tan puro como la nieve recién caída. Cuando antes he subido a serología, he aprovechado para pasar por el despacho de Vander para ver si había descubierto alguna otra cosa. Porque las huellas de Petersen figuran en los archivos, ¿verdad? ¿Y por qué? —Marino me miró con dureza—. Yo les diré por qué. Vander echó mano de todos sus aparatos. Matt cara bonita fue detenido hace seis años en Nueva Orleans. Fue el verano anterior al comienzo de sus estudios universitarios, mucho antes de conocer a la señora cirujana. Es probable que ella no lo supiera.
—¿Que no supiera qué? —preguntó Wesley.
—Pues que su novio-actor había sido acusado de violación, ni más ni menos.
Nadie dijo nada durante un buen rato.
Wesley hizo rodar lentamente su pluma Mont Blanc sobre la mesa y apretó las mandíbulas. Marino no se atenía a las normas. No compartía la información con nosotros. Nos estaba tendiendo una emboscada como si aquello fuera un tribunal y Wesley y yo fuéramos los abogados de la parte contraria.
Al final, dije:
—Si Petersen fue efectivamente acusado de violación, lo debieron de absolver. O se debió de retirar la denuncia.
Los ojos de Marino se clavaron en mí como dos cañones de pistolas.
—¿Acaso lo sabe usted? Aún no he llevado a cabo las correspondientes investigaciones.
—Una universidad como la de Harvard, sargento Marino, no tiene por costumbre aceptar a delincuentes.
—Siempre y cuando sepa que lo son.
—Muy cierto —convine—. Siempre y cuando lo sepa. Me cuesta un poco creer que no lo supiera, si la denuncia no se retiró.
—Será mejor que lo comprobemos —fue lo único que pudo decir Wesley al respecto.
Tras lo cual, Marino se disculpó bruscamente y se retiró.
Pensé que había ido al lavabo.
Wesley actuó como si la reacción de Marino no tuviera nada de particular.
—¿Se ha recibido alguna noticia de Nueva York, Kay? ¿Se conocen los resultados de las pruebas de laboratorio?
—Los análisis del ADN son un poco laboriosos —contesté con aire ausente—. No les habíamos enviado nada hasta que se produjo el segundo caso. Creo que no tardaré en recibir los resultados. Los de los otros dos, Cecile Tyler y Lori Petersen, no vamos a recibirlos hasta el mes que viene.
Wesley siguió comportándose como si nada hubiera ocurrido.
—En los cuatro casos el tipo es un no secretor. Eso por lo menos lo sabemos.
—Sí, eso lo sabemos.
—No me cabe la menor duda de que se trata del mismo asesino.
—A mí tampoco —dije yo.
Nos pasamos un buen rato sin decir nada, meditando.
Estábamos esperando el regreso de Marino y sus enfurecidas palabras resonaban todavía en nuestros oídos. Yo sudaba y percibía los fuertes latidos de mi corazón.
Creo que Wesley debió de comprender por la expresión de mi rostro que no deseaba tener más tratos con Marino y que le había relegado al olvido que tengo reservado para las personas imposibles, desagradables y profesionalmente peligrosas.
—Tiene que comprenderle, Kay —dijo.
—Pues no le comprendo.
—Es un buen investigador, uno de los mejores.
No hice ningún comentario.
Ambos permanecimos sentados en silencio.
Mi cólera estaba aumentando. Sabía que no hubiera tenido que hacerlo, pero no pude evitar que las palabras se me escaparan.
—¡Maldita sea, Benton! Estas mujeres se merecen todo nuestro esfuerzo. Si fallamos, otra podría morir. ¡No quiero que él nos lo estropee por el hecho de que tenga algún problema!
—No lo estropeará.
—Ya lo ha hecho —dije, bajando la voz—. Ha puesto un dogal alrededor del cuello de Matt Petersen. Eso significa que no está buscando a nadie más.
Por suerte, Marino tardó un buen rato en regresar.
Wesley contrajo los músculos de la barbilla y no se atrevió a mirarme.
—Es que yo tampoco he descartado a Petersen de momento. No puedo hacerlo. Sé que el hecho de que hubiera matado a su mujer no encajaría con los tres asesinatos anteriores. Pero se trata de un caso insólito. Piense en Gacy. No tenemos ni idea del número de personas a las que asesinó. Treinta y tres niños. Puede que fueran centenares. Todos ellos desconocidos para él. Después va y mata a su madre, la descuartiza y la tira a la basura...
