—¿Cuántas ventanas hay en la parte posterior de la casa? —pregunté.
—Tres. En la cocina, el aseo y el cuarto de baño de aquí.
—¿Y todas tienen bastidor corredizo para abrirlas hacia arriba y una cerradura en la parte superior?
—Así es.
—Lo cual quiere decir que, iluminando con una linterna la cerradura desde el exterior, probablemente se podía ver si estaba cerrada o no, ¿verdad?
—Es posible —otra vez aquella mirada tan fría y hostil—. Pero sólo en caso de que uno se encaramara para mirar. No se hubiera podido ver desde el suelo.
—Me ha mencionado usted un banco de jardín —le recordé.
—Lo malo es que el patio de atrás está completamente empapado de lluvia. Las patas del banco hubieran tenido que dejar unas huellas en el césped si el tipo lo hubiera acercado a las otras dos ventanas. No parece que el asesino se acercara a ellas. Más bien parece que se acercó directamente a la ventana del cuarto de baño del fondo del pasillo.
—¿Es posible que estuviera ligeramente entreabierta y que por esta razón el asesino se encaminara directamente hacia ella?
—Bueno, cualquier cosa es posible —reconoció Marino—. Pero si hubiera estado entreabierta, quizás ella también se hubiera dado cuenta en algún momento de la semana.
Puede que sí. Y puede que no. Es fácil ser observador cuando las cosas ya han ocurrido. Sin embargo, la mayoría de la gente no presta mucha atención a todos los detalles de su hogar y tanto menos a las habitaciones que apenas usa.
Bajo una ventana con cortina que daba a la calle había un escritorio con otros mudos recordatorios de que Lori Petersen y yo ejercíamos la misma profesión. Sobre el papel secante se hallaban diseminadas varias publicaciones de medicina, los
Principios de cirugía
y el Dorland. Junto a la base de la lámpara de latón de sobremesa había dos
disquetes
de ordenador. Las etiquetas estaban fechadas con rotulador con un simple «6/1» y numeradas «I» y «II». Eran unos
disquetes
normales de doble densidad, compatibles con IBM. Probablemente contenían algo en lo que Lori Petersen estaba trabajando en el VMC, el colegio médico donde había numerosos ordenadores a disposición de los alumnos y los médicos. No parecía que hubiera ningún ordenador personal en la casa.
En el rincón entre la cómoda y la ventana había una silla de mimbre sobre la cual se hallaban pulcramente colocadas unas prendas de vestir; unos pantalones blancos de algodón, una blusa de manga corta a rayas blancas y rojas y un sujetador. Las prendas estaban ligeramente arrugadas, como si se hubieran usado y dejado allí al término de la jornada tal como yo hago a veces cuando estoy demasiado cansada como para colgar la ropa.
Eché brevemente un vistazo al armario empotrado y al cuarto de baño. En conjunto, el dormitorio principal estaba intacto y en orden, exceptuando la cama. Según todos los indicios, el
modus operandi
del asesino no incluía ni el saqueo ni el robo.
Marino siguió con la mirada a un oficial de identificación que estaba abriendo los cajones de la cómoda.
—¿Qué otra cosa sabe del marido? —le pregunté.
—Cursa estudios de grado en Charlottesville, vive allí durante la semana y regresa a casa los viernes por la noche. Se queda aquí el fin de semana y después vuelve a Charlottesville el domingo por la noche.
—¿Qué especialidad estudia?
—Literatura, eso es lo que ha dicho —contestó Marino, mirando a su alrededor sin hacerlo ni una sola vez hacia mí—. Quiere obtener el doctorado.
—¿En qué?
—En literatura —repitió Marino, pronunciando muy despacio cada sílaba.
—¿Qué clase de literatura?
Al final, sus ojos castaños se clavaron indiferentemente en mí.
—Americana, me dijo. Pero yo tengo la impresión de que su principal interés es el teatro. Creo que en estos momentos interviene en una obra. Shakespeare.
Hamlet
, creo que me ha dicho. Dice que ha trabajado mucho como actor y que incluso ha interpretado pequeños papeles en películas que se han rodado por aquí y que también ha hecho un par de anuncios para la televisión.
Los oficiales de identificación interrumpieron su labor y uno de ellos se volvió sosteniendo el cepillo en la mano.
Marino señaló los
disquetes
de ordenador y exclamó en voz lo suficientemente alta como para llamar la atención de todo el mundo:
—Me parece que sería mejor examinar lo que hay aquí dentro. Quizás el chico está escribiendo una obra.
—Podemos examinarlos en mi despacho. Tenemos un par de PC compatibles con IBM —dije.
—PC —dijo Marino, arrastrando las sílabas—. Pues vaya. Es mejor mi RC: Royal Crapola, modelo estándar, negro, cuadrado, llaves lustrosas, nueve metros de largo.
