—¿Sabe lo que está haciendo? —le pregunté a Marino en voz baja.
—Mire, yo siempre sé lo que hago.
—Era ella la que gritaba —añadí—. ¿Le gritaba a la policía?
—No. Boltz acababa de bajar. Le gritaba a él.
—¿Boltz?
No podía pensar con claridad.
—Y la verdad es que no se lo reprocho —dijo Marino con aire indiferente—. Ésta es su casa. No le reprocho que no quiera vernos revolver toda su casa y que le moleste que no la dejemos entrar...
—¿Boltz? —volví a preguntar estúpidamente—. ¿Boltz le dijo que no podía entrar?
—Y otros dos tíos —un encogimiento de hombros—. Será difícil convencerla. Está totalmente trastornada —Marino miró de nuevo hacia el cuerpo tendido en la cama y añadió—: Esta chica es su hermana.
El salón del segundo piso estaba lleno de sol y de macetas de plantas. Había sido recientemente decorado con piezas muy caras. El suelo de parquet estaba casi enteramente cubierto por una alfombra india con un diseño geométrico en pálidos tonos azul y verde sobre fondo blanco, y los muebles eran de color blanco con pequeños almohadones de colores pastel. En las blancas paredes colgaba una envidiable colección de grabados abstractos del artista de Richmond Gregg Garbo. Era una estancia muy poco acogedora, que Abby habría proyectado sin tener en cuenta las necesidades de los demás, sino tan sólo las suyas propias. Una gélida atmósfera que denotaba éxito y carencia de sentimientos y que estaba muy en consonancia con la imagen que yo me había forjado de su dueña.
Acurrucada en un rincón del blanco sofá de cuero, Abby estaba fumando un largo y fino cigarrillo. Nunca la había visto de cerca y su aspecto era tan curioso que resultaba sorprendente. Poseía unos ojos irregulares, uno de ellos más verde que el otro, y sus carnosos labios no parecían pertenecer al mismo rostro que la larga y fina nariz. El cabello castaño le rozaba apenas los hombros, tenía unos altos y pronunciados pómulos y unas finas arrugas le rodeaban los ojos y la boca. Era alta, espigada y de piernas muy largas. Debía de tener mi edad poco más o menos.
Nos miró con unos ojos vidriosos semejantes a los de un cervatillo asustado.
Un agente uniformado se retiró y Marino cerró suavemente la puerta.
—No sabe cuánto lo siento... Sé lo duro que es eso para usted... —dijo, recitando las frases que solía pronunciar en circunstancias similares.
Después subrayó en tono pausado la importancia de que ella contestara a todas las preguntas y recordara con el mayor detalle posible todo lo relacionado con su hermana... sus amigos, sus costumbres y demás. Abby permaneció sentada en silencio. Yo me senté frente a ella.
—Tengo entendido que no estaba usted en la ciudad —dijo Marino.
—Sí —la voz le tembló y ella se estremeció como si tuviera frío—. Me fui el viernes por la tarde para asistir a una reunión en Nueva York.
—¿Qué clase de reunión?
—Sobre un libro. Estoy negociando las condiciones del contrato para escribir un libro. Me reuní con mi agente y me hospedé en casa de una amiga.
La grabadora de micro casetes se puso a girar en silencio encima de la mesita auxiliar de cristal. Abby la miró sin verla.
—¿Mantuvo usted algún contacto con su hermana desde Nueva York?
—Intenté llamarle anoche para decirle a qué hora llegaría mi tren —Abby respiró hondo—. Al no obtener respuesta, me extrañé un poco. Después pensé que habría ido a algún sitio. No volví a llamarle al llegar a la estación. Sabía que esta tarde tenía unas clases. Tomé un taxi. No tenía ni idea de lo ocurrido. Cuando llegué aquí y vi tantos coches y la policía...
—¿Cuánto tiempo hacía que su hermana vivía con usted?
—El año pasado se separó de su marido. Quería cambiar de aires y disponer de un poco de tiempo para pensar. Le dije que viniera aquí. Le dije que podría vivir conmigo hasta que se arreglara su situación o decidiera regresar junto a él. Eso fue en otoño. A finales de septiembre. Se vino a vivir conmigo y empezó a trabajar en la universidad.
—¿Cuándo la vio usted por última vez?
—El viernes por la tarde —contestó Abby, levantando la voz sin conseguir evitar que ésta se le quebrara.
De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Marino se sacó un arrugado pañuelo de un bolsillo posterior y se lo entregó.
—¿Tiene usted alguna idea de cuáles eran sus planes para el fin de semana?