No podía creerlo. Me estaba echando uno de los habituales sermones que les endilgaba a los «jóvenes agentes», hablaba como un sudoroso adolescente de dieciséis años en su primera cita.
—Chapman llevaba un ejemplar de
El guardián en el centeno
cuando se cargó a John Lennon. Reagan y Brady fueron tiroteados por un chiflado que estaba obsesionado por una actriz. Son pautas. Nosotros tratamos de predecir los comportamientos. Pero no siempre podemos hacerlo. No todo es previsible.
A continuación, empezó a recitarme unas estadísticas. Doce años atrás el índice de homicidios aclarados era de un noventa y cinco a un noventa y seis por ciento. Ahora estaba en torno al setenta y cuatro por ciento y seguía bajando. Los asesinatos de personas desconocidas eran más numerosos que los crímenes pasionales, etc. Apenas le escuchaba.
—...Matt Petersen me preocupa, si quiere que le diga la verdad, Kay.
Hizo una pausa y consiguió atraer mi atención.
—Es un artista. Los psicópatas son los Rembrandts de los asesinos. Es un actor. No sabemos qué papeles ha interpretado en sus fantasías. No sabemos si los convierte en realidad. No sabemos si es diabólicamente inteligente. Puede que el asesinato de su mujer haya sido utilitario.
—¿Utilitario?
Le miré sin poderlo creer y después contemplé las fotografías que le habían tomado a Lori Petersen en el lugar de los hechos. Su rostro era una congestionada masa de agonía, sus piernas estaban dobladas, el cordón eléctrico estaba tirante como una cuerda de arco a su espalda, le levantaba los brazos hacia arriba y se le clavaba en la garganta. Estaba viendo todo lo que aquel monstruo le había hecho. ¿Utilitario? No era posible.
Wesley me lo explicó.
—Utilitario en el sentido de que, a lo mejor, necesitaba librarse de ella, Kay. Si, por ejemplo, ocurrió algo que indujo a su mujer a sospechar que él había matado a las tres primeras mujeres, puede que se asustara y decidiera matarla. ¿Cómo hacerlo con garantías de éxito? Procurando que su muerte se pareciera a las otras.
—Ya he oído algo de eso —dije sin perder los estribos—. Se lo he oído decir a su compañero.
Todas sus palabras eran tan lentas y firmes como las pulsaciones de un metrónomo.
—Todos los posibles guiones, Kay. Es necesario que los tengamos en cuenta.
—Por supuesto que sí. Y me parece muy bien siempre y cuando Marino analice todos los posibles guiones y no se ponga anteojeras por el hecho de que él esté obsesionado con algo o tenga un problema.
Wesley miró hacia la puerta abierta. Con voz casi inaudible, me dijo:
—Pete tiene sus prejuicios. No lo niego.
—Creo que convendría que me dijera cuáles son.
—Baste decir que, cuando el FBI pensó que sería un buen candidato para el programa PDDV, investigamos un poco sus antecedentes. Sé dónde creció y cómo. Cosas que nunca se superan. Que le marcan a uno. Cosas que ocurren.
No me estaba diciendo nada que yo no imaginara. Marino había crecido en la miseria de un barrio pobre próximo a una zona residencial. Se sentía incómodo en presencia de las personas ante las cuales siempre se había sentido incómodo. Las animadoras de los equipos y las reinas de los festejos populares jamás le habían prestado la menor atención porque era un inadaptado social, porque su padre tenía una orla de suciedad bajo las uñas y porque era un «plebeyo».
Había oído miles de veces aquellas lacrimógenas historias de policías. La única ventaja que tiene el tipo en la vida es la de ser alto y blanco; entonces él se hace más alto y más blanco, llevando un arma de fuego y una placa.
—No tenemos que justificarnos, Benton —dije en tono cortante—. No podemos justificar a los delincuentes por el hecho de que hayan tenido unas infancias desgraciadas. No podemos utilizar los poderes que nos han sido confiados para castigar a las personas que nos recuerdan nuestras propias infancias desgraciadas.
Y no es que no tuviera compasión. Comprendía muy bien de dónde procedía Marino. Su cólera no me era desconocida. La había sentido muchas veces cuando me enfrentaba con algún acusado en un juicio. Por muy convincentes que sean las pruebas, si un tipo tiene buena pinta, ofrece un aspecto pulcro y cuidado y viste un traje de doscientos dólares, doce hombres y mujeres trabajadores no creen en lo más hondo de su ser que pueda ser culpable.
Últimamente hubiera podido creer cualquier cosa de cualquier persona. Pero sólo en caso de que existieran pruebas. ¿Había examinado Marino las pruebas? ¿Había examinado algo?