Un oficial de identificación sacó algo de debajo de un montón de jerséis que había en un cajón del fondo: un cuchillo de supervivencia de larga hoja con una brújula fijada a la parte superior de su negro mango y una pequeña piedra de afilar en el interior de un bolsillo secundario de la vaina. Procurando tocarlo lo menos posible, lo colocó en el interior de una bolsa de plástico de pruebas.
El oficial sacó del mismo cajón una caja de preservativos Trojans, lo cual, le comenté a Marino, era un poco raro, pues Lori Petersen, a juzgar por lo que yo había visto en el dormitorio principal, utilizaba anticonceptivos orales.
Marino y los demás oficiales empezaron a hacer las cínicas observaciones de costumbre.
Me quité los guantes y los guardé en mi maletín.
—Ya la pueden retirar —dije.
Los hombres se volvieron al unísono, como si se hubieran acordado de repente de la mujer brutalmente asesinada en el centro de la revuelta y deshecha cama. Tenía los labios torcidos en una mueca de dolor que dejaba al descubierto los dientes, y sus hinchados ojos convertidos casi en unas ranuras miraban ciegamente hacia el techo.
Se transmitió un mensaje por radio a la ambulancia y, varios minutos más tarde, entraron dos camilleros vestidos con monos azules portando una camilla que cubrieron con una sábana blanca limpia y colocaron al lado de la cama.
Lori Petersen fue levantada según mis instrucciones, doblando encima de ella la ropa de la cama sin que las manos enguantadas tocaran su piel. Después la colocaron cuidadosamente sobre la camilla y cubrieron todo con la sábana, asegurando los extremos en la parte superior para que no se perdiera ni añadiera ninguna prueba. Las cintas de Velero emitieron un chirriante sonido cuando los hombres las arrancaron y fijaron sobre el blanco capullo.
Marino abandonó conmigo el dormitorio y yo me sorprendí de que me dijera:
—La acompañaré a su automóvil.
Matt Petersen ya se había levantado cuando bajamos por el pasillo. Estaba muy pálido, tenía los ojos empañados y me miraba con desesperación porque necesitaba algo que sólo yo podía darle. Seguridad. Una palabra de consuelo. La promesa de que su esposa había muerto rápidamente y sin sufrir. De que la habían atado y violado después de morir. Pero yo no podía decirle nada. Marino cruzó conmigo el salón y ambos nos dirigimos a la puerta principal de la casa.
El patio de la casa estaba iluminado por los focos de la televisión cuya luz flotaba sobre un fondo de hipnóticos destellos rojos y azules. Las voces sincopadas de unos incorpóreos comunicantes competían con el rumor de los motores de los vehículos, mientras una fina lluvia empezaba a caer a través de la ligera bruma.
Los reporteros, provistos de cuadernos de apuntes y grabadoras, andaban de un lado para otro, esperando con impaciencia el momento en que el cuerpo fuera sacado de la casa y colocado en la ambulancia. En la calle había un equipo de televisión; una mujer enfundada en una trinchera con cinturón hablaba contra un micrófono con la cara muy seria mientras una cámara la enfocaba en primer plano «en el lugar de los hechos» para el telediario del sábado por la noche.
Bill Boltz, el fiscal de la mancomunidad, acababa de llegar y estaba descendiendo de su automóvil. Parecía aturdido y medio dormido, pero estaba firmemente dispuesto a evitar a los representantes de la prensa. No tenía nada que decir porque aún no sabía nada. Me pregunté quién le habría avisado. Tal vez Marino. Había policías por todas partes, algunos de ellos iluminando infructuosamente la hierba con sus poderosas linternas y otros conversando junto a sus blancos coches patrulla. Boltz se subió la cremallera de la chaqueta acolchada, me saludó brevemente con la cabeza cuando sus ojos se cruzaron con los míos y subió rápidamente por la calzada.
El jefe superior de policía y un comandante se encontraban acomodados en un vehículo beige sin identificación con la luz interior encendida. Tenían la cara muy pálida y de vez en cuando asentían con la cabeza y hacían comentarios a la reportera Abby Turnbull, la cual estaba hablando con ellos a través de las ventanillas abiertas. La reportera esperó a que alcanzáramos la calle y entonces se acercó corriendo a nosotros.
Marino la rechazó con un movimiento de la mano y un «Sin comentarios» dicho en un tono de voz de «Vete al carajo».
Después, apuró el paso y yo experimenté casi una sensación de alivio.
—Eso ya parece una cancha, ¿verdad? —dijo en tono de hastío mientras se palpaba el cuerpo en busca de la cajetilla de cigarrillos—. Un auténtico circo de tres pistas. Qué barbaridad.
Sentí la suave y fría lluvia en el rostro cuando Marino me abrió la portezuela de la «rubia». Mientras giraba la llave de encendido, Marino se inclinó hacia adelante y me dijo, esbozando una afectada sonrisa:
—Conduzca con mucho cuidado, doctora.
