—El caso de Henna es prácticamente igual que los demás —dije fríamente—. No me cabe la menor duda de que fue asesinada por el mismo hombre.
—¿Qué me dice de las muestras?
—Betty las analizará a primera hora de la mañana. No sé...
—Bueno, pues yo le ahorraré la molestia, doctora. Boltz es un sujeto no secretor. Creo que usted ya lo sabe desde hace varios meses.
—Hay miles de hombres no secretores en la ciudad. Usted podría ser uno de ellos tal vez.
—Sí —dijo Marino—, tal vez podría ser uno de ellos. Pero el caso es que usted no lo sabe. Y, en cambio, sí sabe lo de Boltz. Cuando usted examinó a su esposa el año pasado, la sometió a las pruebas del ERP y encontró esperma, esperma de su marido. En el maldito informe de laboratorio se dice que el tío con quien ella se acostó poco antes de quitarse la vida era un no secretor. Qué demonios, hasta yo me acuerdo de eso. Estuve en el lugar de los hechos, no lo olvide.
No contesté.
—No estaba dispuesto a excluir ninguna posibilidad cuando entré en aquel dormitorio y la vi incorporada en la cama con su precioso camisón agujereado por la bala que le había traspasado el pecho. Yo siempre pienso en un asesinato. El suicidio es la última posibilidad de la lista, porque si no piensas en seguida en un asesinato, después ya es demasiado tarde. El único error que cometí entonces fue no hacerle a Boltz un perfil de sospechoso. Me pareció todo tan claro después de los exámenes que usted llevó a cabo que di por resuelto el caso. Quizá no hubiera tenido que hacerlo. En aquellos momentos tenía sobrados motivos para analizarle la sangre y asegurarme de que el esperma que había en la mujer era suyo. El dijo que sí, que ambos habían mantenido relaciones sexuales a primera hora de aquella mañana. Lo dejé correr. Y ahora ni siquiera puedo preguntarlo. No tengo ningún motivo probable para hacerlo.
—Hay que analizar algo más que la sangre —dije estúpidamente—. Si es A negativo o B negativo en el sistema de grupos sanguíneos Lewis, no se puede afirmar que es un no secretor... hay que analizarle la saliva...
—Sí. Sé muy bien cómo se hace el perfil de un sospechoso. No importa. Nosotros sabemos lo que es Boltz, ¿verdad?
No hice ningún comentario. No podía.
—Sabemos que el tipo que ha asesinado a las mujeres es un no secretor. Y sabemos que Boltz conocía los detalles de los crímenes, los conocía tan bien que pudo liquidar a Henna de tal forma que pareciera un asesinato como los demás.
—Muy bien, haga usted un perfil y nosotros le haremos las pruebas del ADN —dije enojada—. Adelante. Así saldrá usted de dudas.
—Sí, es posible. Es posible que lo examine con el maldito láser para ver si brilla.
Recordé el residuo brillante del ERP erróneamente etiquetado. ¿Serían mis manos el origen del residuo? ¿Solía lavarse Bill las manos con jabón Borawash?
—¿Ha encontrado usted el brillo en el cuerpo de Henna? —preguntó Marino.
—En el pijama. Y en la colcha.
Ambos permanecimos un rato en silencio.
—Es el mismo hombre —dije yo al final—. Conozco bien los resultados. Es el mismo hombre.
—Sí. Puede que lo sea, pero eso no me tranquiliza en absoluto.
—¿Está seguro de que lo que dijo Abby es cierto?
—He estado en el despacho de Boltz a última hora de esta tarde.
—¿Ha ido usted a ver a Boltz? —pregunté tartamudeando.
—Pues sí.
—¿Y ha podido confirmar algo?
Estaba levantando la voz sin darme cuenta.
—Sí —contestó Marino, mirándome de soslayo—. Más o menos.
No dije nada, temía hablar.
—Como era de esperar, lo ha negado todo y se ha enfadado muchísimo. Ha amenazado con denunciarla por difamación, pero no lo hará. No puede armar jaleo porque miente; yo lo sé y él lo sabe.
Vi que su mano se acercaba a la parte exterior de su muslo izquierdo y me asusté de repente. ¡La grabadora de micro casete!
—Si está usted haciendo lo que yo creo... —balbucí.
—¿Cómo? —preguntó Marino, sorprendido.
—Si está utilizando una grabadora...
—Pero bueno, me estaba simplemente rascando. Cachéeme. Desnúdeme y regístreme si le parece.
—No tendría suficiente dinero para pagarme.
Marino se rió. Mi comentario le había hecho gracia.
—¿Quiere que le diga la verdad? Tengo ciertas dudas sobre lo que le pasó realmente a su mujer.
Tragué saliva y dije:
—El examen físico no reveló nada sospechoso. Tenía residuos de pólvora en la mano derecha...
—Claro —me interrumpió Marino—. Ella apretó el gatillo, eso no lo dudo, pero puede que ahora sepamos por qué razón lo hizo, ¿verdad? A lo mejor, él llevaba años haciéndolo. Y ella lo descubrió.
Poniendo el motor en marcha, Marino encendió los faros y momentáneamente brincamos entre las casas hasta salir a la calle.