Wesley empujó su silla hacia atrás y se levantó para estirar las piernas.
—Pete tiene sus arranques. Hay que acostumbrarse a él. Yo le conozco desde hace años —se acercó a la puerta abierta y asomó la cabeza para mirar arriba y abajo del pasillo—. Por cierto, ¿dónde demonios está? ¿Se habrá caído en el lavabo?
Wesley concluyó el deprimente asunto que lo había llevado a mi despacho y se perdió en la soleada tarde de los vivos donde otras actividades delictivas exigían su atención y su tiempo.
Nos habíamos cansado de esperar a Marino. Yo no tenía ni idea de adonde había ido, pero, al parecer, su visita al lavabo de caballeros le había conducido fuera del edificio. No tuve ocasión de preocuparme demasiado por lo que hubiera podido ocurrir, pues Rose cruzó la puerta que conectaba mi despacho con el suyo mientras yo estaba guardando las carpetas en un cajón de mi escritorio.
Por la significativa pausa que hizo y por la mueca de su boca comprendí inmediatamente que estaba a punto de comunicarme algo que no me iba a gustar.
—Doctora Scarpetta, Margaret la ha estado buscando y me ha pedido que la avisara en cuanto terminara usted la reunión.
Mi impaciencia se puso de manifiesto antes de que yo tuviera tiempo de reprimirla. Me estaban esperando unas autopsias abajo y tenía innumerables llamadas telefónicas que devolver. Mis asuntos pendientes hubieran podido ocupar a media docena de personas y no quería añadir nada más a la lista.
Entregándome un montón de cartas para que las firmara, Rose me miró por encima de sus gafas de lectura cual una severa directora de escuela y añadió:
—Está en su despacho y no creo que el asunto pueda esperar.
Rose no me lo iba a decir y, aunque en realidad no se lo pudiera reprochar, su actitud me molestó. Creo que sabía lo que ocurría en todo el ámbito del sistema local, pero tenía por costumbre encauzarme hacia la fuente de información en lugar de decirme directamente las cosas. En una palabra, evitaba asiduamente ser portadora de malas noticias. Supongo que había aprendido por la vía dura tras haberse pasado casi toda la vida trabajando para mi antecesor en el cargo, el doctor Cagney.
El despacho de Margaret se encontraba hacia la mitad del pasillo y era una pequeña estancia de espartana severidad con las paredes de bloques de hormigón pintadas del mismo insípido color
creme-de-menthe
que el resto del edificio. El suelo de mosaico verde oscuro siempre parecía polvoriento por mucho que lo barrieran, y tanto encima de su escritorio como de todas las demás superficies del despacho se amontonaban las hojas impresas de ordenador. La librería estaba llena de manuales de instrucción y cables de impresora, cintas de repuesto y cajas de
disquetes.
No había ningún detalle personal, ninguna fotografía, póster o cachivache. No sé cómo podía vivir Margaret en medio de todo aquel estéril desorden, pero jamás había visto un despacho de analista de informática en el que no reinara aquel mismo desorden.
Margaret se encontraba de espaldas a la puerta contemplando un monitor, con un manual de programa abierto sobre su regazo. En el momento en que yo entré, se volvió hacia un lado en su silla giratoria. Su rostro mostraba una expresión de preocupación, sus ojos negros parecían absortos y su corto cabello estaba alborotado, como si se lo hubiera despeinado repetidamente con los dedos.
—Me he pasado casi toda la mañana en una reunión —dijo de entrada—. Cuando regresé aquí después del almuerzo, me encontré esto en la pantalla.
Me entregó unas hojas de impresora. En ella figuraban reproducidos varios mandos que permitían dirigir preguntas a la base de datos. Al principio, se me quedó la mente en blanco mientras contemplaba la hoja. El «A Describe» se había ejecutado en la tabla del caso, y la mitad superior de la página estaba llena de columnas de nombres. Debajo había varias posibilidades de «Selección». La primera preguntaba el número del caso cuyo apellido era «Petersen» y cuyo nombre era «Lori». Debajo estaba la respuesta: «Ficha no encontrada». Un segundo mando preguntaba los números de los casos y los nombres de pila de todos los fallecidos cuyo archivo figurara en nuestra base de datos y cuyo apellido fuera «Petersen».
El nombre de Lori Petersen no figuraba en la lista porque su ficha estaba en un cajón de mi escritorio. Aún no la había entregado a los administrativos para que la introdujeran en la base de datos.