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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (13 page)

BOOK: Post Mortem
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—¿Qué está diciendo, Margaret? ¿No pulsó usted estos mandos?

—Por supuesto que no —contestó Margaret, ofendida—. Tampoco lo hizo nadie de aquí afuera. Hubiera sido imposible.

Concentré en ella toda mi atención.

—Cuando me fui el viernes por la tarde —me explicó—, hice lo que siempre hago al término de la jornada. Dejé el ordenador en respuesta modem para que usted pudiera marcar desde su casa si quisiera. No hay forma de que nadie pueda usar mi ordenador porque no se puede utilizar cuando está en respuesta modem a no ser que usted marque modem desde otro ordenador personal.

Todo eso lo comprendía muy bien. Las terminales de los despachos estaban conectadas con la de Margaret, que nosotros denominábamos «servidor». No estábamos conectados con el departamento de Sanidad y Servicios Humanos de la acera de enfrente, a pesar de la insistencia de su director en que lo hiciéramos. Yo me había negado y seguiría haciéndolo porque nuestros datos eran muy delicados y muchos casos se encontraban todavía bajo investigación policial. Enviarlo todo a un ordenador central compartido por un sinfín de organismos del DSSH hubiera sido exponerse a crear un colosal problema de seguridad.

—Yo no marqué desde casa —le dije.

—En ningún momento he pensado que lo hubiera hecho —dijo Margaret—. No acierto a imaginar por qué motivo hubiera podido usted pulsar estos mandos. Usted mejor que nadie sabe que el caso de Lori Petersen todavía no se ha introducido en la base de datos. El responsable es otra persona. Y no es ninguno de los administrativos de aquí afuera ni ninguno de los médicos. Exceptuando su ordenador personal y el del depósito de cadáveres, todos los demás son terminales mudas.

Una terminal muda, me recordó, es exactamente lo que parece... una unidad sin cerebro, integrada por un monitor y un teclado. Las terminales mudas de nuestro despacho estaban conectadas con el servidor del despacho de Margaret. Cuando el servidor estaba apagado o bloqueado, tal como ocurría cuando se encontraba en respuesta modem, las terminales mudas también quedaban bloqueadas. En otras palabras, no habían funcionado desde última hora del viernes... antes de que se produjera el asesinato de Lori Petersen.

La utilización de la base de datos tenía que haberse producido durante el fin de semana o en determinado momento de aquel mismo día.

Alguien de fuera había entrado. Era evidente.

Y aquel alguien tenía que estar familiarizado con la base de datos que utilizábamos. Era de las más conocidas y se podía aprender con cierta facilidad. El número que había que marcar era el de la extensión de Margaret, el cual figuraba en el directorio interno del DSSH. Con un ordenador cargado con un paquete de
software
de comunicaciones y con un modem compatible, si uno sabía que Margaret era la analista de informática y marcaba su número, se podía establecer la conexión. Pero eso era todo. No se podía acceder ni a las aplicaciones ni a los datos. Ni siquiera se podía tener acceso a los buzones electrónicos sin conocer los nombres y las contraseñas de los usuarios.

Margaret estaba contemplando la pantalla a través de unas gafas ahumadas. Tenía el ceño levemente fruncido y se mordisqueaba el pulgar.

Acerqué una silla y me senté.

—¿Cómo? El nombre y la contraseña del usuario. ¿Cómo pudo alguien acceder a esta información?

—Eso es lo que me desconcierta. Sólo unos cuantos la conocemos, doctora Scarpetta. Usted, yo, los otros médicos y las personas que introducen los datos. Además, los nombres y las contraseñas de los usuarios son distintos de los que asigné a los distritos.

Aunque cada uno de mis distritos disponía de una red informática exactamente igual que la nuestra, cada una de dichas redes tenía sus propios datos y no disponía de acceso
on-line
a los datos de la oficina central. No era probable, mejor dicho, lo consideraba imposible, que el responsable fuera un director de alguna de las delegaciones de distrito.

Apunté una remota posibilidad.

—A lo mejor, alguien probó al azar y tuvo suerte.

Margaret sacudió la cabeza.

—Casi imposible. Lo sé. Lo he probado algunas veces tras haber cambiado la contraseña de correo electrónico de alguien y no he podido recordarlo. Después de unos tres intentos, el ordenador no tiene compasión y desconecta la línea telefónica. Además, a esta versión de la base de datos no le gustan los intentos ilegales. Si se pulsan repetidamente los mandos cuando uno quiere introducir alguna pregunta o sacar una tabla, se produce un error de contexto, se alteran las alineaciones de los indicadores y se estropea toda la base de datos.

—¿Y no hay ningún otro sitio donde pudieran estar las contraseñas? —pregunté—. ¿Algún otro lugar del ordenador, por ejemplo, en el que alguien pudiera encontrarlos? ¿Y si la persona fuera un analista de informática...?