L
a blanca esfera del reloj flotaba como una luna llena en el oscuro cielo por encima de la vieja estación ferroviaria condenada al derribo, las vías del tren y el paso elevado de la I—95. Las manecillas de filigrana del gran reloj se habían detenido cuando se detuvo el último tren de pasajeros muchos años atrás. Marcaba las doce y diecisiete minutos. Siempre serían las doce y diez y siete minutos en el extremo sur de la ciudad, donde el departamento de Salud y Servicios Humanos había decidido erigir su hospital para los muertos.
Aquí el tiempo se ha detenido. Los edificios tienen las puertas y ventanas atrancadas y se están desmoronando. El tráfico y los trenes de mercancías retumban y rugen perpetuamente como un lejano mar embravecido. La tierra es una playa envenenada donde sólo crecen las malas hierbas en medio de los desperdicios y no hay luces cuando se hace de noche. Aquí nada se mueve, excepto los camioneros, los viajeros y los trenes que circulan velozmente por las vías de acero y hormigón.
El blanco rostro del reloj me miró mientras conducía mi vehículo en medio de la oscuridad; me miró como el blanco rostro de mi sueño.
Atravesé con la «rubia» una abertura de la valla metálica y aparqué detrás del edificio de estuco en el cual había pasado prácticamente todos los días de los dos últimos años. El único vehículo oficial, aparte el mío, era el Plymouth gris de Neils Vander, el experto en huellas dactilares. Le había llamado inmediatamente después de que Marino me llamara a mí. Tras la segunda estrangulación, se había instaurado una nueva forma de actuación. En caso de que se produjera otra, Vander debería reunirse conmigo en el depósito de cadáveres. En aquellos momentos, ya se encontraba en la sala de rayos X, preparando el láser.
La luz se derramaba sobre el asfalto a través de la entrada abierta y dos camilleros estaban sacando de la parte posterior de una ambulancia una negra bolsa conteniendo un cadáver. Las entregas se prolongaban durante toda la noche. Cualquiera que hubiera muerto violenta, inesperada o sospechosamente en la zona central de Virginia era enviado allí, a cualquier hora del día o de la noche.
Los jóvenes de los monos azules me miraron sorprendidos mientras yo cruzaba la entrada y sujetaba la hoja de la puerta que daba acceso al interior del edificio.
—Llega usted muy temprano, doctora.
—Un suicidio en Mecklenburg —me explicó el otro—. Se arrojó al paso de un tren. Los trozos estaban esparcidos a lo largo de veinte metros de vía.
—Sí. Está hecho picadillo...
La ambulancia cruzó la entrada y avanzó por el pasillo de azulejos blancos. La bolsa debía de ser defectuosa o estaba rasgada. La sangre goteaba desde la parte inferior de la camilla, dejando un irregular reguero de color rojo.
El depósito de cadáveres tenía un olor característico, el rancio hedor de la muerte que ningún desodorante podía disimular. Si me hubieran llevado hasta allí con los ojos tapados, hubiera adivinado exactamente dónde estaba. A aquella hora de la mañana el olor se notaba más y resultaba más desagradable que de costumbre. La camilla emitió un fuerte ruido en medio del hueco silencio mientras los camilleros introducían la camilla del suicida en el frigorífico de acero inoxidable.
Me encaminé directamente al despacho del depósito donde Fred, el guarda de seguridad, se estaba tomando un café en un vaso de plástico a la espera de que los camilleros de la ambulancia firmaran el documento de entrega del cadáver y se marcharan. Estaba sentado en el borde del escritorio como si quisiera esconderse, tal como siempre hacía cuando llegaba algún cadáver. El cañón de un arma apuntando contra su cabeza no hubiera sido un incentivo suficiente para que escoltara a alguien al interior del frigorífico. Las etiquetas colgando de los fríos pies que asomaban por debajo de las sábanas ejercían en él un efecto muy raro.
Fred miró de reojo el reloj de la pared. Su turno de diez horas estaba a punto de terminar.
—Viene otra estrangulada —le dije bruscamente.
—¡Señor, Señor! De veras que lo siento —exclamó Fred, sacudiendo la cabeza—. La verdad es que cuesta mucho imaginar que alguien pueda hacer eso. Todas estas pobres chicas —añadió sin dejar de sacudir la cabeza.
—Llegará de un momento a otro y quiero que se asegure usted de que se cierre la entrada y permanezca cerrada una vez hayan traído el cuerpo, Fred. Los reporteros acudirán en masa. No quiero que nadie se acerque a menos de veinte metros de este edificio, ¿está claro?
Hablaba con dureza y lo sabía. Tenía los nervios tan tensos como un cable de tendido eléctrico.
—Sí, señora —un enérgico movimiento de cabeza—. Vigilaré con mucho cuidado, vaya sí vigilaré.
Encendí un cigarrillo, tomé el teléfono y marqué el número de mi casa.