—Mire —añadió Marino sin querer dejarme en paz—, no pretendo fisgonear en lo que no me importa. En otras palabras, no es ésa la idea que yo tengo de la diversión, ¿me entiende? Pero usted le conoce, doctora. Usted se ha estado viendo con él, ¿verdad?
Un travestido avanzó por la acera. La falda amarilla se agitaba alrededor de sus bien torneadas piernas y una ajustada camiseta blanca le moldeaba el alto y erguido busto postizo. Sus empañados ojos se desviaron hacia nosotros.
—Usted se ha estado viendo con él, ¿no es cierto?
—Sí —contesté con voz casi inaudible.
—¿Qué me dice del pasado viernes por la noche?
Al principio, no me acordé. No podía pensar. El travestido se volvió lánguidamente y se fue por el otro lado.
—Llevé a mi sobrina a cenar y a ver una película.
—¿Él las acompañó?
—No.
—¿Sabe usted dónde estuvo él la noche del viernes?
Sacudí la cabeza.
—¿Él no la llamó ni nada?
—No.
Silencio.
—Mierda —musitó Marino—. Si hubiera sabido entonces lo que ahora sé de él, hubiera pasado por delante de su casa. Hubiera podido comprobar dónde estaba. Maldita sea.
Silencio.
Arrojando la colilla por la ventanilla, volvió a encender otro cigarrillo. No paraba de fumar.
—¿Cuánto tiempo lleva viéndose con él?
—Varios meses. Desde abril.
—¿Él salía con otras mujeres o sólo con usted?
—No creo que saliera con nadie más. No lo sé. Está claro que hay muchas cosas de él que yo ignoro.
Marino siguió adelante con toda la fuerza de una implacable apisonadora.
—¿Notó usted algo alguna vez? Quiero decir alguna cosa rara que le llamara la atención.
—No sé a qué se refiere.
Me notaba la lengua espesa y arrastraba las palabras con voz pastosa como si estuviera medio dormida.
—Rara —repitió Marino—. Desde el punto de vista sexual.
No contesté.
—¿Fue violento alguna vez? ¿La obligó a la fuerza a hacer algo? —una pausa—. ¿Cómo es? ¿Es el animal que Abby Turnbull ha descrito? ¿Se lo imagina haciendo algo de este tipo, algo como lo que le hizo a ella...
Le escuchaba y no le escuchaba. Mis pensamientos fluían y refluían como si yo entrara y saliera de la conciencia.
—...como una agresión quiero decir? ¿Era agresivo? ¿Vio algo extraño...?
Las imágenes. Bill. Sus manos estrujándome, arrancándome la ropa, empujándome con fuerza contra el sofá.
—...los tipos así tienen unas pautas definidas. En realidad, no buscan el sexo. Tienen que adueñarse de las cosas. Ya sabe, necesitan conquistar...
Era tremendamente duro. Me hacía daño. Me introducía la lengua en la boca y casi no me dejaba respirar. No era él. Parecía otro hombre.
—No importa que sea guapo y pueda tener todo lo que quiera, ¿comprende? Los tipos así son raros. raros...
Como Tony cuando se emborrachaba y se enfadaba conmigo.
—...quiero decir que es un cochino violador, doctora. Sé que no desea oírlo. Pero es la pura verdad, maldita sea. Pensé que, a lo mejor, usted habría notado algo...
Bill bebía más de la cuenta. Y, cuando llevaba unas copas de más, su comportamiento era mucho peor.
—...ocurre muy a menudo. No sabe usted la cantidad de informes que tenemos, chicas que nos llaman para contarnos lo ocurrido al cabo de dos meses. Al final, se arman de valor y deciden denunciarlo. A veces, alguna amiga las convence de que lo hagan. Banqueros, hombres de negocios, políticos. Conocen a una nena en un bar, la invitan a una copa y le echan un poquito de hidrato de cloral. Y, zas, sin saber cómo ella se despierta con este animal en su cama y tiene la sensación de que un camión le ha pasado por encima...
»Él jamás hubiera hecho eso conmigo. Me apreciaba. Yo no era un objeto, una desconocida... O, a lo mejor, se había limitado a ser precavido. Yo sé demasiado. A mí no me la hubiera podido pegar.
—...y los tíos se pasan años y años haciéndolo impunemente. Algunos se pasan toda la vida haciéndolo. Y se van a la tumba con tantas muescas en su cinturón como Jack el Destripador…
Nos habíamos detenido ante un semáforo en rojo. No tenía ni idea del tiempo que llevábamos sentados allí sin movernos.
—Es un símil muy acertado, ¿no le parece? El tío que mataba moscas y hacía una muesca en su cinturón por cada una de ellas...
El semáforo parecía un brillante ojo de color rojo.
—¿Se lo hizo a usted alguna vez, doctora? ¿La ha violado Boltz alguna vez?
—¿Cómo? —pregunté, volviéndome lentamente a mirarle. Marino miraba directamente hacia adelante y su rostro aparecía intensamente pálido bajo el rojo resplandor del semáforo—. ¿Cómo? —repetí mientras el corazón se me desbocaba en el pecho.
