—Su mundo son las palabras, Marino —me oí decir a mí misma—. Un pintor le hubiera pintado un cuadro. Matt lo ha descrito con palabras. Así es cómo él existe y se expresa, por medio de las palabras. Las personas como él manifiestan los pensamientos verbalmente.
Volví a ponerme las gafas y miré a Marino. Estaba perplejo y tenía el carnoso rostro arrebolado.
—Bueno, piense por ejemplo en lo del cuchillo, doctora. Tiene sus huellas, a pesar de que él dice que era su mujer quien lo utilizaba desde hace meses. Tiene en el mango el mismo centelleo que había en sus manos. Y el cuchillo estaba en un cajón de la cómoda, como si alguien lo hubiera querido esconder. Eso da que pensar, ¿no cree?
—Considero posible que el cuchillo estuviera encima del escritorio de Lori y que ésta raras veces lo usara, y creo que no tenía ningún motivo para tocar la hoja cuando lo utilizaba ocasionalmente como abrecartas —lo estaba viendo mentalmente con tanta claridad que casi podía creer que las imágenes eran recuerdos de acontecimientos realmente ocurridos—. Considero posible que el asesino también viera el cuchillo y que tal vez lo tomara y lo sacara de la funda para examinarlo. Quizá lo utilizó...
—¿Por qué?
—¿Y por qué no?
Un encogimiento de hombros.
—Quizá para confundir a la gente —añadí—. Quizá por pura maldad. No tenemos ni idea de lo que ocurrió. Posiblemente, le hizo preguntas a propósito del cuchillo y la atormentó con su propia arma... o, mejor dicho, con la de su marido. Y si ella habló con él tal como yo sospecho, es posible que el asesino averiguara que el cuchillo pertenecía al marido. Y entonces quizá pensó: «Lo voy a usar. Y lo guardaré en un cajón para que la policía lo encuentre». O, quizá, su motivo fue puramente utilitario. En otras palabras, el cuchillo era más grande que el que él llevaba, le llamó la atención, lo usó y no quiso llevárselo y lo guardó en un cajón, confiando en que no descubriéramos que lo había usado... así de sencillo.
—O, a lo mejor, lo hizo todo Matt —dijo categóricamente Marino.
—¿Matt? Píenselo bien. ¿Podría un marido violar y maniatar a su esposa? ¿Podría fracturarle las costillas y romperle los dedos? ¿Podría estrangularla lentamente hasta provocarle la muerte? Se trata de alguien a quien ama o había amado. Alguien con quien se acuesta, come, habla y convive. Una persona, sargento. No un ser desconocido o un objeto despersonalizado de lujuria y violencia. ¿Cómo va usted a relacionar a un marido que asesina a su esposa con las tres estrangulaciones anteriores?
Estaba claro que Marino ya lo había pensado.
—Ocurrieron pasada la medianoche, en la madrugada del sábado. Justo a la hora en que Matt regresaba a casa desde Charlottesville. A lo mejor, su mujer sospechó de él por alguna razón y él decidió darle una zurra. Quizá le hizo lo que a las otras para que pensáramos que había sido el asesino en serie. O puede ser que pretendiera liquidar a su mujer ya desde un principio y cometió los tres asesinatos anteriores para que pareciera que su mujer había sido atacada por el mismo asesino anónimo.
—Un argumento estupendo para Agatha Christie —dije, empujando la silla hacia atrás y levantándome—. Pero, como usted sabe, en la vida real el asesinato suele ser deprimentemente sencillo. Creo que estos asesinatos son sencillos. Son exactamente lo que parecen, impersonales asesinatos al azar cometidos por alguien que acecha a las víctimas el tiempo suficiente como para saber cuál es el mejor momento para atacarlas.
Marino también se levantó.
—Sí, lo que ocurre es que en la vida real, doctora Scarpetta, los cuerpos no tienen estos centelleos tan raros, los mismos que se han encontrado en las manos del marido que descubre el cuerpo y deja sus huellas por todas partes. Y las víctimas no tienen por marido a unos actores de cara bonita que escriben preciosas tesis sobre el sexo y la violencia, los caníbales y los maricones.
—El olor que ha mencionado Petersen. —dije en tono pausado—. ¿Notó usted algo cuando llegó al lugar de los hechos?
—No, no noté nada. A lo mejor percibió el olor del líquido seminal, si es que dice la verdad.
—Cabe suponer que conoce este olor.
—Pero es posible que no lo esperara. No hay ningún motivo para que le viniera a la mente. Yo, cuando entré en el dormitorio, no percibí ningún olor como el que él describió.
—¿Recuerda haber notado algún olor raro en los otros escenarios de los crímenes?
—No, señora. Lo cual confirma ulteriormente mi sospecha de que o son figuraciones de Matt o éste se lo inventa para despistarnos.
Entonces se me ocurrió.
—En los tres casos anteriores las mujeres no fueron encontradas hasta el día siguiente, cuando ya llevaban muertas por lo menos doce horas.
Marino se detuvo en la puerta y me miró con incredulidad.
