—¿Has visto los periódicos? —me preguntó, soplando su café para enfriarlo un poco.
—Todo el maldito mundo ha visto los periódicos —contesté en tono sombrío.
La primera página del domingo era peor que la del sábado por la tarde. El titular principal cubría toda la anchura de la página y las letras tenían aproximadamente dos centímetros y medio de altura. El reportaje incluía una columna lateral sobre Lori Petersen y una fotografía que parecía sacada de un anuario. Abby Turnbull había sido lo bastante agresiva, por no decir descarada, como para haber intentado entrevistar a la familia de Lori Petersen que vivía en Filadelfia y que «estaba demasiado trastornada y no podía hacer comentarios».
—Eso no nos va a ayudar mucho —dijo innecesariamente Vander—. Me gustaría saber de dónde procede la información para poder echarle un rapapolvo a alguien.
—Los policías no han aprendido a mantener la boca cerrada —dije—. Cuando aprendan a callar, no habrá filtraciones y ya no tendrán motivo para quejarse.
—Bueno, puede que sean ellos, pero con todo lo que está pasando, mi mujer se vuelve loca. Creo que, si viviéramos en la ciudad, querría que nos mudáramos a otro sitio hoy mismo.
Se acercó a su escritorio sobre el que se amontonaban varias páginas impresas de ordenador mezcladas con fotografías y mensajes telefónicos. También se podía ver una botella de cerveza y una baldosa de mosaico con una huella de pie ensangrentada, ambas cosas colocadas en el interior de sendas bolsas de plástico y con sus etiquetas correspondientes. Diseminados aquí y allá había diez frasquitos de formol, cada uno de los cuales contenía una carbonizada punta de dedo anatómicamente amputada a la altura de la segunda articulación. En los casos de cuerpos no identificados gravemente quemados o descompuestos, no siempre es posible obtener las huellas dactilares utilizando el método habitual. Incongruentemente, colocado en medio de todo aquel macabro batiburrillo había un frasco de Loción de Vaselina Cuidado Intensivo. Echándose unas gotas de loción en las manos, Vander se puso unos guantes blancos de algodón. La acetona, el xileno y los incesantes lavados de manos a que lo obligaba su profesión causaban estragos en su piel hasta el punto de que yo siempre adivinaba cuándo había olvidado ponerse los guantes antes de utilizar la ninhidrina, una sustancia química extremadamente útil para visualizar las huellas dactilares latentes, pues se pasaba toda una semana con los dedos violáceos. Tras completar su ritual matutino, me indicó por señas que saliera con él al pasillo de la cuarta planta.
Varias puertas más abajo se encontraba la sala de ordenadores, pulcra, casi esterilizada, con toda una serie de ordenadores modulares plateados de distintas formas y tamaños que hacían evocar la imagen de una lavandería de la era espacial. La lustrosa unidad vertical parecida a un equipo de lavadoras y secadoras era el procesador de huellas digitales, cuya función consistía en comparar unas huellas digitales desconocidas con una base de datos de miles de millones de huellas digitales almacenadas en discos magnéticos. El PHD, tal como se le llamaba, con sus avanzadas conexiones y sus procesos paralelos, podía llevar a cabo ochocientos cotejos por segundo. A Vander no le gustaba sentarse a esperar los resultados. Tenía por costumbre interrumpir su tarea por la tarde y reanudarla a la mañana siguiente, al regresar al trabajo.
La parte más laboriosa del proceso era lo que Vander solía hacer el sábado y que consistía en introducir las huellas en el ordenador, lo cual le exigía fotografiar las huellas latentes en cuestión, ampliarlas a cinco veces su tamaño, colocar una hoja de papel de calco sobre cada fotografía y calcar con un rotulador las características más significativas. A continuación, Vander reducía el dibujo a una fotografía de tamaño dos por dos para que coincidiera exactamente con el tamaño de la huella. Pegaba la fotografía a una hoja con la huella latente y lo introducía todo en el ordenador. Y después imprimía el resultado de la investigación.
Vander se sentó con la deliberada lentitud de un pianista a punto de iniciar un concierto. Yo casi esperaba que se levantara la bata por detrás, cual si de una cola de frac se tratara, y que extendiera los dedos para darles flexibilidad. Su piano Steinway era la estación de alimentación remota, consistente en un teclado, un monitor, un escáner de imagen y un procesador de imagen de huellas dactilares, entre otras cosas. El escáner de imagen era capaz de leer tanto tarjetas de diez huellas como huellas latentes. El procesador de imagen de huellas dactilares (o PIH, tal como lo llamaba Vander) detectaba inmediatamente las características de las huellas.
Le vi pulsar varios mandos. Después, Vander pulsó la tecla de imprimir y las listas de los posibles sospechosos empezaron a aparecer rápidamente en el papel a rayas verdes.
