—Eso está hecho —contestó Marino con indiferencia—. Después de hablar con Petersen, pasaremos por la sala de comunicaciones.
No encontramos a Matt Petersen en casa. Marino dejó su tarjeta de visita bajo la aldaba de latón de su apartamento.
—No creo que conteste a mi llamada —masculló mientras nos adentrábamos de nuevo en el tráfico.
—¿Por qué no?
—Cuando vine el otro día no me invitó a pasar. Se quedó plantado en la puerta como una maldita barricada. Se limitó a olfatear el mono y prácticamente me dijo que me largara con viento fresco antes de cerrarme la puerta en las narices y añadir que en el futuro hablara con su abogado. Dijo que había superado la prueba del detector de mentiras y que yo le estaba acosando.
—Y es probable que sea verdad —comenté secamente.
Marino me miró de soslayo y esbozó una leve sonrisa.
Abandonamos el West End y regresamos al centro de la ciudad.
—Dice usted que la prueba de los iones detectó el bórax —Marino cambió de tema—. ¿Eso quiere decir que no descubrió nada en el maquillaje de teatro?
—No había bórax —contesté—. Una cosa llamada «Colorete Solar» reaccionó al láser. Pero no contiene bórax. Lo más probable es que las huellas que dejó Petersen en el cuerpo de su mujer se deban a que la tocó cuando en sus manos todavía quedaban residuos de este «Colorete Solar».
—¿Y qué me dice de la sustancia brillante del cuchillo?
—El residuo era demasiado escaso como para poder analizarlo. Pero no creo que fuera «Colorete Solar».
—¿Por qué no?
—No es un polvo granuloso. Es una base en crema... ¿recuerda aquel tarro tan grande de crema rosa oscuro que usted llevó al laboratorio?
Marino asintió con la cabeza.
—Era «Colorete Solar». Cualquiera que sea el ingrediente que lo hace brillar bajo el láser, no es posible que se extienda como el jabón de bórax. Es más probable que la base cremosa del cosmético dé lugar a elevadas concentraciones de brillo en los puntos donde las yemas de los dedos de la persona entran en contacto con alguna superficie.
—Como, por ejemplo, la clavícula de Lori Petersen —apuntó Marino.
—Sí. Y la tarjeta de las diez huellas dactilares de Petersen, en los puntos donde las yemas de los dedos comprimieron el papel. No había ningún otro brillo en la tarjeta, sólo sobre las huellas de tinta. Los centelleos en el mango del cuchillo de supervivencia no estaban concentrados de la misma manera. Más bien estaban desperdigados al azar como los centelleos que había en los cuerpos de las mujeres.
—Quiere decir que si Petersen tenía residuos de «Colorete Solar» en las manos y hubiera tomado el cuchillo, hubiera habido no sólo tiznaduras brillantes, sino también pequeños centelleos individuales diseminados al azar.
—Eso estoy diciendo.
—Bueno, pues, ¿y el brillo que usted encontró en los cuerpos y en las ataduras?
—En las muñecas de Lori las concentraciones eran lo suficientemente elevadas como para poder analizarlas. Era bórax.
—Entonces hay dos clases de brillos —dijo Marino, mirándome.
—Así es.
—Mmmm.
Como casi todos los edificios oficiales de Richmond, la Jefatura Superior de Policía está revestida de estuco y apenas se distingue del hormigón de las aceras. Su pálida y pastosa fealdad sólo está animada por los vibrantes colores de las banderas del estado y de la nación que ondean en el tejado, recortándose contra el azul del cielo. Rodeando el edificio, Marino se situó en una hilera de vehículos de policía sin identificación.
Entramos en el vestíbulo y pasamos por delante del acristalado mostrador de información. Varios oficiales uniformados de azul miraron con una sonrisa a Marino y me saludaron a mí con un «Hola, doctora». Me miré el traje de chaqueta y lancé un suspiro de alivio. Menos mal que había recordado quitarme la bata de laboratorio. Estaba tan acostumbrada a llevarla que, a veces, me olvidaba. Cuando olvidaba quitármela y salía a la calle con ella, me sentía como en pijama.
Pasamos por delante de unos tablones de anuncios con retratos robots de tipos acusados de abusos deshonestos infantiles, artistas de la estafa y delincuentes de todas clases. Había fotografías de los diez ladrones, violadores y asesinos más buscados de Richmond. Algunos de ellos sonreían a la cámara. Era la galería de los famosos de la ciudad.
Bajé con Marino por una lóbrega escalera metálica y nos detuvimos delante de una puerta donde él miró a través de una ventanilla de cristal y saludó a alguien.
La puerta se abrió electrónicamente.
Era la sala de comunicaciones, una estancia subterránea llena de escritorios y de terminales de ordenador conectados con consolas telefónicas. Al otro lado de un tabique de cristal había otra sala para cuyos ocupantes la ciudad era como un videojuego; los operadores del 911 nos miraron con curiosidad. Algunos de ellos estaban ocupados atendiendo llamadas mientras que otros estaban fumando o charlando entre sí con los auriculares alrededor del cuello.
