Ninguno de los tres le habíamos comentado a Marino lo que íbamos a hacer. Estaría en la calle o tal vez en casa tomándose una cerveza delante del televisor. No tendría ni idea. Cuando se divulgara la noticia, creería que era una filtración relacionada con el mono que él había entregado y con los informes sobre el ADN que acababan de enviarme. Queríamos que todo el mundo pensara que la noticia era auténtica.
Y puede que efectivamente lo fuera. No se me ocurría ninguna otra razón por la cual el asesino pudiera despedir aquel olor corporal tan característico a no ser que Petersen estuviera confundido y el mono se hubiera arrojado casualmente encima de un frasco de jarabe de arce que alguien hubiera tirado previamente al contenedor.
—Es magnífico —dijo Wesley—. El tipo lo debía de tener todo previsto y hasta puede que supiera dónde estaba el contenedor antes de salir aquella noche. No debió de pensar que lo encontraríamos.
Miré de soslayo a Abby. Estaba resistiendo muy bien.
—Es suficiente para empezar —añadió Wesley. Ya me imaginaba el titular:
ADN, NUEVAS PRUEBAS:
EL ASESINO EN SERIE PODRÍA PADECER
UN TRASTORNO METABÓLICO
En caso de que efectivamente padeciera la enfermedad urinaria del jarabe de arce, la noticia lo dejaría turulato.
—Si quiere usted atraerle al ordenador de su oficina —dijo Abby—, tenemos que hacerle creer que aquí también entra en juego el ordenador. O sea, que los datos guardan relación.
Reflexioné un instante.
—De acuerdo. Podemos decir que se introdujo recientemente en el ordenador una información relacionada con un curioso olor, presente en uno de los escenarios de los delitos y relacionado con una prueba recientemente descubierta a propósito de un insólito defecto enzimático capaz de producir un olor parecido, si bien fuentes cercanas a la investigación no han especificado exactamente cuál podía ser el defecto o la enfermedad, ni si el defecto ha sido confirmado a través de los resultados de las pruebas del ADN recientemente realizadas.
A Wesley le gustó la idea.
—Estupendo. Que sufra un poco. Que no sepa si hemos encontrado el mono. No hay que dar detalles. Podríamos decir simplemente que la policía se ha negado a revelar la naturaleza exacta de la prueba.
Abby seguía tomando apuntes.
—Volviendo a su «fuente médica» —dije yo—, no sería mala idea reproducir algunos comentarios de esta persona.
Abby me miró.
—¿Cómo cuáles?
—Podemos decir —contesté, mirando a Wesley— que esta fuente médica se niega a revelar la naturaleza exacta de este trastorno, pero ha señalado que puede producir daños mentales e incluso retraso en los casos agudos. Y después se puede añadir... —compuse el párrafo en voz alta—: «Un experto en genética humana ha afirmado que ciertos tipos de trastornos metabólicos pueden dar lugar a graves retrasos mentales. Aunque la policía no cree posible que el asesino en serie padezca un grave deterioro mental, algunas pruebas indican que podría sufrir cierto grado de deficiencia que se manifiesta a través de la desorganización y la confusión intermitente».
—Se quedará de una pieza —musitó Wesley—. Se pondrá furioso.
—Es importante no poner en tela de juicio su cordura —añadí—. Eso nos podría perjudicar durante el juicio.
—Pondremos simplemente que lo ha dicho la fuente —sugirió Abby—. Estableceremos una distinción entre el retraso y la enfermedad mental —ya había llenado media docena de páginas de su cuaderno de apuntes—. Ahora vamos a la cuestión del jarabe de arce. ¿Tenemos que concretar algo sobre este olor? —preguntó sin dejar de escribir.
—Sí —contesté sin dudar—. Puede que este hombre trabaje en contacto con el público. O, por lo menos, tendrá compañeros. Es posible que alguien se presente a declarar.
Wesley reflexionó.
—No cabe duda de que eso le desquiciará y seguramente le volverá paranoico.
—A menos que no despida un extraño olor corporal —dijo Abby.
—¿Y cómo puede él saber que no? —pregunté.
Ambos me miraron sorprendidos.
—¿Nunca han oído decir que uno no se nota el propio olor? —añadí.
—¿Quiere decir que podría oler mal y no saberlo? —preguntó Abby.
—Dejémosle en la duda —contesté.
Abby asintió con la cabeza y se inclinó de nuevo sobre su cuaderno de apuntes.
Wesley se reclinó en su sillón.
—¿Qué más sabe usted sobre este defecto, Kay? ¿Le parece que investiguemos en las farmacias para averiguar si alguien compra vitaminas al por mayor o algún determinado medicamento con receta?
