Hubo otra decepción. Betty estaba segura de que las fibras encontradas en el cuerpo de Henna Yarborough no pertenecían al mono.
—Son de algodón ciento por ciento —dijo—. Pueden pertenecer a algo que ella se puso durante el día o incluso a una toalla de baño. ¿Quién sabe? La gente lleva encima toda clase de fibras. Pero no me extraña que el mono no dejara ninguna fibra.
—¿Por qué?
—Porque los tejidos de cruzadillo como el del mono son muy suaves. Raras veces dejan fibras a no ser que la tela entre en contacto con alguna superficie áspera.
—El antepecho de ladrillo de una ventana o un áspero antepecho de madera como en el caso de Lori.
—Es posible. Las fibras oscuras que encontramos en su caso podrían proceder de un mono. Puede que incluso de éste. Pero no creo que podamos saberlo.
Bajé a mi despacho y me senté en el sillón de mi escritorio. Abrí el cajón y saqué las cinco fichas de las mujeres asesinadas.
Empecé a buscar algo que quizá me hubiera pasado inadvertido. Una vez más, buscaba a tientas alguna relación.
¿Qué tenían en común aquellas cinco mujeres? ¿Por qué motivo las eligió el asesino? ¿Cómo entró en contacto con ellas?
Tenía que haber un nexo. En mi fuero interno no creía que las hubiera elegido al azar y que hubiera pasado simplemente por allí en busca de alguna candidata. Creía que las había elegido por alguna razón. Debió de establecer contacto con ellas y quizá las siguió hasta su casa.
Zona, actividad laboral, aspecto físico. No había ningún común denominador. Seguí el proceso inverso y busqué el mínimo común denominador. Siempre acababa en el caso de Cecile Tyler.
Era negra mientras que las otras cuatro víctimas eran blancas. Esta circunstancia me había preocupado al principio y ahora me seguía preocupando. ¿Acaso el asesino había cometido un error? A lo mejor, no se dio cuenta de que era negra. ¿Acaso iba tras otra? ¿Su amiga Bobbi, por ejemplo?
Pasé las páginas y eché un vistazo al informe de autopsia que yo misma había dictado. Examiné unas facturas, unos avisos telefónicos y una vieja historia clínica del hospital St. Luke donde cinco años atrás la víctima había sido atendida por un embarazo ectópico. Cuando llegué al informe de la policía, vi el nombre del único familiar que tenía Cecile, una hermana en Madras, Oregón. A través de ella Marino había obtenido información sobre los antecedentes de Cecile y su fracasado matrimonio con un dentista que ahora vive en Tidewater. Las radiografías chirriaron como las hojas de una sierra quirúrgica cuando las saqué de sus sobres de cartulina y las examiné una a una a contraluz de mi lámpara de sobremesa. Cecile no tenía ninguna lesión esquelética aparte una fractura por impacto ya soldada en el codo izquierdo. La antigüedad de la lesión no se podía precisar, pero se veía que no era reciente. Podía remontarse a muchos años atrás.
Estudié una vez más la conexión con el Centro Médico. Tanto Lori Petersen como Brenda Steppe habían estado recientemente en la sala de urgencias del hospital. Lori estaba allí debido a sus turnos rotatorios en traumatología. Y a Brenda le habían atendido en aquel lugar tras sufrir un accidente de tráfico. Quizás era demasiado rebuscado pensar que, a lo mejor, Cecile también había sido atendida allí cuando se fracturó el codo. Pero yo estaba dispuesta a examinarlo todo.
Marqué el número de la hermana de Cecille que figuraba en el informe de Marino.
Me contestaron al cabo de cinco timbrazos.
—¿Diga?
La conexión era mala y pensé que había cometido un error.
—Perdone, creo que me he equivocado de número —dije rápidamente.
—¿Cómo?
Repetí lo que había dicho, levantando un poco más la voz.
—¿Qué número marca?
La voz correspondía a una mujer instruida de unos veintitantos años, con acento de Virginia.
Leí el número.
—Es aquí. ¿Por quién pregunta?
—Fran O'Connor —contesté, leyendo el nombre que figuraba en el informe.
—Al habla —dijo la joven e instruida voz.
Le expliqué quién era y oí un leve jadeo.
—Tengo entendido que es usted la hermana de Cecile Tyler.
—Sí. Dios mío, no quiero hablar de eso. Por favor.
—Señora O'Connor, siento mucho lo ocurrido con Cecile. Soy la médica forense que trabaja en su caso y la llamo para preguntarle si sabe cómo se fracturó el codo izquierdo su hermana. Tiene una fractura soldada en el codo izquierdo. Ahora mismo estoy contemplando la radiografía.
Una vacilación. Estaría reflexionando.
—Fue un accidente de
jogging
. Corría por una acera, tropezó y cayó al suelo. Trató de parar el golpe con las manos y el impacto le fracturó un codo. Lo llevó escayolado tres meses durante uno de los veranos más calurosos que se recuerdan. Lo pasó muy mal.
—¿Estaba ella en Oregón aquel verano?