Marino me acompañó a un rincón donde había tres estantes llenos a rebosar de cajas de carretes de cintas. Cada caja llevaba una etiqueta con la fecha. Marino recorrió las hileras con los dedos y sacó cinco cajas en total, cada una de las cuales abarcaba un período de una semana.
—Felices fiestas —me dijo, colocándolas en mis brazos.
—¿Cómo? —dije yo, mirándole como si estuviera loco.
—Mire —Marino sacó su cajetilla de cigarrillos—. Yo tengo que ocuparme de las pizzerías. Allí tiene una grabadora —añadió, señalando con el pulgar la sala del otro lado del tabique de cristal—. Escúchelas aquí o lléveselas a su despacho. Yo que usted, las sacaría de este zoo, pero no le diga a nadie que se lo he dicho yo, ¿vale? No está permitido sacarlas. Cuando termine, me las entrega a mí personalmente.
Me estaba empezando a doler la cabeza otra vez.
A continuación, Marino me acompañó a una pequeña estancia donde una impresora de láser estaba imprimiendo kilómetros de papel a rayas verdes. El montón de papeles del suelo ya alcanzaba una altura de sesenta centímetros.
—Llamé a los chicos de aquí antes de que saliéramos de su despacho —me explicó lacónicamente—. Les pedí que imprimieran todo lo que hay en el ordenador correspondiente a los últimos dos meses.
Oh, Dios mío, pensé.
—Por consiguiente, las direcciones y todo lo demás está aquí —sus ojos castaños me miraron fijamente—. Tendrá que mirar en las copias del disco duro para ver qué apareció en la pantalla cuando se hicieron las llamadas. Sin las direcciones, no sabría a qué corresponde cada llamada.
—¿Y no podríamos sacar directamente lo que queremos saber en el ordenador? —pregunté, exasperada.
—¿Sabe usted lo que es un gran ordenador?
Por supuesto que no lo sabía.
Marino miró a su alrededor.
—Aquí nadie tiene ni idea de lo que es un gran ordenador. Arriba tenemos un experto en informática, pero resulta que se ha ido a la playa. Sólo podríamos conseguir a un experto si se estropeara algo. Entonces llamarían al servicio técnico y éste nos cobraría setenta dólares a la hora. Pero, aunque el departamento de Policía se mostrara diligente, los del servicio técnico se lo tomarían con mucha calma. Vienen como muy pronto a última hora del día siguiente o el lunes o algún día de la semana que viene, eso con un poco de suerte, doctora. La verdad es que ha tenido usted suerte de que haya encontrado a alguien capaz de pulsar la tecla de la impresora.
Permanecimos en la estancia unos treinta minutos. Al final, la impresora se detuvo y Marino rasgó el papel continuo. El montón alcanzaba una altura de casi un metro. Marino lo introdujo en una caja vacía de papel para impresora que había encontrado por allí y tomó la caja con un gruñido.
Mientras ambos abandonábamos la sala, Marino se volvió a mirar a un joven y apuesto oficial negro de comunicaciones y le dijo:
—Si ves a Cork, tengo un recado para él.
—Vale —dijo el oficial, reprimiendo un bostezo.
—Dile que ya no está al volante de un cacharro de dieciocho ruedas y que eso no es ninguna historieta de
Smokey y el bandido.
El oficial soltó una carcajada, muy parecida a la de Eddie Murphy.
Me pasé un día y medio encerrada en mi casa sin quitarme los auriculares.
Bertha se portó como un ángel y se fue a pasar el día fuera con Lucy.
No quise hacer el trabajo en mi despacho del departamento porque estaba segura de que me hubieran interrumpido a cada cinco minutos. Era una carrera contra reloj y rezaba para que pudiera encontrar algo antes de que el viernes diera paso a las primeras horas de la mañana del sábado. Tenía la corazonada de que el asesino volvería a atacar.
Ya había llamado a Rose un par de veces. Esta me había dicho que la oficina de Amburgey me había llamado cuatro veces desde que yo me fuera con Marino. El comisionado exigía mi presencia inmediata y quería que le diera una explicación sobre el reportaje de primera plana de la víspera que, según sus propias palabras, era «la última y más descarada filtración». Quería ver el informe de las pruebas del ADN. Quería ver el informe sobre las «pruebas más recientes». Estaba tan furioso que él mismo se había puesto al teléfono, amenazando a la pobre Rose, que bastantes preocupaciones tenía ya en la cabeza.
—¿Y qué le ha dicho usted? —le pregunté, asombrada.
—Le dije que dejaría el mensaje sobre su escritorio de usted. Al decirme él que me despediría como no le pusiera inmediatamente en contacto con usted, le contesté que muy bien. Nunca le he puesto un pleito a nadie, pero...
—No me diga que se ha atrevido...
