—Dios mío —se limitó a decir Abby.
M
arino arrojó el periódico de la mañana sobre la mesa de la sala de reuniones con tanta fuerza que las páginas se abrieron y los suplementos se deslizaron hacia afuera.
—Pero, ¿qué demonios es eso? —exclamó. Tenía el rostro congestionado por la cólera y no se había afeitado—. ¡La madre que los parió!
La respuesta de Wesley fue empujar una silla con el pie e invitarle a sentarse.
El reportaje del jueves se publicaba en primera plana con un titular que rezaba:
DNA, NUEVAS PRUEBAS SUGIEREN LA POSIBILIDAD
DE QUE EL ESTRANGULADOR PADEZCA
UN DEFECTO GENÉTICO
El nombre de Abby no aparecía por ninguna parte. El reportaje estaba firmado por un reportero que normalmente cubría la información judicial.
En una columna lateral se explicaba en qué consistían las pruebas del ADN y se incluía un dibujo del proceso de obtención de «huellas». Me imaginé al asesino leyendo y volviendo a leer el periódico. Pensé que, cualquiera que fuera su trabajo, aquel día habría llamado para decir que estaba enfermo.
—¡Lo que yo quiero saber es cómo es posible que yo no fuera informado de nada de todo eso! —Marino me miró enfurecido—. Yo entrego el mono. Cumplo con mi obligación. ¡Y, de pronto, leo toda esta mierda! ¿Qué defecto? ¿Acaso se han recibido los resultados de las pruebas del ADN y algún hijo de puta los ha filtrado o qué?
No contesté.
Wesley replicó apaciblemente:
—No importa, Pete. El reportaje del periódico no es asunto de nuestra incumbencia. Considéralo una bendición. Sabemos que el asesino despide un extraño olor corporal o, por lo menos, eso parece. Y como cree que el departamento de Kay ha averiguado algo, es posible que cometa algún estúpido error. ¿Alguna otra cosa? —añadió dirigiéndose a mí.
Sacudí con la cabeza. De momento, no se habían producido nuevas intrusiones en el ordenador del departamento. Si cualquiera de ellos hubiera entrado veinte minutos antes en la sala de reuniones, me hubiera sorprendido hundida en un mar de papeles.
No me extrañaba que Margaret hubiera vacilado la víspera cuando yo le pedí que me imprimiera aquel archivo. En él se incluían unos tres mil casos correspondientes a todo el mes de mayo, es decir una tira de papel a rayas verdes prácticamente tan larga como todo el edificio.
Y, por si fuera poco, los datos estaban comprimidos en un formato de difícil lectura. Era algo así como intentar completar las frases en una escudilla de sopa de letras.
Tardé más de una hora en encontrar el número del caso de Brenda Steppe. No sé si me entusiasmé o si me horroricé (o tal vez ambas cosas) cuando descubrí la lista bajo el apartado «Prendas. Efectos personales»: «Un par de pantys color carne alrededor del cuello». No se mencionaba para nada un cinturón de tela de color beige. Ninguno de mis colaboradores recordaba haber cambiado los datos o haberlos puesto al día tras la introducción de los mismos. Lo cual significaba que los datos habían sido alterados por una persona ajena a mi equipo de colaboradores.
—¿Qué es eso del deterioro mental? —preguntó Marino, empujando bruscamente el periódico en dirección a mí—. ¿Se ha descubierto en esta idiotez del ADN alguna cosa que induzca a suponer que le falta algún tornillo?
—No —contesté con toda sinceridad—. Creo que en el reportaje se quiere subrayar simplemente que algunos trastornos metabólicos pueden producir problemas de este tipo. Pero yo no he descubierto nada que me permita suponer tal cosa.
—Bueno, pues yo estoy absolutamente seguro de que este tío no tiene el cerebro podrido. Ya empezamos otra vez con lo mismo. Que si el tío es un imbécil, que si no es más que un desgraciado. Que probablemente trabaja en un túnel de lavado de coches, o se dedica a limpiar las alcantarillas de la ciudad o algo por el estilo...
Wesley estaba empezando a impacientarse.
—Tranquilízate, Pete.
—Yo soy el encargado de investigar este caso y tengo que leer el maldito periódico para averiguar lo que está pasando...
—Es que ha surgido un problema más gordo, ¿comprendes? —replicó Wesley en tono malhumorado.
—Ah, ¿sí? ¿De qué se trata?
Se lo dijimos.
Le comentamos mi conversación telefónica con la hermana de Cecile Tyler.
Marino escuchó con creciente perplejidad mientras la cólera de sus ojos se iba esfumando poco a poco.
Le dijimos que las cinco mujeres tenían una cosa en común. Las voces.
Le recordé la conversación con Matt Petersen.
—Si no recuerdo mal, dijo algo a propósito de la primera vez que conoció a Lori. En una fiesta, creo. Nos comentó que su voz llamaba la atención de la gente porque era una voz de contralto muy agradable. Estamos considerando la posibilidad de que el nexo común entre las cinco mujeres sea la voz. A lo mejor, el asesino no las vio, sino que las oyó.
