Todo giraba en torno al extraño olor que Matt Petersen había mencionado a la policía. No existía ninguna otra prueba a la que pudiéramos referirnos sin temor a equivocarnos.
La única prueba capaz de causarle dificultades al asesino era el ADN.
Yo podía echarme un farol, e incluso cabía la posibilidad de que no fuera un farol.
Pocos días antes, me habían enviado las copias de los informes correspondientes a los dos primeros casos. Estudié la disposición de las franjas verticales de distintos tonos y anchuras, curiosamente parecidas a los códigos de barras de los productos que se expendían en los supermercados. En cada caso había tres pruebas radiactivas y la posición de las franjas en cada prueba del caso de Patty Lewis no se diferenciaba de la posición de las franjas en las tres pruebas del caso de Brenda Steppe.
—Por supuesto que eso no nos facilita su identidad —les expliqué a Abby y Wesley—. Lo único que podemos establecer es que, si se trata de un negro, sólo uno entre ciento treinta y cinco millones de hombres podría encajar teóricamente en este esquema y, si es un blanco, sólo podría encajar uno entre quinientos millones de hombres.
El ADN es el microcosmos de una persona en su totalidad, su código vital. Los ingenieros genéticos de un laboratorio privado de Nueva York habían aislado el ADN de las muestras de líquido seminal que yo había recogido. Habían cortado las muestras en determinados puntos y los fragmentos habían emigrado a regiones aleatorias de una superficie eléctricamente cargada y recubierta con un espeso gel. En un extremo de la superficie había un polo positivo y en el otro un polo negativo.
—El ADN lleva una carga negativa —añadí—. Los contrarios se atraen.
Los fragmentos más cortos se desplazan con más rapidez que los más largos en dirección al polo positivo, distribuyéndose por el gel, en el que formaban un esquema de franjas. Este se transfería a una membrana de nailon y se sometía a una prueba.
—No lo entiendo —me interrumpió Abby—. ¿Qué prueba?
Se lo expliqué.
—Los fragmentos de doble hebra del ADN del asesino fueron sometidos a un proceso de rotura o desnaturalizado que los transformó en fragmentos de una sola hebra. En palabras más sencillas, se abrieron como una cremallera. La prueba es una solución de ADN de una sola hebra de una determinada secuencia básica señalada con un marcador radiactivo. Cuando la solución, o prueba, se extendió sobre la membrana de nailon, la prueba buscó y se unió con las hebras individuales complementarias... es decir con las hebras individuales complementarias del asesino.
—¿Y entonces la cremallera se volvió a cerrar? —preguntó Abby—. Pero ahora es radiactiva, ¿verdad?
—Ahora el esquema se puede visualizar en una película de rayos X —contesté.
—Ya, el «código de barras». Lástima que no le podamos pasar por encima un escáner y averiguar su nombre —dijo Wesley en tono malhumorado.
—Todo lo suyo está allí —añadí—. Lo malo es que la tecnología no está lo suficientemente avanzada como para leer datos concretos, tales como los defectos genéticos, el color de los ojos y el cabello y todas esas cosas. Hay tantas franjas que cubren tantos puntos de la estructura genética de una persona que sería demasiado complejo obtener algo más que una coincidencia o una discrepancia.
—Pero eso el asesino no lo sabe —dijo Wesley, mirándome inquisitivamente.
—Ahí está.
—A no ser que sea un científico o algo por el estilo —terció Abby.
—Vamos a suponer que no lo es —dije—. Sospecho que jamás había pensado en el perfil del ADN hasta que empezó a leer los datos que publicó la prensa. Dudo que haya entendido el concepto.
—Explicaré el procedimiento en mi reportaje —aprobó Abby—. Haré que lo comprenda y que le entre miedo.
—Justo lo suficiente como para que tema que hayamos descubierto su defecto —convino Wesley—. Si es que tiene un defecto... Eso es lo que más me preocupa, Kay —me miró fijamente a los ojos—. ¿Y si no tuviera ningún defecto?
Volví a explicárselo pacientemente.
—Lo que a mí me llama la atención es esta referencia de Matt Petersen a las «frutas de sartén», al olor que se percibía en el dormitorio y que a él le recordó el de las frutas de sartén o el de algo dulce, pero empalagoso.
—El jarabe de arce —recordó Wesley.
—Sí. Si el cuerpo del asesino despide un olor semejante al del jarabe de arce, es posible que sufra alguna anomalía, algún tipo de trastorno metabólico. Concretamente, «la enfermedad urinaria del jarabe de arce».
—¿Y eso es de tipo genético?
Wesley ya me lo había preguntado dos veces.
—Ahí está lo bueno, Benton. Si sufre esta enfermedad, tendría que estar en algún lugar de su ADN.
—Jamás había oído hablar de eso —dijo Abby—. Me refiero a la enfermedad.
—Bueno, no es que sea tan frecuente como el resfriado común.
—Entonces, ¿qué es exactamente?