—¿Está usted insinuando que Matt regresó a casa poco después de que el asesino se fuera y que el asesino despedía un extraño olor corporal?
—Estoy insinuando que es posible.
Marino contrajo el rostro en una mueca de cólera y, mientras se alejaba a grandes zancadas por el pasillo, le oí murmurar:
—Malditas mujeres...
E
l Marketplace de la calle Seis es como un centro comercial de la costa, pero sin agua, una de esas soleadas galerías construidas en acero y cristal en el extremo norte del distrito bancario, en el mismo núcleo de la ciudad. No tenía por costumbre almorzar fuera y por supuesto que aquel mediodía no tenía tiempo para tales lujos. Tenía una cita antes de una hora y estaba trabajando en dos muertes repentinas y un suicidio, pero necesitaba relajarme.
Marino me preocupaba. Su actitud hacia mí me hacía recordar la Facultad de Medicina.
Yo era una de las cuatro chicas de mi clase en la Universidad Hopkins. Al principio, mi ingenuidad me impidió darme cuenta de lo que ocurría. El súbito ruido de sillas y los crujidos de papeles cuando el profesor me llamaba no eran una coincidencia. Tampoco era una casualidad que los antiguos exámenes circularan entre los alumnos, pero a mí nunca me llegaran. Las excusas («No entenderías mi caligrafía» o «Se los he prestado a otro») eran demasiado habituales cuando yo iba de un compañero a otro en las pocas ocasiones en que faltaba a clase y necesitaba copiar los apuntes de alguien. Yo era un minúsculo insecto que se enfrentaba con una impresionante red masculina en la cual podría verme atrapada, pero de la cual nunca podría formar parte.
El aislamiento es el más cruel de los castigos y jamás se me había ocurrido pensar que yo fuera un ser infrahumano por el hecho de no ser un hombre. Una de mis compañeras de la clase acabó marchándose y otra fue víctima de un agotamiento nervioso total. La supervivencia era mi única esperanza, el éxito mi única venganza.
Pensaba que aquellos días ya habían quedado atrás, pero Marino me los había devuelto. Ahora me sentía más vulnerable, porque aquellos asesinatos me estaban afectando de un modo distinto de como afectaban a los demás. No quería estar sola en aquel asunto, pero, al parecer, Marino ya había tomado una decisión, no sólo con respecto a Matt Petersen sino también con respecto a mí.
El paseo al mediodía me tranquilizó. El sol brillaba y parpadeaba en los parabrisas de los automóviles que pasaban. La puerta de cristal de doble hoja del Marketplace estaba abierta para permitir la entrada de la brisa primaveral, y el autoservicio estaba tan abarrotado de gente como ya suponía. Esperando mi turno en la cola del mostrador de ensaladas, contemplé a la gente que me rodeaba; jóvenes parejas que se reían y hablaban mientras comían sentadas junto a las mesitas y también mujeres solas, profesionales vestidas con costosas prendas, sorbiendo colas de régimen o mordisqueando bocadillos de pan griego
pitta
.
El asesino pudo ver por primera vez a sus víctimas en un lugar como aquél, un espacioso lugar público en el que lo único que las cuatro mujeres tuvieran en común fuera el hecho de que él las atendiera en uno de los mostradores.
Sin embargo, el problema más abrumador y aparentemente enigmático era que las mujeres asesinadas no trabajaban ni vivían en las mismas zonas de la ciudad. No era probable que compraran, o almorzaran o hicieran sus operaciones bancarias o cualquier otra cosa en los mismos lugares. Richmond tiene una superficie muy extensa, con prósperas zonas comerciales y áreas de negocios en los cuatro puntos cardinales. La gente que vive en el norte es abastecida por los comerciantes del norte de la ciudad, y la que vive al sur del río es atendida por los comerciantes del sur, y lo mismo ocurre en la zona oriental de la ciudad. Yo, por ejemplo, me limitaba a visitar las galerías comerciales y los restaurantes del West End, menos cuando trabajaba.
La mujer que atendió en el mostrador mi petición de una ensalada griega se detuvo un instante y clavó los ojos en mi rostro como si le recordara a alguien. Me pregunté con inquietud si habría visto mi imagen en el periódico de la tarde del sábado. O si me habría visto en algunas de las filmaciones de procesos judiciales que las emisoras locales de televisión sacaban de sus archivos cada vez que algún asesinato provocaba una conmoción en la zona central de Virginia.
Siempre había tenido especial empeño en pasar inadvertida y en no llamar la atención, pero lo tenía difícil por distintas razones. En el país había muy pocas mujeres al frente de un departamento de medicina legal, lo cual inducía a los reporteros a mostrarse especialmente interesados en apuntarme con sus cámaras o arrancarme comentarios. Se me podía reconocer fácilmente porque mi aspecto era «distinguido», era «rubia», «agraciada» y yo qué sé cuántas cosas más. Mis antepasados proceden del norte de Italia donde existe un segmento de población con el cabello rubio y los ojos azules, emparentada con las gentes de Saboya, Suiza y Austria.