—Se podría preguntar si alguien compra habitualmente elevadas dosis de vitamina B, —contesté—. También hay un suplemento dietético en polvo para esta enfermedad. Creo que es un suplemento proteínico que se expende sin receta. A lo mejor, controla su enfermedad por medio de la dieta, limitando la ingestión de alimentos con elevado contenido proteico. Sin embargo, supongo que es demasiado listo como para dejar estas huellas y, por otra parte, no creo que su enfermedad sea lo bastante grave como para obligarle a seguir una severa dieta alimenticia. Supongo que, a juzgar por lo bien que sabe desenvolverse, debe de llevar una vida bastante normal. Su único problema es este extraño olor corporal que se intensifica cuando está sometido a tensión.
—¿Tensión emocional?
—Tensión física —contesté—. La enfermedad urinaria del jarabe de arce tiende a agudizarse en períodos de tensión física, como cuando una persona padece una infección respiratoria o la gripe. Es algo de tipo fisiológico. Seguramente no duerme lo suficiente. Hace falta mucha energía física para atacar a las víctimas, entrar en las casas y hacer lo que él hace. La tensión emocional y la física están relacionadas... la una influye en la otra. Cuanto mayor es la tensión emocional, tanto más se intensifica la física, y viceversa.
—Y entonces, ¿qué?
Miré a Wesley sin saber a qué se refería.
—¿Qué ocurre cuando la enfermedad se agudiza?
—Depende del grado.
—Supongamos que es alto.
—Se produce un serio problema.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que se registra una acumulación de aminoácidos y el sujeto se vuelve letárgico, irritable y atáxico. Unos síntomas muy similares a los de una hiperglucemia grave. Puede ser necesaria una hospitalización.
—Hable en cristiano —dijo Wesley—. ¿Qué demonios quiere decir atáxico?
—Inestable. Camina como si estuviera borracho. No tendría fuerza para escalar vallas y encaramarse a las ventanas. Si la enfermedad se agudiza y el grado de tensión sigue aumentando, se podría descontrolar.
—¿Se podría descontrolar? —dijo Wesley—. Es lo que nosotros pretendemos, ¿no? ¿Se le podría descontrolar la enfermedad?
—Posiblemente.
—Muy bien. Y entonces, ¿qué ocurre?
—Hiperglucemia grave y aumento de la ansiedad. Si no se controla la enfermedad, experimentará confusión mental y excitación. Su capacidad de discernimiento podría deteriorarse. Sufrirá cambios de humor —añadí sin concretar nada más.
Sin embargo, Wesley aún no se daba por satisfecho.
—A usted no se le ha ocurrido sin más esta cuestión de la enfermedad urinaria, ¿verdad? —preguntó, inclinándose hacia adelante en su asiento y mirándome fijamente.
—La tenía en cuenta.
—Pero no dijo nada.
—Porque no estaba muy segura. No vi ninguna razón para sugerir esta posibilidad hasta ahora.
—Muy bien. De acuerdo. Ha dicho que quiere sacarlo de quicio y provocarle una tensión que lo vuelva loco. Pues hagámoslo. ¿Cuál es la última fase? Quiero decir, ¿qué ocurriría si la enfermedad se agudizara realmente?
—Podría perder el conocimiento y sufrir convulsiones. Si la situación se prolongara, podría registrar un grave déficit orgánico.
Wesley me miró con incredulidad.
—Qué barbaridad —exclamó como si de pronto hubiera comprendido el alcance de mis intenciones—. Usted lo que quiere es matar a este hijo de puta.
Abby dejó de escribir y me miró con cierto asombro.
—Todo eso es teórico —dije—. En caso de que sufra la enfermedad, el grado debe de ser muy bajo. Ha vivido con ella toda la vida. Es altamente improbable que la enfermedad lo mate.
Wesley clavó los ojos en mí. Estaba claro que no me creía.
N
o pude dormir en toda la noche. Mi mente se negaba a descansar y me obligaba a debatirme entre unas inquietantes realidades y unos sueños descabellados. Yo disparaba contra alguien y Bill era el forense que acudía al lugar de los hechos. Cuando llegaba con su maletín negro, le acompañaba una bella a quien yo no conocía...
Mis ojos se abrieron en la oscuridad y tuve la sensación de que una fría mano me estrujaba el corazón. Me levanté de la cama antes de que sonara el despertador y me fui al trabajo envuelta en una nube de depresión.
Creo que jamás en mi vida me había sentido tan sola y aislada. Apenas hablaba con nadie en el departamento y mis colaboradores ya estaban empezando a dirigirme extrañas miradas de inquietud.
Varias veces había estado a punto de llamarle, pero mi decisión había vacilado como un árbol a punto de caer. Al final, decidí hacerlo poco antes del mediodía. Su secretaria me comunicó jovialmente que el «señor Boltz» se había ido de vacaciones y no regresaría hasta primeros de julio.
No dejé ningún recado. Sabía que aquellas vacaciones no estaban previstas. Sabía también por qué Bill no me las había comentado. En el pasado me lo hubiera dicho. Pero el pasado ya no existía. Ya no habría decisiones ni endebles excusas o descaradas mentiras. Se había apartado de mí para siempre porque no podía enfrentarse con sus propios pecados.