Me levanté de mi escritorio y me acerqué a una librería. Sacando el grueso volumen del
Manual de medicina, l
o abrí por la página correspondiente y lo deposité delante de ellos.
—Es un defecto enzimático —les expliqué, volviendo a sentarme—. El defecto da lugar a una acumulación de aminoácidos en el cuerpo, los cuales actúan como un veneno. En la forma clásica o aguda, la persona sufre graves retrasos mentales y/o muerte en la infancia, por cuyo motivo es bastante insólito encontrar personas adultas y sanas y en plenitud de sus facultades mentales que padezcan esta enfermedad. Pero es posible. En su forma leve, que sería la que probablemente presentaría el asesino, el desarrollo postnatal es normal, los síntomas son intermitentes y la enfermedad puede tratarse mediante una dieta baja en proteínas y ciertos suplementos dietéticos... concretamente la tiamina, o vitamina B1 a una dosis diez veces superior a la ingestión diaria normal.
—En otras palabras —dijo Wesley, inclinándose hacia adelante y frunciendo el ceño mientras examinaba el libro—, ¿podría padecer la forma leve, llevar una vida razonablemente normal, ser más listo que un demonio... pero apestar?
Asentí con la cabeza.
—El síntoma más común de la enfermedad urinaria del jarabe de arce es un olor característico de la orina y el sudor semejante al del jarabe de arce. Los síntomas se agudizan cuando el sujeto está nervioso, y el olor se acentúa cuando hace aquello que más tensión le provoca, es decir cometer estos asesinatos. El olor se le pega a la ropa. Seguramente él es profundamente consciente de este problema.
—¿Y el líquido seminal no despide este mismo olor? —preguntó Wesley.
—No necesariamente.
—Bueno, pues —dijo Abby—, si le huele mal el cuerpo, se debe de duchar mucho. Y, si trabaja en compañía de otras personas, éstas tienen que haberse dado cuenta.
No dije nada.
Abby ignoraba lo del residuo brillante y yo no pensaba comentárselo. Si el asesino despedía habitualmente aquel olor, no sería nada extraño que tuviera la manía de lavarse constantemente los sobacos, la cara y las manos para evitar que otras personas pudieran notar el olor. A lo mejor, se lavaba en su lugar de trabajo donde seguramente habría un dispensador de jabón de bórax en el lavabo de caballeros.
—Es una apuesta arriesgada —dijo Wesley, reclinándose en su asiento—. Dios mío —añadió, sacudiendo la cabeza—, si el olor que mencionó Petersen fuera una figuración suya o algo que confundió con otro olor, tal vez una colonia que llevaba el asesino, haremos el más espantoso de los ridículos. Entonces el tío estará más seguro que nunca de que no tenemos ni idea de lo que se lleva entre manos.
—No creo que Petersen se equivocara en lo del olor —dije con absoluta convicción—. En medio del sobresalto que experimentó al descubrir el cuerpo de su esposa, el olor tuvo que ser muy raro e intenso para que Petersen lo notara y lo recordara. No se me ocurre ninguna colonia que pueda tener un perfume parecido al del jarabe de arce. Deduzco que el asesino debía de sudar mucho y había abandonado el dormitorio pocos minutos antes de que entrara Petersen.
—La enfermedad provoca retraso... —dijo Abby, hojeando el libro.
—En caso de que no se trate inmediatamente después del nacimiento —repetí.
—Bueno, pues ese hijo de puta no es un retrasado —replicó Abby, mirándome con dureza.
—Por supuesto que no —convino Wesley—. Los psicópatas lo son todo menos tontos. Nosotros lo que pretendemos es que el tipo crea que le consideramos un tonto. Queremos hacerle daño donde más le duela... herir su maldito orgullo de persona con inteligencia superior a la normal.
—La enfermedad —expliqué— puede provocar este efecto. Sí la padece, lo debe de saber. Probablemente es de carácter hereditario. Seguramente es una persona hipersensible, no sólo con respecto a su olor corporal sino también a las deficiencias mentales que suele llevar aparejadas la dolencia.
Mientras Abby tomaba apuntes, Wesley miró hacia la pared; los rasgos de su rostro denotaban una fuerte tensión. No parecía muy contento.
—La verdad es que no lo sé, Kay —dijo, lanzando un suspiro—. Si el tipo no padece esta enfermedad del jarabe de arce... —sacudió la cabeza—. Nos va a dar un palo. Y la investigación podría sufrir un retraso.