—No, Cecile nunca ha vivido en Oregón. Fue en Fredericksburg, donde ambas nos criamos.
—¿Cuánto tiempo hace?
Otra pausa.
—Puede que unos nueve o diez años.
—¿Dónde la atendieron?
—No lo sé. En un hospital de Fredericksburg cuyo nombre no recuerdo.
La fractura de Cecile no había sido tratada en el Centro Médico de Virginia y la lesión era demasiado antigua como para que ahora tuviera importancia. Pero a mí me daba igual.
Jamás había conocido a Cecile Tyler en vida.
Jamás había hablado con ella.
Suponía que debía de hablar como una «negra».
—Señora O'Connor, ¿es usted negra?
—Por supuesto que soy negra —contestó mi interlocutora en tono levemente ofendido.
—¿Hablaba su hermana igual que usted?
—¿Que si hablaba igual que yo? —repitió la hermana de Cecille, levantando un poco la voz.
—Ya sé que parece una pregunta extraña...
—¿Quiere decir si hablaba como una blanca igual que yo? —añadió ella enfurecida—. ¡Sí! ¡Así hablaba ella! ¿Acaso no consiste precisamente en eso la educación? ¿En que los negros puedan hablar como los blancos?
—Por favor —dije en tono compungido—, no tenía la menor intención de ofenderla. Pero es importante... Me estaba disculpando ante un teléfono mudo.
Lucy estaba enterada de la quinta estrangulación. Sabía todo lo concerniente a las cinco mujeres. También sabía que yo guardaba un revólver del 38 en mi dormitorio y dos veces me había hecho preguntas al respecto después de la cena.
—Lucy —le dije mientras enjuagaba los platos y los colocaba en un escurridor—, no quiero que pienses en las armas de fuego. No tendría el revólver si no viviera sola.
Había estado tentada de esconderlo en algún lugar donde ella no pudiera encontrarlo, pero después del incidente del modem, que yo había relacionado con mi ordenador doméstico días atrás, me había jurado ser sincera con ella. El revólver del 38 se quedaría en un estante de mi armario dentro de una caja de zapatos, aunque descargado. Lo descargaba por la mañana y lo cargaba por la noche antes de acostarme. Los cartuchos Silvertip en cambio... los ocultaba en un lugar donde ella no pudiera encontrarlos.
Vi que me estaba mirando con los ojos muy abiertos.
—Tú ya sabes por qué tengo un arma, Lucy. Y supongo que ya sabes lo peligrosas que son...
—Matan a la gente.
—Sí —dije yo mientras ambas nos dirigíamos al salón—. Pueden matar.
—Y tú la tienes para poder matar a alguien.
—No quiero pensar en eso —dije, mirándola con la cara muy seria.
—Pero es verdad. Por eso la tienes. Porque hay gente mala. Es por eso.
Tomé el mando a distancia y encendí el televisor.
Lucy se remangó el chándal color rosa y se quejó:
—Aquí dentro hace mucho calor, tita Kay. ¿Por qué hace tanto calor?
—¿Quieres que ponga el aire acondicionado? —pregunté, pasando distraídamente de uno a otro canal.
—No. Odio el aire.
Encendí un cigarrillo y Lucy también protestó.
—Tu despacho es muy caluroso y siempre apesta a cigarrillos. Apesta aunque abra la ventana. Mamá dice que no deberías fumar. Eres médica y fumas. Mamá dice que tendrías que ser más juiciosa.
Dorothy había llamado la víspera. Estaba en no sé qué sitio de California con su marido el ilustrador. Estuve amable con ella, pero hubiera querido decirle: «Tienes una hija que es carne de tu carne y sangre de tu sangre. ¿Te acuerdas de Lucy? ¿Te acuerdas de ella?». En su lugar, me mostré circunspecta y casi cariñosa, sobre todo en atención a Lucy que estaba sentada a la mesa con los labios fuertemente apretados.
Lucy se pasó unos diez minutos hablando con su madre y después ya no tuvo nada más que decir. Desde entonces, me estaba constantemente encima y no paraba de despotricar y de criticar. Se había pasado todo el día haciendo lo mismo según Bertha, la cual me había comentado que la niña estaba hecha un «manojo de nervios». Apenas había salido de mi despacho. Se sentó delante del ordenador en cuanto yo salí de casa y no lo dejó hasta que regresé. Bertha ni siquiera la llamó a la cocina para las comidas. Lucy había comido en mi escritorio.
El serial del televisor resultaba un tanto absurdo, porque Lucy y yo ya teníamos nuestro serial particular en el salón.
—Andy dice que es más peligroso tener un arma y no saber usarla que no tener ninguna —dijo Lucy en voz alta.
—¿Andy? —pregunté distraída.
—El que hubo antes que Ralph. Salía al patio de atrás y disparaba contra las botellas. Podía disparar desde mucha distancia. Apuesto a que tú no sabrías hacerlo —añadió, mirándome con expresión acusadora.
—Tienes razón. Seguro que no sabría disparar tan bien como Andy.
—¿Lo ves?
