Post Mortem (4 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: Post Mortem
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Bertha se puso al aparato al segundo timbrazo y me pareció medio dormida cuando contestó con voz ronca:

—¿Diga?

—Quería simplemente saber qué tal va todo.

—Estoy aquí. Lucy no se ha movido para nada, doctora Kay. Duerme como un tronco, ni siquiera me ha oído entrar.

—Gracias, Bertha. No sabe cómo se lo agradezco. No tengo ni idea de cuándo volveré a casa.

—Yo estaré aquí hasta que usted vuelva, doctora Kay.

Bertha se encontraba en estado de alerta aquellos días. Si me llamaban en mitad de la noche, yo la llamaba a ella. Le había dado la llave y le había enseñado el funcionamiento de la alarma antirrobo. Debió de llegar a mi casa pocos minutos después de que yo saliera hacia el lugar del delito. Se me ocurrió pensar que cuando Lucy se levantara de la cama, varias horas más tarde, encontraría a Bertha en la cocina en lugar de a su tita Kay.

Le había prometido que hoy la llevaría a Monticello.

En un carrito quirúrgico se encontraba el aparato de color azul, más pequeño que un horno microondas y con una hilera de brillantes lucecitas verdes en la parte anterior. Estaba suspendido en la oscuridad de la sala de rayos X como un satélite en el espacio vacío; un cordón espiral lo unía a una varilla del tamaño de un lápiz, llena de agua marina.

El láser que habíamos adquirido el invierno anterior era un aparato de manejo relativamente sencillo.

En las fuentes normales de calor, los átomos y las moléculas emiten luz independientemente y en muchas longitudes de onda distintas. Pero si un átomo es estimulado por el calor y si se concentra en él la luz de una determinada longitud de onda, puede llegar a emitir luz en fase.

—Déme un minuto más —Neils Vander estaba accionando distintos botones e interruptores, de espaldas a mí—. Tarda mucho en calentarse esta mañana... lo mismo que yo —añadió en un malhumorado susurro.

Yo me encontraba de pie junto al otro extremo de la mesa de rayos X, observando su nombre a través de unas gafas de protección de color ámbar. Directamente debajo de mí estaba la oscura forma de Lori Petersen con las sábanas de su cama abiertas, pero todavía debajo de su cuerpo. Permanecí en la oscuridad durante un tiempo que se me antojó interminablemente largo, con los pensamientos concentrados, las manos absolutamente inmóviles y los sentidos inalterados. Su cuerpo aún estaba caliente y su vida había terminado hacía tan poco que aún parecía perdurar a su alrededor como un aroma.

—Listo —anunció Vander, encendiendo un interruptor.

La varilla empezó a emitir inmediatamente una luz sincronizada e intermitente tan brillante como el crisoberilo líquido. La luz no disipaba la oscuridad sino que parecía absorberla. No despedía resplandor sino que más bien se deslizaba sobre una pequeña superficie. Vander no era más que una bata de laboratorio cuando empezó a dirigir la luz hacia la cabeza de la víctima.

Explorábamos varios centímetros de piel a la vez. Las minúsculas fibras se iluminaban como hilos candentes y yo las recogía con unas pinzas, moviéndome sincopadamente bajo la luz del estroboscopio y creando un efecto de cámara lenta, mientras pasaba de su cuerpo tendido sobre la mesa de rayos X a los estuches metálicos y los sobres de pruebas que había en un carrito auxiliar. Arriba y abajo. Todo estaba fragmentado. El bombardeo del láser iluminaba una comisura de la boca, un salpullido de hemorragia en el pómulo o una aleta de la nariz, aislando cada uno de los rasgos. Mis dedos enguantados trabajando con las pinzas parecían pertenecer a otra persona.

La rápida alternancia de oscuridad y luz me estaba aturdiendo, por cuyo motivo sólo podía conservar el equilibrio canalizando mi concentración en un único pensamiento como si yo, como el rayo láser, también estuviera en fase... y todo mi ser estuviera en sincronía con lo que estaba haciendo y la suma de mi energía mental se hubiera aglutinado en una sola longitud de onda.

—Uno de los tipos que la ha traído —comentó Vander— me dijo que era residente en el VMC.

Apenas contesté.

—¿La conocía usted?

La pregunta me pilló por sorpresa. Algo en mi interior se contrajo como un puño. Yo pertenecía al claustro de profesores del VMC, donde los estudiantes de medicina y los residentes se contaban por centenares. No había ninguna razón para que la conociera.

No contesté y me limité a dar indicaciones tales como «Un poco más hacia la derecha» o «Manténgalo aquí un minuto». Vander trabajaba con deliberada lentitud y estaba tan nervioso como yo. La sensación de impotencia y frustración nos estaba afectando a todos. Hasta entonces, el láser había sido tan poco eficaz como una aspiradora que recoge toda clase de desperdicios.