—No se puede retrasar algo que ya está acorralado en un rincón —dije sin perder la calma—. No tengo la menor intención de mencionar la enfermedad en el reportaje —añadí, mirando a Abby—. Diremos que se trata de un trastorno metabólico. Pueden ser muchas cosas y se preocupará. A lo mejor, se trata de algo que él ignora. ¿Cree que goza de excelente salud? ¿Cómo puede estar seguro? Jamás un equipo de ingenieros genéticos había examinado sus líquidos corporales. Aunque el tipo fuera un médico, no podría excluir la posibilidad de padecer una anomalía que hubiera permanecido en estado latente toda su vida, como una bomba capaz de estallar en cualquier momento. Conseguiremos que se preocupe y que lo vaya pensando. Que tema padecer una grave enfermedad. Puede que eso le induzca a acercarse a la clínica más próxima para someterse a un examen físico. Puede que vaya a la biblioteca médica más próxima. La policía podría indagar y averiguar quién ha solicitado un examen médico o quién ha empezado a hojear frenéticamente los libros de referencia en alguna biblioteca. Si es el que se ha introducido en la base de datos de aquí, es probable que vuelva a hacerlo. En cualquier caso, tengo la corazonada de que algo va a ocurrir. Seguramente se pondrá nervioso.
Los tres nos pasamos una hora preparando el lenguaje que Abby utilizaría en su artículo.
—No podemos atribuir la noticia a nadie —dijo Abby—. No conviene. Si las citas se atribuyeran a la jefa del departamento de Medicina Legal, la cosa le olería a chamusquina, porque usted siempre se ha negado a hacer declaraciones. Y ahora le han ordenado no decir nada. Tiene que parecer que se trata de una filtración.
—Bueno —comenté yo secamente—, puede usted sacarse de la manga su famosa «fuente médica».
Abby leyó el borrador en voz alta. No me sonaba bien. Resultaba demasiado vago. Demasiado «Presunto» por aquí y «posible» por allá.
Si tuviéramos alguna muestra de su sangre. El defecto enzimático, en caso de que existiera, se podía detectar en los leucocitos, es decir en los glóbulos blancos. Si por lo menos tuviéramos algo...
De pronto, sonó mi teléfono. Era Rose.
—Doctora Scarpetta, está aquí el sargento Marino. Dice que es urgente.
Me reuní con él en el vestíbulo. Llevaba una bolsa de plástico gris de las que se utilizaban para guardar prendas de vestir relacionadas con delitos.
—No se lo va a creer —me dijo mientras una radiante sonrisa le iluminaba el arrebolado rostro—. ¿Conoce a
Urraca?
Contemplé la abultada bolsa con visible perplejidad.
—Ya sabe,
Urraca.
Anda recorriendo la ciudad con todas sus posesiones terrenales en un carrito de la compra que debió de birlar en alguna parte. Se pasa las horas rebuscando en los cubos y los contenedores de la basura.
—¿Se refiere a un mendigo?
Pero, ¿de qué me estaba hablando Marino?
—Sí. Me refiero al rey de los mendigos. Bueno, pues estaba rebuscando en el contenedor de la basura situado a menos de una manzana de distancia del lugar donde asesinaron a Henna Yarborough y, ¿a que no sabe una cosa? Va y encuentra nada menos que un bonito mono azul marino, doctora. Y se extraña un poco porque la prenda tiene manchas de sangre. Es uno de mis confidentes, ¿sabe? Y se le ocurre la idea de guardar la prenda en una bolsa de la basura. Lleva varios días buscándome. Hace un rato me saluda con la mano y me cobra el aguinaldo habitual tras felicitarme las pascuas —Marino estaba desanudando el cordel de cierre de la bolsa—. Huela esto.
Por poco me tumba de espaldas, no sólo el desagradable olor de la prenda manchada de sangre reseca de varios días sino también un intenso y dulzón olor de jarabe de arce. Un estremecimiento me recorrió la columna vertebral.
—Además —añadió Marino—, antes de venir aquí, he pasado por el apartamento de Petersen y le he pedido que oliera esto.
—¿Es el olor que él recuerda?
Marino me apuntó con el dedo y me guiñó el ojo.
—Ni más ni menos.
Vander y yo nos pasamos dos horas trabajando con el mono azul. Betty tardaría un poco en analizar las manchas de sangre, pero no nos cabía la menor duda de que el mono azul pertenecía al asesino. La prenda brillaba bajo el láser como el alquitrán mezclado con mica.
Suponíamos que, al atacar a Henna con el cuchillo, se habría manchado mucho de sangre y se habría secado las manos en la prenda. Los puños de las mangas también estaban rígidos a causa de la sangre reseca. Seguramente tenía por costumbre ponerse un mono encima de la ropa cuando perpetraba sus ataques. Y, a lo mejor, arrojaba la prenda a un contenedor de basura una vez cometido el crimen, aunque yo tenía mis dudas. Ésa la había arrojado porque había hecho sangrar a su víctima.
Apostaba a que era lo bastante listo como para saber que las manchas de sangre son permanentes. Si alguna vez lo atraparan, no quería tener en su armario ninguna prenda manchada de sangre. Y tampoco quería que nadie localizara el origen del mono. Por eso había quitado la etiqueta.
El tejido parecía una mezcla de algodón y fibra sintética, de color azul oscuro; la prenda era de talla grande o extra grande. Recordé las fibras oscuras encontradas en el antepecho de la ventana y en el cuerpo de Lori Petersen. En el cuerpo de Henna también se habían encontrado algunas fibras oscuras.