Los Scarpetta son tradicionalmente un grupo etnocéntrico de italianos que se han casado con otros italianos de este país para mantener la pureza del linaje. El mayor fracaso de mi madre, según me ha dicho ella muchas veces, es no haber tenido ningún hijo varón y tener dos hijas que han resultado ser unos callejones sin salida genéticamente hablando. Dorothy profanó la estirpe con Lucy, que es medio latina, y yo, a estas alturas y dada mi situación matrimonial, no es probable que profane nada.
Mi madre es muy propensa a llorar y a deplorar el hecho de que su familia directa se encuentre al borde de la extinción. «Toda esta sangre tan buena —solloza, especialmente durante las vacaciones en que debería estar rodeada de todo un enjambre de adorables y adorados nietos—. Qué lástima. ¡Toda esta sangre tan buena! ¡Nuestros antepasados! ¡Arquitectos, pintores! Kay, Kay, mira que desperdiciar todo esto, los mejores racimos de la vid.»
Nuestro origen se sitúa en Verona, la ciudad de Romeo Montesco y de Julieta Capuleto, de Dante, Pisano, Ticiano, Bellini y Paolo Cagliari, según mi madre. Insiste en creer que estamos en cierto modo emparentados con estas lumbreras, a pesar de que yo le he recordado que Bellini, Pisano y Ticiano, aunque influyeron en la Escuela de Verona, nacieron realmente en Venecia, y el gran poeta Dante era florentino y tuvo que tomar la vía del destierro tras el triunfo de los güelfos negros, viéndose obligado a vagar de ciudad en ciudad. O sea que su estancia en Verona no fue más que un alto en su camino hacia Rávena. Nuestros antepasados más directos han sido más bien ferroviarios o agricultores, gentes humildes que emigraron a los Estados Unidos hace dos generaciones.
Con mi blanca bolsa en la mano me sumergí de nuevo en la agradable tibieza de la tarde. Las aceras estaban abarrotadas de gente que iba y venía de almorzar. Mientras esperaba en una esquina a que cambiara el semáforo, me volví instintivamente hacia dos figuras que salían del restaurante chino de la acera de enfrente. El cabello rubio había atraído mi atención. Bill Boltz, el fiscal de la mancomunidad para la ciudad de Richmond, se estaba poniendo unas gafas de sol y parecía enzarzado en una intensa discusión con Norman Tanner, el director de seguridad ciudadana. Por un instante, Boltz miró directamente hacia el lugar donde yo me encontraba, pero no correspondió a mi saludo con la mano. O puede que no me viera. No volví a saludarle. Después, ambos se alejaron y se perdieron entre la corriente de rostros anónimos y de pies que se arrastraban por el suelo.
Cuando el semáforo se puso verde tras una interminable espera, crucé la calle y me acordé de Lucy al acercarme a un establecimiento de informática. Entré y encontré algo que sin duda le iba a gustar, no un videojuego sino un curso de historia, arte y música con un apartado de preguntas culturales. La víspera habíamos alquilado una embarcación de remo y habíamos paseado por las aguas del pequeño lago. Después corrimos a la fuente donde Lucy me echó agua encima y yo le devolví el trato, mojándola a mi vez y jugando infantilmente con ella. Les echamos migas de pan a los patos y chupamos cucuruchos de helado de uva hasta que se nos puso la lengua de color morado. El jueves por la mañana la niña regresaría a Miami y yo no volvería a verla hasta la Navidad, eso si volvía a verla este año.
Era la una menos cuarto cuando entré en el vestíbulo de la oficina del jefe del departamento de medicina legal, u OJDML, tal como se la llama. Benton Wesley había llegado con quince minutos de antelación y se encontraba sentado en el sofá, leyendo el
Wall Street Journal.
—Espero que lleve algo para comer en esa bolsa —dijo en tono burlón, doblando el periódico y tomando su cartera de documentos.
—Vinagre de vino, le encantará.
—Lo que sea, qué demonios... me da igual. Algunos días estoy tan desesperado que hasta me imagino que el acondicionador de aire que hay al otro lado de mi puerta está lleno de ginebra.
—Desperdicia la imaginación con eso.
—No. Es la única fantasía de que puedo hablar delante de una señora.
Wesley era un experto en diseño de perfiles de sospechosos, que trabajaba en la delegación del FBI en Richmond aunque, en realidad, pasaba muy poco tiempo allí. Cuando no estaba en la carretera, solía estar en la Academia Nacional de Quantico, dando clases sobre investigación de muertes y haciendo todo lo que podía para que el duro PDDV superara su difícil adolescencia. PDDV es la sigla del Programa de Detención de Delincuentes Violentos. Uno de los conceptos más innovadores del PDDV era el de los equipos regionales, en los que un experto del FBI colaboraba con un investigador de homicidios de la policía. El departamento de Policía de Richmond había recurrido al PDDV inmediatamente después de producirse la segunda estrangulación. Marino, aparte su condición de sargento investigador de la ciudad, era el compañero de equipo regional de Wesley.