—No se nos había ocurrido esta posibilidad —añadió Wesley—. Cuando pensamos en los atacantes, siempre solemos pensar que los psicópatas ven a su víctima en determinado momento. En una galería comercial, practicando el
jogging
o a través de la ventana de una casa o un apartamento. Por regla general, lo del teléfono se produce después del contacto inicial. Él la ve. Y, a lo mejor, después la llama para oír su voz y soñar con ella. Ahora estamos pensando en una posibilidad mucho más aterradora, Pete. A lo mejor, el asesino ejerce una ocupación que le obliga a llamar a mujeres a quienes no conoce. Tiene acceso a sus teléfonos y direcciones. Llama. Y, si la voz le gusta, la elige.
—Eso no reduce para nada el campo de investigación —se quejó Marino—. Ahora tendremos que averiguar si las cinco mujeres figuraban en la guía telefónica. Después, tendremos que considerar las actividades laborales relacionadas con el teléfono. Quiero decir que no pasa una semana sin que la señora de la casa reciba alguna llamada. Tipos que venden escobas, bombillas o chalets de alguna urbanización. Después están también los encuestadores. Esos del permítame-hacerle-cincuenta-preguntas. Preguntan si estás casado o soltero, cuánto dinero ganas y cosas por el estilo, si te pones los pantalones colocando primero una pierna en una pernera y después la otra, y tonterías así.
—Exactamente —dijo Wesley en voz baja.
—O sea que tenemos a un tipo que viola y asesina. A lo mejor, le pagan ocho dólares a la hora por sentarse en su casa y llamar a la gente que figura en la guía telefónica. Una mujer le dice que es soltera y que gana veinte de los grandes al año. Y una semana más tarde —añadió Marino, mirándome— ella llega al departamento de Medicina Legal convertida en fiambre. Y ahora yo pregunto. ¿Cómo demonios vamos a encontrarle?
No lo sabíamos.
El posible nexo de la voz no reducía el campo de la investigación. Marino tenía razón. En realidad, lejos de facilitarnos la labor, nos la complicaba. Quizá lográramos averiguar a quién había visto la víctima en determinado día. Pero no era probable que pudiéramos encontrar a todas las personas con quienes ella hubiera conversado por teléfono. De haber estado viva, puede que ni siquiera la víctima lo hubiera podido saber. Las personas que llaman por teléfono ofreciendo algún servicio, los encuestadores y los que se equivocan de número raras veces se identifican. Todos recibimos múltiples llamadas de día y de noche, pero no solemos recordarlas.
—La modalidad de los ataques me induce a suponer que trabaja fuera de casa de lunes a viernes —dije yo—. Durante la semana, la tensión se va acumulando. Y, a última hora del viernes o pasada la medianoche, ataca. Si utiliza jabón de bórax veinte veces al día, no es probable que lo tenga en el cuarto de baño de su casa. Los jabones de tocador que se compran en la tienda no contienen bórax, que yo sepa. Si se lava con jabón de bórax, lo debe de hacer en su lugar de trabajo.
—¿Estamos absolutamente seguros de que es bórax? —preguntó Wesley.
—Los laboratorios lo han determinado por medio de la cromatografía de iones. El residuo brillante que hemos encontrado en los cuerpos contiene bórax. Sin el menor asomo de duda.
Wesley reflexionó un instante.
—Si utiliza jabón de bórax en su lugar de trabajo y regresa a casa a las cinco, no es probable que conserve el residuo brillante a la una de la madrugada. Quizá trabaja en un turno de noche. Hay jabón de bórax en los lavabos de caballeros. Sale un poco antes de la medianoche o la una de la madrugada y se va directamente a la casa de la víctima.
Señalé que era una explicación más que posible. Si el asesino trabajaba de noche, significaba que de día tenía muchas posibilidades de recorrer el barrio de la siguiente víctima y examinar la zona cuando la mayoría de la gente estaba trabajando. Más tarde, quizá después de la medianoche, podía pasar de nuevo por allí a bordo de su automóvil. Las víctimas o no estaban en casa o estaban durmiendo como la mayoría de sus vecinos. Por consiguiente, nadie le vería.
¿Qué clase de trabajos nocturnos estaban relacionados con el teléfono?
Nos pasamos un rato examinando la cuestión.
—Casi todos los que llaman para ofrecer o pedir algo lo hacen sobre la hora de la cena —dijo Wesley—. No es frecuente que llamen después de las nueve.
Estábamos unánimemente de acuerdo.
—Los que sirven pizzas a domicilio —propuso Marino—. Salen a todas horas. Podría ser el tipo que atiende las llamadas. Marcas y lo primero que te preguntan es tu número de teléfono. Si has llamado otras veces, tu domicilio aparece en la pantalla del ordenador. Treinta minutos después un tío llama a tu puerta con una pizza de pimiento y cebolla. Podría ser el repartidor. O podría ser el telefonista. Le gusta la voz de la mujer y conoce su dirección.