No le dije que, en realidad, tenía muy buenos conocimientos sobre las armas de fuego. Antes de comprar mi Luger de acero inoxidable del calibre 38, había bajado a la sala de tiro cubierta situada en el sótano de mi departamento y había probado toda una serie de armas procedentes del laboratorio de armas de fuego bajo la supervisión profesional de uno de los expertos. De vez en cuando practicaba y no se me daba del todo mal. No creía que vacilara en caso de que surgiera la necesidad. Pero no me apetecía hablar de aquellas cosas con mi sobrina.
En tono muy pausado, pregunté:
—Lucy, ¿por qué la tienes tomada conmigo?
—¡Porque eres más tonta que yo qué sé! —contestó Lucy con los ojos llenos de lágrimas—. Porque eres tonta de remate y, si lo intentara, ¡te harías daño o él te quitaría el arma! ¡Y entonces te mataría! Si lo intentaras, ¡él te pegaría un tiro como ocurre en la televisión!
—¿Si lo intentara? —pregunté, perpleja—. ¿Si intentara qué, Lucy?
—Si intentaras disparar primero contra alguien.
Lucy se enjugó las lágrimas mientras el tórax le subía y bajaba.
Yo no estaba al tanto de los programas familiares de la televisión y no supe qué decir. Experimenté el impulso de retirarme a mi despacho y cerrar la puerta para distraerme un poco con el trabajo, pero lo que hice fue acercarme a ella y atraerla hacia mí. Ambas permanecimos un buen rato sentadas sin decir nada.
Me pregunté con quién debía hablar Lucy en casa. No me la imaginaba manteniendo conversaciones significativas con mi hermana. Dorothy y sus libros infantiles habían sido elogiados por distintos críticos, los cuales los habían calificado de «extraordinariamente perspicaces», «profundos» y «rebosantes de sentimiento». Qué cruel ironía. Dorothy entregaba lo mejor de sí misma a unos personajes juveniles inexistentes, los mimaba, se pasaba largas horas cuidándolos en todos sus detalles, desde su forma de peinarse hasta las prendas que vestían y todos los rituales y las pruebas propias de la edad. Y, entre tanto, Lucy se moría de ganas de que alguien le prestara un poco de atención.
Recordé las veces que Lucy y yo habíamos estado juntas cuando yo vivía en Miami, las vacaciones que había pasado con ella, mi madre y Dorothy. Pensé en la última visita de Lucy a Richmond. No recordaba que me hubiera hablado jamás de ningún amigo. No creo que los tuviera. Hablaba de sus maestros, del variado surtido de «novios» de su madre, de la señora Spooner, la de la acera de enfrente, de Jack, el que cuidaba del patio, y del incesante desfile de criadas. Lucy era una pequeña sabelotodo con gafas a quien los niños mayores envidiaban y los pequeños no entendían. No estaba sincronizada y creo que yo era exactamente igual que ella a su edad.
Una profunda sensación de paz nos invadió a las dos.
—El otro día alguien me hizo una pregunta —le dije, hablando contra su cabello.
—¿Sobre qué?
—Sobre la confianza. Alguien me preguntó si había alguien en quien confiara por encima de todo el mundo. ¿Y sabes una cosa?
Lucy echó la cabeza hacia atrás y me miró.
—Creo que esa persona eres tú.
—¿De veras? ¿Más que en nadie? —preguntó con incredulidad.
Asentí con la cabeza y añadí sosegadamente:
—Por lo tanto, voy a pedirte que me ayudes en una cosa.
Lucy se incorporó y me miró emocionada.
—¡Pues claro! ¡Pídeme lo que sea! ¡Te ayudaré, tita Kay!
—Necesito saber cómo pudo alguien introducirse en el ordenador del departamento...
—Yo no lo hice —dijo, mirándome con expresión apenada—. Ya te lo dije.
—Te creo. Pero alguien lo hizo, Lucy. ¿No podrías tú ayudarme a descubrirlo?
No creía que pudiera hacerlo, pero sentía el impulso de darle una oportunidad.
Rebosante de energía y entusiasmo, Lucy contestó sin vacilar:
—Cualquiera puede hacerlo porque es muy fácil.
—¿Fácil? —pregunté sin poder reprimir una sonrisa.
—Con el System/Manager.
La miré con asombro.
—¿Y cómo sabes tú lo del System/Manager?
—Está en el manual. Es como Dios.
En momentos como aquél recordaba el cociente intelectual de Lucy. La primera vez que le habían hecho la prueba, el examinador insistió en repetirla porque tenía que haber «algún error». Y lo había. La segunda vez Lucy consiguió diez puntos más.
—Así es cómo se entra en el SQL —añadió—. Mira, no puedes crear nada si no tienes el System/Manager. Para eso sirve precisamente. Es como Dios. Con él puedes entrar en SQL y crear lo que te dé la gana.
Lo que te dé la gana, pensé. Como, por ejemplo, todos los nombres de usuario y contraseñas asignados a mis despachos. Era una terrible revelación, tan simple que ni siquiera se me había ocurrido pensarlo. Supongo que a Margaret tampoco se le habría ocurrido.