—Pues claro que sí. Y supongo que ya habrá tomado buena nota.
Tenía el contestador automático conectado. Si Amburgey intentaba llamarme a casa, sólo recibiría un mensaje grabado.
Aquello era una auténtica pesadilla. Cada cinta contenía siete días de veinticuatro horas. Pero, como es natural, las cintas no duraban lo mismo porque en general sólo había tres o cuatro llamadas de dos minutos por cada hora. Todo dependía del trabajo que hubiera en la sala del 911 en un determinado turno. Mi problema era establecer el período exacto de tiempo en el cual yo creía que se había comunicado uno de los homicidios. Si me impacientaba, podía pasar de largo y después tenía que retroceder. Y entonces perdía la localización. Era horrible.
Y tremendamente descorazonador. Las llamadas urgentes variaban entre las de los locos cuyos cuerpos estaban siendo invadidos por extraterrestres y las de los borrachos y los pobres hombres y mujeres cuyos cónyuges acababan de sufrir un infarto o un ataque de apoplejía. Había muchas llamadas de accidentes de tráfico, amenazas de suicidio, perros que ladraban, presencia de extraños merodeadores, tocadiscos con el volumen demasiado alto y presuntos disparos que, en realidad, no eran más que petardos.
Todo eso me lo saltaba rápidamente. De momento, había conseguido encontrar tres de las llamadas que buscaba. La de Brenda, la de Henna y, en último lugar, la de Lori. Pulsé el botón de retroceso de la cinta hasta encontrar la abortada llamada al 911 que aparentemente hizo Lori a la policía poco antes de ser asesinada. La llamada se había producido exactamente a las 12,49 de la madrugada del sábado 7 de junio y lo único que había registrado la cinta era la recepción por parte del operador y la voz de éste, limitándose a decir «911»
Empecé a doblar hojas de papel continuo de impresora hasta encontrar la impresión correspondiente. La dirección de Lori aparecía en la pantalla del 911 bajo el nombre de Lori A. Petersen. Asignando a la llamada una prioridad 4, el operador la había enviado al compañero del otro lado del tabique de cristal que se encargaba de transmitir los datos a los agentes de la calle. Treinta y un minutos más tarde el coche patrulla 211 había recibido finalmente la notificación. Seis minutos después, el agente pasó por delante de la casa en su automóvil y se alejó a toda prisa para atender una llamada interior.
La dirección de los Petersen aparecía de nuevo sesenta y ocho minutos después de la abortada llamada al 911, es decir, a la 1,57 de la madrugada, momento en el que Matt Petersen encontró el cuerpo de su mujer. Si aquella noche no hubiera tenido un ensayo, pensé. Si aquella noche hubiera regresado a casa una hora o una hora y media antes...
La cinta hizo clic.
—911.
Respiración afanosa.
—¡Mi mujer! —voz aterrorizada—. ¡Alguien ha matado a mi mujer! ¡Por favor, dense prisa! —gritos—. ¡Oh, Dios mío! ¡Alguien la ha matado! ¡Por favor, vengan en seguida!
La histérica voz me dejó paralizada. Petersen no podía articular frases coherentes ni recordar su dirección cuando el operador le preguntó si la dirección de la pantalla era correcta.
Detuve la cinta e hice unos rápidos cálculos. Petersen había llegado a casa veintinueve minutos después de que el primer oficial que atendió la llamada pasara por delante de la casa, la iluminara e informara de que todo parecía «seguro». La abortada llamada al 911 se había producido a las 12,49 de la madrugada y el oficial había llegado finalmente a la 1,34 de la madrugada.
Habían transcurrido tan sólo cuarenta y cinco minutos. Ése fue el tiempo que el asesino pasó con Lori.
A la 1,34 de la madrugada el asesino ya se había ido.
La luz del dormitorio estaba apagada. Si el asesino se hubiera encontrado en el dormitorio, la luz hubiera estado encendida. No me cabía la menor duda al respecto. No era posible que hubiera encontrado los cordones eléctricos y hubiera hecho aquellos nudos tan complicados estando la habitación a oscuras.
Era un sádico. Debió de querer que la víctima le viera la cara, sobre todo si la llevaba cubierta. Debió de querer que ella viera todo lo que hacía. Debió de querer que, en medio de un terror indescriptible, ella se imaginara todas las cosas horrendas que él se proponía hacerle... mientras miraba a su alrededor, cortaba los cordones y empezaba a atarla...
Al terminar debió de apagar tranquilamente la luz del dormitorio y debió de salir por la ventana del cuarto de baño, probablemente pocos minutos antes de que el coche patrulla pasara por delante de la casa y menos de media hora antes de que Petersen regresara a casa. El extraño olor corporal quedó flotando en el aire como el hedor de la basura.
De momento, no había encontrado ningún coche patrulla que hubiera atendido las llamadas de aviso correspondientes a Brenda, Lori y Henna. La decepción me estaba robando la energía que necesitaba para poder seguir adelante.