El semáforo pasó de rojo a verde y nos pusimos nuevamente en movimiento.
—¿La violó alguna vez? —preguntó Marino como si yo fuera una desconocida, como si fuera una de aquellas «nenas» que le llamaban desde sus casas.
Sentí que la sangre me subía por el cuello.
—¿Le hizo daño alguna vez, intentó asfixiarla, alguna cosa que...?
Mi cólera estalló de repente. Empecé a ver manchas luminosas. Como si algo se estuviera apagando. Perdí los estribos mientras la sangre palpitaba en la cabeza.
—¡No! ¡Ya le he dicho todo lo que sé sobre él ¡Todas las malditas cosas que puedo decirle! ¡Y punto!
Marino se quedó tan sorprendido que no tuvo más remedio que callarse.
Al principio, no supe dónde estábamos.
La gran esfera blanca del reloj flotaba directamente delante de nosotros hasta que, poco a poco, las sombras y las siluetas se fueron convirtiendo en el pequeño parque de unidades móviles de laboratorio estacionadas al otro lado del
parking
de la parte posterior del edificio. No había nadie cuando nos detuvimos al lado de mi vehículo oficial.
Me desabroché el cinturón de seguridad, temblando de pies a cabeza.
El martes llovió. El agua caía con tanta fuerza del encapotado cielo gris que los limpiaparabrisas no daban abasto para limpiar el parabrisas. Estaba metida de lleno en una caravana de automóviles que apenas conseguía avanzar por la carretera.
El tiempo parecía un reflejo de mi estado de ánimo. El encuentro con Marino me había dejado físicamente enferma y mareada. ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabía? ¿Cuántas veces habría visto el Audi blanco aparcado en la calzada particular de mi casa? ¿Habría pasado por delante de mi casa por algo más que la simple curiosidad? Quería ver cómo vivía la arrogante jefa. Probablemente sabía qué sueldo cobraba de la mancomunidad y qué cantidad pagaba mensualmente por la hipoteca.
Unas sirenas me obligaron a desplazarme al carril izquierdo y, mientras yo circulaba muy despacio pegada a una ambulancia y unos agentes dirigían el tráfico alrededor de una despanzurrada furgoneta, mis negros pensamientos se vieron interrumpidos por las noticias de la radio.
«...Henna Yarborough sufrió un ataque sexual y fue estrangulada. Se cree que el asesino fue el mismo hombre que ha matado a otras cuatro mujeres de Richmond en los últimos dos meses...»
Subí el volumen y escuché lo que ya había escuchado varias veces desde que saliera de mi casa. Parecía que últimamente los asesinatos eran la única noticia de Richmond.
«...los más recientes acontecimientos. Según una fuente cercana a la investigación, la doctora Lori Petersen pudo intentar marcar el 911 poco antes de ser asesinada...»
La sensacional noticia se había publicado en la primera plana del periódico de la mañana.
«...El director de Seguridad Ciudadana Norman Tanner ha respondido a las preguntas en su casa...»
Tanner leyó un comunicado previamente preparado:
«El departamento de la Policía ha sido advertido de la situación. Dada la delicadeza de los casos, no puedo hacer ningún comentario...»
—¿Tiene usted alguna idea de quién es la fuente de esta información, señor Tanner? —preguntó el reportero.
—No estoy en condiciones de hacer ningún comentario a este respecto...
No podía hacer ningún comentario porque no tenía ni idea.
Pero yo sí.
La presunta fuente cercana a la investigación tenía que ser la propia Abby. Su nombre no encabezaba ningún reportaje. Estaba claro que los jefes de redacción la habían apartado de aquella tarea. Ya no informaba sobre las noticias sino que ella misma las creaba. Recordé su amenaza: «Alguien lo pagará...». Quería hacérselo pagar a Bill, a la policía y a la ciudad, quería hacérselo pagar al mismísimo Dios. Estaba esperando de un momento a otro la noticia sobre la manipulación del ordenador y del ERP con las etiquetas equivocadas. La persona que lo iba a pagar sería yo.
No llegué a mi despacho hasta casi las ocho y media y para entonces los teléfonos estaban sonando sin cesar en todo el pasillo.
—Periodistas —se quejó Rose, entrando y depositando sobre el papel secante de mi escritorio un montón de hojitas rosas de mensajes telefónicos—. Servicios telegráficos, revistas y, hace un minuto, un tipo de Nueva Jersey que, según dice, está escribiendo un libro.
Encendí un cigarrillo.
—Eso de que Lori Petersen llamara a la policía —añadió, mirándome con inquietud—. Sería horrible si fuera cierto...
—Usted siga enviando a la gente a la acera de enfrente —dije yo, interrumpiéndola—. Cualquiera que llame solicitando información sobre los casos tiene que ser desviado hacia Amburgey.
Amburgey ya me había enviado varios memorandos electrónicos, exigiéndome que le hiciera llegar «inmediatamente» una copia del informe de la autopsia de Henna Yarborough. En el más reciente, la palabra «inmediatamente» aparecía subrayada y se añadía la insultante frase: «Espero explicación sobre la noticia del
Times
».