Ya lo habíamos utilizado en unos veinte casos y sólo en unos pocos su uso había merecido la pena. Aparte su utilidad para el hallazgo de fibras y otros restos de pruebas, el láser revela la presencia de distintos componentes del sudor que se iluminan como el neón cuando son estimulados por él. Teóricamente, una huella dactilar dejada sobre la piel humana puede emitir luz y se puede identificar en ciertos casos en los que fallan los tradicionales métodos de los polvos y las sustancias químicas. Yo sólo conocía un caso en el que se habían encontrado huellas sobre la piel, en el sur de Florida, donde una mujer había sido asesinada en un gimnasio y el atacante tenía restos de aceite bronceador en las manos. Ni Vander ni yo esperábamos tener más suerte que en otras ocasiones anteriores.

Al principio, no nos dimos cuenta de lo que vimos.

La varilla estaba recorriendo varios centímetros del hombro derecho de Lori Petersen cuando, directamente por encima de la clavícula derecha, tres manchas irregulares aparecieron súbitamente como si hubieran sido pintadas con fósforo. Ambos permanecimos inmóviles, contemplándolas. Después, Vander emitió un silbido a través de los dientes, mientras un leve estremecimiento me recorría la columna vertebral.

Tomando un recipiente de polvos y un cepillo especial, Vander espolvoreó muy despacio lo que parecían ser tres claras huellas digitales en la piel de Lori Petersen.

Me atreví a esperar.

—¿Sirven de algo?

—Son parciales —contestó Vander absorto mientras empezaba a tomar fotografías con una cámara Polaroid MP—4—. El detalle de la cresta es estupendo. Lo bastante bueno como para clasificarlo, creo. Voy a pasarlas inmediatamente por el ordenador.

—Parece el mismo residuo —dije yo, pensando en voz alta—. La misma sustancia en las manos.

El monstruo había vuelto a firmar su trabajo. Todo era demasiado bueno para ser verdad. No era posible que hubiera dejado unas huellas dactilares tan claras.

—Parece la misma, desde luego. Pero esta vez se debió de embadurnar más las manos.

El asesino jamás había dejado sus huellas en las víctimas, pero ya estábamos acostumbrados a ver aquel reluciente residuo que, al parecer, provocaba el brillo fluorescente. Aún había más. Mientras Vander empezaba a recorrer el cuello, una constelación de diminutas estrellas blancas surgió de repente cual si fueran fragmentos de vidrio iluminados por los faros delanteros de un automóvil en una calle oscura. Vander mantuvo inmóvil la varilla mientras yo tomaba un trozo de gasa esterilizada.

Habíamos descubierto el mismo brillo diseminado por los cuerpos de las tres primeras víctimas de estrangulación; más cantidad en la tercera que en la segunda y, en la primera, menos que en las otras dos. Se habían enviado muestras a los laboratorios. De momento, el extraño residuo no se había identificado y sólo se había podido establecer que era inorgánico.

Aún no sabíamos lo que era, aunque ya teníamos una larga lista de las sustancias que no podían ser. Durante las semanas anteriores, Vander y yo habíamos llevado a cabo toda una serie de pruebas, untándonos los antebrazos con toda suerte de cosas, desde margarina a lociones corporales, para ver cuáles de ellas reaccionaban al láser y cuáles no. Había menos muestras que se iluminaban de lo que nosotros suponíamos, y ninguna resplandecía con tanta claridad como aquel brillante y desconocido residuo.

Introduje delicadamente un dedo bajo el cordón eléctrico que rodeaba el cuello de Lori Petersen y dejé al descubierto el rojo e inflamado surco que aquél había dejado en la carne. El borde no estaba claramente definido... lo cual significaba que la estrangulación había sido más lenta de lo que yo había pensado al principio. Vi las leves abrasiones provocadas por el repetido movimiento del cordón. Éste se había aflojado justo lo suficiente para que la víctima se mantuviera con vida un ratito, y después se había tensado bruscamente. Había dos o tres centelleos adheridos al cordón y eso era todo.

—Pruebe en la atadura alrededor de los tobillos —dije en un susurro.

Nos desplazamos hacia abajo. Allí se observaban los mismos centelleos, aunque muy escasos. Ni en la cara, ni en el cabello ni en las piernas había el menor rastro de aquel residuo o lo que fuera. Descubrimos varios centelleos en los antebrazos y bastantes más en la parte superior de los brazos y en el pecho. Una constelación de minúsculas estrellas blancas estaba adherida a los hilos con que le habían atado las muñecas a la espalda, y se veía también un poco de brillo en el camisón rasgado.

Me aparté de la mesa, encendí un cigarrillo y empecé a pensar.

El atacante tenía en sus manos una sustancia que quedaba depositada dondequiera que tocara a la víctima. Tras haberle quitado el camisón a Lori Petersen, quizá la había agarrado por el hombro derecho hundiéndole las yemas de los dedos por encima de la clavícula. De una cosa estaba segura. El hecho de que la concentración de la sustancia fuera tan densa por encima de la clavícula significaba que aquél era el primer lugar donde la había tocado.