—Vamos a comprobarlo —dijo Wesley—. Que un par de hombres recorran inmediatamente las distintas pizzerías que reparten a domicilio.
¡El día siguiente era viernes!
—A ver si hay alguna pizzería a la que llamaban las cinco mujeres de vez en cuando. Los datos estarán en el ordenador y no habrá ningún problema.
Marino se retiró un momento y regresó con las páginas amarillas. Buscó la sección de pizzerías y empezó a anotar rápidamente los nombres y direcciones.
Seguíamos buscando otros posibles trabajos. Los telefonistas de los hospitales y de las compañías telefónicas atendían constantemente llamadas. Los que solicitaban donativos para alguna obra benéfica no dudaban en interrumpir los programas preferidos de televisión que uno estuviera viendo a las diez de la noche. También cabía la posibilidad de que alguien jugara a la ruleta con la guía telefónica... por ejemplo, un guarda de seguridad que permanece sentado sin hacer nada en el vestíbulo de la Reserva Federal o el empleado de una gasolinera que se aburre durante las largas horas de la noche.
Yo estaba cada vez más confusa y no sabía cómo desentrañar la maraña.
Y, sin embargo, había algo que me preocupaba.
Te complicas demasiado la vida, me decía la vocecita interior. Te estás alejando cada vez más de lo que efectivamente sabes.
Contemplé el sudoroso rostro y los inquietos ojos de Marino. Estaba cansado y nervioso. Ardía en su interior una profunda cólera. ¿Por qué era tan susceptible? ¿Qué había dicho a propósito del asesino? ¿Que no le gustaban las mujeres profesionales porque eran demasiado arrogantes?
Cada vez que trataba de localizarle, estaba «en la calle». Había estado en todos los lugares de las estrangulaciones.
En casa de Lori Petersen estaba totalmente despierto. ¿Se habría ido a dormir aquella noche? ¿No era un poco extraño que hubiera mostrado tanto empeño en tratar de endilgarle los asesinatos a Matt Petersen?
La edad de Marino no coincide con el perfil, me dije.
Se pasa todo el día en su automóvil y no se gana la vida atendiendo llamadas telefónicas. Por consiguiente, no veo qué relación podría tener con las mujeres.
Y, además, no despide ningún extraño olor corporal y, si el mono encontrado en el contenedor hubiera sido suyo, ¿por qué razón lo hubiera entregado?
A no ser, pensé, que esté actuando al revés porque sabe demasiado. A fin de cuentas, es un experto que tiene encomendada una investigación y su habilidad le permite ser un salvador o un demonio según convenga.
Creo que desde un principio yo había albergado el temor de que el asesino pudiera ser un policía.
Marino no encajaba. Pero el asesino podía ser alguien con quien éste hubiera trabajado a lo largo de muchos meses, alguien que se compraba monos azul marino en alguna de las muchas tiendas de uniformes de la ciudad, alguien que se lavaba las manos con el jabón Borawash de los lavabos de caballeros del departamento de Policía y tenía los suficientes conocimientos sobre las investigaciones forenses y criminales como para poder dejarnos con un palmo de narices tanto a sus compañeros como a mí. Un policía depravado. O alguien que había ingresado en el cuerpo de policía porque es una profesión que suele atraer a los psicópatas.
Habíamos investigado los equipos de socorro que acudían a los escenarios de los delitos. Pero no se nos había ocurrido investigar a los agentes uniformados que atendían la llamada una vez descubiertos los cuerpos.
A lo mejor, algún policía se dedicaba a hojear las páginas de la guía telefónica durante su turno de trabajo o fuera de su jornada laboral. A lo mejor, su primer contacto con las víctimas era la voz. Las voces lo excitaban. Las asesinaba y procuraba estar en la calle cuando encontraban los cuerpos.
—Nuestra mejor apuesta es Matt Petersen —le estaba diciendo Wesley a Marino—. ¿Sigue en la ciudad?
—Sí, que yo sepa.
—Creo que convendría que fueras a verle y averiguaras si su mujer le comentó algo acerca de alguna llamada telefónica, alguien que la llamó para decirle que había ganado un premio o para hacer una encuesta. Cualquier cosa relacionada con el teléfono.
Marino empujó su silla hacia atrás.
Yo dudé un poco y no me atreví a decir lo que pensaba. En su lugar, pregunté:
—¿Sería muy difícil imprimir o grabar las llamadas efectuadas a la policía cuando se descubrieron los cuerpos? Quiero ver a qué horas exactas se notificaron los homicidios, a qué hora llegó la policía, sobre todo en el caso de Lori Petersen. La hora de la muerte puede ser muy importante para ayudarnos a determinar a qué hora sale de su trabajo el asesino, suponiendo que trabaje de noche.