Después del almuerzo, subí a serología y me sorprendió ver a Betty y a Wingo de espaldas a la puerta y con las cabezas juntas, examinando una cosa blanca en el interior de una bolsita de plástico.
—Hola —dije al entrar.
Wingo guardó nerviosamente la bolsa en un bolsillo de la bata de laboratorio de Betty como si le deslizara subrepticiamente dinero.
—¿Ha terminado abajo? —pregunté, simulando estar distraída y no haberme dado cuenta de aquel curioso manejo.
—Ah, sí. Por supuesto, doctora Scarpetta —contestó rápidamente Wingo dirigiéndose hacia la puerta—. McFee, el tipo que murió de un disparo anoche... ya lo he enviado a la funeraria hace un rato. Y las víctimas del incendio de Albemarle no llegarán hasta las cuatro o así.
—Muy bien. Las tendremos aquí hasta mañana por la mañana.
—De acuerdo —le oí decir desde el pasillo.
Extendida sobre la mesa del centro de la sala estaba la razón de mi visita. El mono azul, pulcramente alisado y con la cremallera subida hasta el cuello. Hubiera podido pertenecer a cualquier persona. Tenía numerosos bolsillos y creo que yo los había examinado media docena de veces en la esperanza de encontrar algo que pudiera facilitarme alguna clave sobre la identidad de su dueño, pero todos estaban vacíos. En las mangas y las perneras se veían unos grandes agujeros correspondientes a los trozos de tela que Betty había cortado para examinar las manchas de sangre.
—¿Ha habido suerte con el grupo sanguíneo? —le pregunté a Betty, tratando de no mirar la bolsita de plástico que asomaba por su bolsillo.
—Ya lo tengo casi terminado —contestó Betty, indicándome por señas que la acompañara a su despacho.
Sobre su escritorio había un cuaderno de apuntes lleno de notas y números que a los iniciados les hubieran parecido unos jeroglíficos.
—El grupo sanguíneo de Henna Yarborough es el B —dijo Betty—. En eso hemos tenido suerte, porque no es muy frecuente. En Virginia, un doce por ciento de la población pertenece al grupo B. Su PGM es uno-más uno-menos. Su PEP es A-uno, el EAP es CB, ADA-uno y AK-uno. Por desgracia, los subsistemas son muy comunes, más del ochenta y nueve por ciento de la población de Virginia.
—¿Hasta qué punto es común la configuración? —pregunté.
La bolsita de plástico que asomaba por encima de su bolsillo estaba empezando a ponerme nerviosa.
Betty empezó a pulsar los botones de una calculadora, multiplicando los porcentajes y dividiéndolos por el número de subsistemas que tenía.
—Aproximadamente un diecisiete por ciento. Diecisiete personas sobre cien podrían tener esta configuración.
—No es que sea insólita precisamente —dije en un susurro.
—No, a menos que consideremos insólitos a los gorriones.
—¿Y qué me dice de las manchas de sangre del mono?
—Tuvimos suerte. El aire ya debía de haber secado el mono cuando el mendigo lo encontró. Está todo asombrosamente claro. Tengo todos los subsistemas menos un EAP. Coincide con la sangre de Henna Yarborough. Las pruebas del ADN nos lo dirán con seguridad, pero para eso tendremos que esperar entre un mes y seis semanas.
—Tendríamos que comprar más aparatos para los laboratorios —comenté con aire ausente.
Betty me miró con afecto.
—La veo muy preocupada, Kay.
—Se me nota, ¿verdad?
—Lo noto yo.
No dije nada.
—No permita que eso la destruya. Después de haberme pasado treinta años sufriendo estas angustias, sé lo que me digo...
—¿Qué está tramando Wingo? —pregunté insensatamente.
Sorprendida, Betty vaciló.
—¿Wingo? Bueno...
Miré fijamente su bolsillo.
Betty soltó una risita nerviosa y se dio unas palmadas en el bolsillo.
—Ah, ¿se refiere a eso? Un trabajito personal que me ha pedido que le haga.
Betty no estaba dispuesta a decir más. A lo mejor, Wingo tenía otras inquietudes en la vida. A lo mejor, se había hecho unos análisis en secreto. Dios mío, que no tenga el sida.
Reuniendo mis fragmentados pensamientos, pregunté:
—¿Qué hay de las fibras? ¿Se ha descubierto algo?
Betty había comparado las fibras del mono con las fibras encontradas en la casa de Lori Petersen y las pocas fibras encontradas en el cuerpo de Henna Yarborough.
—Las fibras encontradas en el antepecho de la ventana de los Petersen podrían proceder del mono —me dijo— o de cualquier cruzadillo con mezcla de algodón y poliéster azul oscuro.
En un juicio, pensé tristemente, la comparación no significaría nada porque el cruzadillo es algo tan genérico como el papel de máquina de escribir que se vende en los almacenes... lo hay por todas partes. Podría proceder de los pantalones de trabajo de una persona. Podría pertenecer incluso al uniforme de un policía o de un miembro de un equipo de socorro.