Acerqué una silla mientras Vander arrancaba la hoja y dividía el papel en diez secciones, separando los casos.
Nos interesaba el 88—01651, número de identificación de las huellas latentes descubiertas en el cuerpo de Lori Petersen.
Los cotejos entre los resultados de un ordenador se parecen a unas elecciones políticas. Los posibles aciertos se llaman candidatos y se clasifican según la puntuación. Cuanto más alta es la puntuación, tantos más son los puntos de coincidencia con las huellas latentes que se introducen en el ordenador. En el caso 88—01651 había un principal candidato con un amplio margen de más de mil puntos. Lo cual sólo podía significar una cosa.
Habíamos dado en el blanco.
O «caliente, caliente», tal como decía Vander.
El candidato ganador figuraba impersonalmente indicado como NIC112.
La verdad era que no lo esperaba.
—¿O sea que el que dejó las huellas en la piel de la chica las tiene en la base de datos? —pregunté.
—Exactamente.
—Lo cual significa que podría tener antecedentes penales.
—Tal vez, pero no necesariamente.
Vander se levantó y se acercó a la terminal de verificación. Apoyó levemente los dedos sobre el teclado y estudió la pantalla.
—Puede que lo incluyeran por alguna otra razón —añadió—. Podría pertenecer a las fuerzas del orden o haber solicitado alguna vez una licencia de taxi.
Empezó a marcar las tarjetas de huellas digitales para recuperar su imagen. Inmediatamente, la imagen de búsqueda de huellas, un conglomerado ampliado de vueltas y espirales de color azul turquesa, se yuxtapuso a la imagen de la huella del candidato. A la derecha apareció una columna en la que se indicaba el sexo, la raza, la fecha de nacimiento y otras informaciones relacionadas con la identidad del candidato. Sacando una copia impresa de la huella, Vander me la entregó.
La estudié y leí y volví a leer la identidad de NIC112.
Marino estaría encantado.
Según el ordenador (y en eso no podía haber ninguna equivocación) las huellas latentes que el láser había descubierto en el hombro de Lori Petersen correspondían a Matt Petersen, su marido.
N
o me sorprendió demasiado que Matt Petersen hubiera tocado el cuerpo. A menudo constituye una acción refleja tocar a alguien que está aparentemente muerto para tomarle el pulso o bien agarrarlo por el hombro tal como se hace cuando se quiere despertar a una persona. Pero dos cosas me preocupaban. Primero, el láser captó las huellas latentes porque la persona que las dejó tenía en sus dedos residuo de aquellos desconcertantes centelleos... prueba que también se había descubierto en los casos anteriores. Segundo, la tarjeta de las diez huellas de Matt Petersen aún no había sido entregada al laboratorio. El ordenador había dado en el blanco porque las huellas de Matt ya figuraban en la base de datos.
Le estaba diciendo a Vander que tendríamos que averiguar por qué y cuándo le habían tomado las huellas a Petersen y si éste tenía antecedentes penales, cuando entró Marino.
—Su secretaria me ha dicho que estaba aquí —dijo a modo de saludo.
Se estaba comiendo un donut cuyas características me hicieron comprender que procedía de la máquina situada al lado de la cafetera automática de la planta baja. Rose siempre ponía donuts los lunes por la mañana. Contemplando con indiferencia los ordenadores, me entregó un sobre de cartulina.
—Perdone, Neils —dijo en voz baja—, pero aquí la doctora dice que tiene preferencia.
Vander me miró con curiosidad mientras yo abría el sobre. Dentro había una bolsa de plástico de pruebas con la tarjeta de las diez huellas de Petersen. Marino me había puesto en evidencia y a mí no me gustaba que lo hiciera. En circunstancias normales, la tarjeta hubiera sido enviada directamente al laboratorio de huellas dactilares... no a mí. Son precisamente estas maniobras las que provocan la animadversión de los compañeros. Piensan que estás invadiendo su terreno y que los estás suplantando cuando, en realidad, es posible que no estés haciendo tal cosa en absoluto.
—No quería que lo dejaran encima de su escritorio y que cualquiera pudiera tocarlo —le expliqué a Vander—. Parece ser que Matt Petersen utilizó base de maquillaje teatral antes de regresar a casa. Si le quedaba algún residuo en las manos, puede que también lo encontremos en la tarjeta.
Vander abrió enormemente los ojos. La idea le interesaba.
—Claro. La pasaremos por el láser.
Marino me miró con expresión malhumorada.
—¿Y qué hay del cuchillo de supervivencia? —le pregunté.
Sacó otro sobre del montón que sujetaba entre el brazo y la cintura.
—Se lo iba a llevar a Frank.
—Primero lo examinaremos con el láser —sugirió Vander.