Era un poco desconcertante, una pieza que parecía encajar, pero que, en realidad, no encajaba.

Desde un principio, yo había supuesto que el asesino intimidaba inmediatamente a sus víctimas, inmovilizándolas tal vez a punta de cuchillo, y que después las ataba antes de rasgarles la ropa o de hacer cualquier otra cosa. Cuanto más las tocaba, menos residuo quedaba en sus manos. ¿Por qué aquella concentración tan elevada en la clavícula? ¿Acaso aquella zona de la piel estaba al descubierto cuando él inició el ataque? Jamás lo hubiera imaginado. El camisón era de suave tejido de punto de algodón y tenía prácticamente la misma forma que una camiseta de manga larga. No había ni botones ni cremalleras y sólo se podía poner pasándolo por la cabeza. La víctima hubiera tenido que estar tapada hasta el cuello. ¿Cómo hubiera podido el asesino tocarle la piel desnuda por encima de la clavícula si ella hubiera llevado todavía puesto el camisón?

Salí al pasillo donde varios hombres uniformados estaban charlando, apoyados contra la pared. Le pedí a uno de ellos que localizara a Marino a través de la radio y le dijera que me llamara en seguida. Oí el crujido de la voz de Marino.

—De acuerdo.

Empecé a pasear por el duro pavimento de mosaico de la sala de autopsias con sus relucientes mesas, pilas y carritos de acero inoxidable en los que se alineaban los distintos instrumentos quirúrgicos. Un grifo goteaba en alguna parte. El olor del desinfectante era dulcemente nauseabundo y sólo resultaba agradable cuando asomaban otros olores más repugnantes por debajo de él. El negro teléfono del escritorio se burlaba de mí con su silencio. Marino sabía que estaba esperando junto al teléfono. Y se lo estaba pasando en grande.

Era inútil regresar al principio y tratar de descubrir qué era lo que había fallado. Aun así, yo lo hacía de vez en cuando. En qué me había equivocado. Estuve muy amable con Marino la primera vez que nos presentaron, le ofrecí un firme y respetuoso apretón de manos mientras sus ojos me miraban como dos monedas empañadas.

Transcurrieron veinte minutos antes de que sonara el teléfono.

Marino se encontraba todavía en la casa de los Petersen, me dijo, interrogando al marido que, según él, estaba «tan atontado como una rata en un retrete».

Le comenté lo de los centelleos. Le repetí lo que ya le había explicado otras veces. A lo mejor procedía de una sustancia doméstica presente en todos los lugares de los delitos, alguna estupidez que el asesino buscaba e incorporaba a su ritual. Polvos infantiles, lociones, cosméticos, algún producto de limpieza.

Hasta entonces habíamos excluido muchas cosas, tal como efectivamente nos habíamos propuesto hacer. Si la sustancia no estaba presente en los lugares de los hechos, como yo suponía en mi fuero interno, el asesino lo debía de llevar consigo, quizá sin saberlo, lo cual podía ser importante, y conducirnos finalmente al lugar donde trabajaba o vivía.

—Sí —dijo la voz de Marino a través de la línea—, bueno, echaré un vistazo en los armarios y cosas así. Pero yo tengo mi propia teoría.

—¿Y cuál es?

—El marido actúa en una obra de teatro, ¿no? Trabaja todos los viernes por la noche y por eso regresa tan tarde, ¿no? Corríjame si me equivoco, pero los actores se ponen base de maquillaje.

—Sólo durante los ensayos generales o las funciones.

—Sí —masculló Marino—. Bueno, según lo que ha dicho él mismo, intervino en un ensayo general antes de regresar a casa y encontrar a su esposa muerta. Mi campanita está sonando, mi vocecita me está hablando...

Le interrumpí.

—¿Le han tomado las huellas dactilares?

—Sí.

—Coloque la tarjeta en una bolsa de plástico y, cuando venga, entréguemela directamente a mí.

No lo captó.

Y yo no insistí. No estaba de humor para explicaciones.

Lo último que me dijo Marino antes de colgar fue:

—No sé cuándo va a ser eso, doctora. Tengo la sensación de que voy a estar atado aquí todo el día. Y no quiero dármelas de gracioso.

No era probable que le viera a él o que viera la tarjeta de las huellas dactilares hasta el lunes. Marino tenía un sospechoso. Y estaba bajando al galope por la misma senda por la que bajaban al galope todos los policías. Aunque un marido estuviera en Inglaterra en el momento del asesinato de su esposa en Seattle, los policías seguían considerándole el primer sospechoso, como si tuviera el mismo don de la ubicuidad que tenía san Antonio.

Una cosa eran los tiroteos domésticos, los envenenamientos, las agresiones y las cuchilladas, y otra muy distinta los asesinatos de carácter sexual. No muchos maridos hubieran tenido el valor de atar, violar y estrangular a sus mujeres.

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