—Sería imposible —Margaret estaba absolutamente segura—. He tenido mucho cuidado. Existe una tabla en la que figuran los nombres y las contraseñas de los usuarios, pero sólo se puede acceder a ella si uno sabe lo que está haciendo. Pero es que, además, no puede ser porque yo eliminé esta tabla hace tiempo para evitar precisamente este problema.

No dije nada.

Margaret me estudió el rostro, buscando alguna señal de desagrado, algún destello de mis ojos que le dijera que yo estaba enfadada y le echaba la culpa de lo ocurrido.

—Es horrible —exclamó de repente—. De veras. No tengo ni idea, no se me ocurre quién pueda ser esta persona. Además, el ABD no funciona.

—¿Que no funciona? —el ABD, o Administrador de Base de Datos, era una clave que permitía a ciertas personas, como Margaret o yo, por ejemplo, acceder a todas las tablas y hacer con ellas lo que quisiéramos. El hecho de que el ABD no funcionara era como decir que la llave de la puerta de mi casa ya no encajaba en la cerradura—. ¿Qué quiere decir con eso de que no funciona?

Me estaba resultando cada vez más difícil conservar la calma.

—Pues exactamente lo que digo. No me ha permitido entrar en ninguna tabla. La contraseña ha quedado invalidada no sé por qué razón. He tenido que volver a conectar la clave.

—¿Y eso cómo ha podido ocurrir?

—No lo sé —Margaret parecía muy alterada—. ¿Quizá convendría que cambiara todas las claves por motivos de seguridad y que asignara nuevas contraseñas?

—Ahora no —repliqué automáticamente—. Nos limitaremos a no introducir el caso de Lori Petersen en el ordenador. Quienquiera que sea, no podrá encontrar lo que anda buscando —añadí, levantándome.

—Esta vez no lo ha encontrado.

Me quedé inmóvil, mirándola fijamente.

Dos manchas de color le estaban tiñendo las mejillas.

—No sé. Si ha ocurrido otras veces, no puedo saberlo porque el eco siempre estaba desconectado. Estos mandos de aquí... —señaló la hoja impresa— son el eco de los mandos pulsados en el ordenador que estableció contacto con éste. Siempre dejo el eco desconectado para que, si usted marca desde casa, en la pantalla no quede constancia de lo que está haciendo. El viernes tenía prisa. Puede que dejara el eco conectado sin darme cuenta. No lo recuerdo, pero el caso es que estaba conectado. Supongo que podemos considerarlo una suerte... —añadió con tristeza.

Ambas nos volvimos al mismo tiempo.

Rose se encontraba en la puerta.

Otra vez la misma expresión... Oh, no, otra vez, no.

Esperó a que yo saliera al pasillo y entonces me dijo:

—El forense de Colonial Heights está en la línea uno. Un investigador de Ashland está en la dos. Y la secretaria del comisionado acaba de llamar...

—¿Cómo? —la interrumpí. La última frase era la única que realmente había escuchado—. ¿La secretaria de Amburgey?

Rose me entregó varios papelitos rosa de mensajes telefónicos mientras contestaba:

—El comisionado quiere verla.

—¿A propósito de qué, santo cielo?

Como me dijera una vez más que tendría que averiguarlo por mí misma, perdería los estribos.

—No lo sé —contestó Rose—. La secretaria no me lo ha dicho.

6

N
o podía permanecer sentada junto a mi escritorio. Tenía que moverme y distraerme para no perder la calma.

Alguien había penetrado en mi ordenador y Amburgey quería verme en cuestión de una hora y cuarenta y cinco minutos. No era probable que quisiera invitarme simplemente a tomar el té.

Para serenarme, estaba efectuando rondas de comprobación. Por regla general, tenía que dejar constancia escrita de mi visita a los distintos laboratorios de arriba. Otras veces me limitaba a preguntar qué tal iban mis casos... el buen médico que comprueba la evolución de sus pacientes. En aquellos momentos, mi ronda de inspección no era más que una peregrinación apenas disimulada.

La Oficina de Ciencias Forenses era una colmena de gabinetes llenos de equipos de laboratorio y de gente vestida con blancas batas de laboratorio cuyas manos estaban protegidas por guantes de seguridad de plástico.

Algunos de los científicos me saludaron con la cabeza y me sonrieron cuando pasé por delante de sus puertas abiertas. Pero la mayoría de ellos ni siquiera levantó la vista de lo que estaba haciendo. Todos estaban demasiado ocupados como para prestar atención a la gente que pasaba. Pensé en Abby Turnbull y en otros reporteros que no me gustaban.

¿Y si algún ambicioso periodista le hubiera hecho una visita a nuestro ordenador para penetrar en nuestra base de datos?

¿Cuánto tiempo llevaba ocurriendo aquellas cosas?

Ni siquiera me di cuenta de que había entrado en el laboratorio de serología hasta que mis ojos se posaron en las negras superficies de las mesas llenas de tubos de ensayo, cubetas y mecheros de Bunsen. En los estantes se apretujaban las bolsas de pruebas y los tarros de sustancias químicas, y en el centro de la sala había una alargada mesa cubierta con la colcha y las sábanas de la cama de Lori Petersen.