Sacó otra copia de NIC112, las huellas latentes que Matt Petersen había dejado en el cuerpo de su mujer, y se la entregó a Marino.
Marino la estudió brevemente y después me miró directamente a los ojos, diciendo por lo bajo:
—La madre que lo parió.
Yo estaba familiarizada con aquella triunfal expresión de sus ojos y ya la esperaba. Su significado era: «Ahí tiene usted, señora jefa. Usted habrá aprendido mucho en los libros, pero yo me conozco la calle».
Comprendí que las tuercas de la investigación se estaban apretando alrededor del marido de una mujer que, a mi juicio, había sido asesinada por un hombre al que ninguno de nosotros conocía.
Quince minutos más tarde, Vander, Marino y yo nos encontrábamos en el interior de una sala equivalente a una cámara oscura, contigua al laboratorio de huellas dactilares. Encima de mostrador, cerca de una pila de gran tamaño, estaban la tarjeta de las diez huellas y el cuchillo de supervivencia. La estancia se hallaba completamente a oscuras. El voluminoso vientre de Marino me estaba rozando desagradablemente el codo izquierdo mientras las brillantes pulsaciones arrancaban toda una serie de centelleos de las tiznaduras de tinta de la tarjeta. También había centelleos en el mango del cuchillo, que era de goma dura y demasiado áspero como para conservar las huellas.
En la ancha y reluciente hoja del cuchillo había toda una serie de restos prácticamente microscópicos y varias huellas parciales muy claras que Vander cubrió con polvos para visualizarlas. Después, Vander se inclinó para estudiar con más detenimiento la tarjeta de las diez huellas. Una rápida comparación visual con sus expertos ojos de águila fue suficiente para que pudiera decir con cierta seguridad:
—Basándonos en una comparación inicial de las líneas, son suyas; las huellas de la hoja del cuchillo pertenecen a Petersen.
El láser se apagó dejándonos sumidos en una negrura absoluta y, poco después, nos vimos inundados por el repentino resplandor de las bombillas del techo que nos acababan de devolver bruscamente al mundo del suelo de hormigón y de los revestimientos de fórmica blanca.
Echándome hacia arriba las gafas de protección, empecé a recitar la letanía de observaciones objetivas mientras Vander jugueteaba con el láser y Marino encendía un cigarrillo.
—Las huellas del cuchillo podrían carecer de significado. Si el cuchillo pertenecía a Petersen, es lógico que tenga sus huellas. En cuanto al residuo brillante... sí, está claro que tenía algo en las manos cuando tocó el cuerpo de su mujer y cuando le sacaron las huellas dactilares. Pero no podemos estar seguros de que la sustancia sea la misma que el brillo que hemos encontrado en otras partes, particularmente en los tres primeros casos de estrangulación. Lo examinaremos bajo el microscopio electrónico por si las composiciones elementales de espectros infrarrojos fueran las mismas que las de los residuos encontrados en otras zonas del cuerpo de la víctima y en los casos anteriores.
—¿Cómo? —preguntó Marino con incredulidad—. ¿Quiere usted decir que Matt tenía una sustancia en sus manos y el asesino tenía otra y que éstas no son lo mismo pero parecen iguales bajo el láser?
—Casi todo lo que reacciona fuertemente al láser tiene el mismo aspecto —le expliqué con lentas y mesuradas palabras—. Todo brilla como la blanca luz de neón.
—Sí, pero la mayoría de la gente no tiene en las manos estas mierdas que brillan como el neón, que yo sepa.
Tuve que darle la razón.
—La mayoría de la gente, no.
—Qué curiosa coincidencia que Matt tenga casualmente esta extraña sustancia en las manos.
—Dijo usted que acababa de regresar de un ensayo general —le recordé.
—Eso es lo que él ha dicho.
—No sería mala idea recoger una muestra del maquillaje que usó el viernes por la noche y traerla aquí para analizarla.
Marino me miró despectivamente.
En mi despacho había uno de los pocos ordenadores personales de la segunda planta. Estaba conectado con el ordenador principal instalado en una sala de unas puertas más abajo, pero no era una terminal muda. Aunque el ordenador principal estuviera apagado, yo podía utilizar mi PC, por lo menos para tratar textos.
Marino me entregó los dos
disquetes
encontrados en el escritorio del dormitorio de los Petersen. Los introduje en las ranuras y pulsé una tecla de directorio para cada uno de ellos.
En la pantalla apareció un índice de archivos o capítulos de lo que evidentemente era la tesis de Petersen. El tema era Tennessee Williams, «en cuyas obras más celebradas se pone de manifiesto un mundo exasperante que oculta bajo su romántica y noble superficie todo un universo de sexo y violencia», según el párrafo inicial de la Introducción.
Marino miró por encima de mi hombro y sacudió la cabeza.