—Llega justo a tiempo —me dijo Betty a modo de saludo—. Si quiere que se le indigeste la comida, claro.

—No, gracias.

—Bueno, pues a mí ya se me está empezando a indigestar—añadió Betty—. ¿Por qué va a ser usted inmune a estas cosas?

Betty estaba a punto de jubilarse y tenía el cabello gris acero, unas recias facciones y unos ojos castaños que podían ser impenetrables o tímidamente sensibles siempre y cuando uno se tomara la molestia de intentar conocerla. Me gustó la primera vez que la vi. La jefa de serología era una persona muy meticulosa y poseía una inteligencia tan afilada como un bisturí. En su vida privada era una entusiasta observadora de pájaros y una notable pianista que no se había casado y jamás lo había lamentado. Creo que me recordaba a sor Martha, mi monja preferida de la escuela parroquial de Santa Gertrudis.

Tenía las mangas de su larga bata de laboratorio remangadas hasta los codos y llevaba guantes. Sobre su zona de trabajo había varios tubos de ensayo en cuyo interior se veían unas varillas rematadas por torundas de algodón y un equipo de recogida de pruebas, o ERP, que contenía la carpeta de diapositivas y los sobres con muestras de cabello de Lori Petersen. La carpeta de las diapositivas, los sobres y los tubos de ensayo estaban identificados por medio de unas etiquetas informatizadas que yo misma había iniciado gracias a uno de los muchos programas creados por Margaret.

Recordé vagamente un chisme que había circulado en una reciente reunión. Durante las semanas que siguieron a la repentina muerte del alcalde de Chicago, hubo algo así como noventa intentos de penetrar en los datos de los ordenadores de la oficina del forense. Se creía que los culpables eran periodistas que andaban en busca de los resultados de la autopsia y de los análisis de toxicología.

¿Quién? ¿Quién había penetrado en mi ordenador?

¿Y por qué?

—Ha adelantado mucho —me estaba diciendo Betty.

—¿Perdón...? —pregunté, esbozando una sonrisa de disculpa.

—Digo que he hablado con el doctor Glassman esta mañana— repitió Betty—. Ha adelantado mucho con las muestras de los dos primeros casos, y dentro de un par de días nos entregará los resultados.

—¿Ya ha enviado las muestras de los dos últimos?

—Acaban de salir —contestó Betty desenroscando el tapón de un frasquito marrón—. Bo Friend las entregará en mano...

—¿Bo Friend? —la interrumpí.

—O el Oficial Amable, tal como lo conoce la tropa. Así se llama. Bo Friend. Boy Scout de Honor. Vamos a ver, Nueva York está a unas seis horas por carretera. Las entregará en el laboratorio esta misma tarde. Creo que se lo juegan a pajas.

La miré sin comprender.

—¿A pajas?

¿Qué querría Amburgey? A lo mejor, quería saber qué tal iban los análisis del ADN. Todo el mundo pensaba en lo mismo últimamente.

—Los de la policía —dijo Betty—. Eso de ir a Nueva York. Algunos de ellos nunca han estado allí.

—Una vez será suficiente para la mayoría de ellos —comenté con aire ausente—. Ya verá cuando empiecen a intentar cambiar de carril o cuando no encuentren sitio donde aparcar.

Hubiera podido enviarme una nota por correo electrónico si hubiera querido averiguar algo sobre los análisis de ADN o cualquier otra cosa. Era lo que solía hacer Amburgey. Es más, era lo que siempre había hecho.

—Sí. Y eso es lo de menos. Este Bo nació y se crió en Tennessee y nunca va a ningún sitio sin su pistola.

—Espero que haya ido a Nueva York sin ella.

Mi boca hablaba, pero el resto de mi persona estaba en otro lugar.

—Sí —dijo Betty—. Su capitán se lo dijo, le habló de las leyes que hay por allí sobre las armas de fuego. Bo sonreía cuando vino por las muestras, sonreía y creo que se daba palmadas sobre lo que supongo que debía de ser una funda de pistola oculta bajo su chaqueta. Tiene uno de esos revólveres a lo John Wayne con un cañón de quince centímetros. Estos chicos con sus armas de fuego. Es tan freudiano que hasta resulta aburrido...

En lo más recóndito de mi cerebro estaba recordando noticias sobre personas que prácticamente eran unos niños y habían conseguido penetrar en los ordenadores de importantes empresas y bancos.

En el escritorio de mi casa al lado del teléfono tenía un modem que me permitía conectar con el ordenador de mi oficina. Estaba absolutamente prohibido tocarlo. Lucy había comprendido la seriedad de aquella prohibición y sabía que no debía intentar tan siquiera acceder a los datos de mi oficina. Todo lo demás le estaba permitido, a pesar de mi resistencia interior nacida del fuerte sentido territorial propio de las personas que viven solas.

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