—Trabajar. Me dijo que se quedaría en casa y prepararía las clases. Que yo sepa, no tenía ningún plan. Henna no era muy sociable, tenía uno o dos amigos, también profesores. Quería preparar las clases y me dijo que haría la compra el sábado. Eso es todo.
—¿Y dónde pensaba hacer la compra? ¿En qué establecimiento?
—No tengo ni idea, pero no importa. Sé que no la hizo. El otro policía me acompañó hace un minuto a echar un vistazo a la cocina. No fue a comprar. El frigorífico está tan vacío como yo lo dejé. Debió de ocurrir el viernes por la noche. Como las otras. Yo me he pasado todo el fin de semana en Nueva York y ella estaba aquí. Estaba aquí de esta manera.
Nadie dijo nada por un instante. Marino miró a su alrededor con expresión impenetrable. Abby encendió un cigarrillo con trémulas manos y se volvió hacia mí.
Sabía lo que me iba a preguntar antes incluso de que abriera la boca.
—¿Es como las otras? Sé que la ha examinado —vaciló, tratando de serenarse. Parecía un violento temporal a punto de desencadenarse cuando me preguntó en voz baja—: ¿Qué le hizo?
Sin poderlo remediar, tuve que darle mi respuesta de siempre.
—No podré decirle nada hasta que la haya examinado con una buena iluminación.
—¡Por el amor de Dios, es mi hermana! —gritó Abby—. ¡Quiero saber lo que le ha hecho este animal! ¡Oh, Dios mío! ¿Cree que sufrió? Dígame, por favor, que no sufrió...
La dejamos llorar para que se desahogara y se librara de la profunda angustia que sentía. Su dolor era tan hondo que ningún ser humano hubiera podido llegar hasta ella. Permanecimos sentados sin decir nada. Marino la estudió fijamente con su impenetrable mirada.
En momentos como aquél, me molestaba tener que interpretar el frío y cínico papel de la consumada profesional incapaz de conmoverse ante la aflicción de otra persona. ¿Qué hubiera podido decir? ¡Pues claro que había sufrido! Cuando lo vio en su habitación, cuando empezó a comprender lo que iba a ocurrir, su terror debió de ser inmenso, precisamente por lo que había leído en la prensa a propósito de las mujeres asesinadas y por los estremecedores relatos escritos por su propia hermana. Y el dolor físico debió de ser atroz.
—Muy bien. Ya veo que no me lo va a decir —dijo Abby, hablando en rápidas frases sincopadas—. Ya sé lo que ocurre. No me lo va a decir. Ella es mi hermana, pero usted no me lo va a decir. Se guarda todas las cartas en la manga. Ya sé lo que ocurre. ¿Y para qué? ¿A cuántas mujeres tendrá que asesinar este hijo de puta? ¿Seis? ¿Diez? ¿Cincuenta? Puede que entonces la policía empiece a comprenderlo.
Marino seguía sin quitarle los ojos de encima.
—No le eche la culpa a la policía, señorita Turnbull. Nosotros estamos de su parte, tratamos de ayudar...
—¡Exactamente! —le cortó Abby—. ¡Menuda ayuda la suya! ¡Sirvió de bien poco la pasada semana! ¿Dónde mierda estaban ustedes entonces?
—¿La semana pasada? ¿A qué se refiere usted en concreto?
—Me refiero al sinvergüenza que me siguió hasta mi casa cuando salí del periódico —contestó Abby—. Lo tuve constantemente encima, me siguió a todas partes. Entré incluso en una tienda para librarme de él. Salí veinte minutos más tarde y todavía estaba allí. ¡El maldito coche de antes! ¡Siguiéndome! Llego a casa y aviso inmediatamente a la policía. ¿Y qué hace la policía? Nada. Se presenta un oficial dos horas más tarde para comprobar que no pasa nada. Le facilito una descripción e incluso le indico el número de matrícula del automóvil. ¿Se hizo alguna investigación al respecto? Qué va, no me han dicho ni una palabra. ¡Tengo la fundada sospecha de que el cerdo de aquel coche es el que le ha hecho eso a mi hermana! Ella ha muerto. La han asesinado. ¡Y todo porque un policía de mierda no quiso tomarse ninguna molestia!
Marino la estudió con interés.
—¿Cuándo fue eso exactamente?
Abby vaciló.
—El martes, creo, el martes de la semana pasada. Tarde, sobre las diez o diez y media de la noche. Trabajé hasta muy tarde en la redacción, tenía que terminar un reportaje...
—Corríjame si me equivoco —dijo Marino, desconcertado—, pero yo creía que usted trabajaba en el turno de noche, de seis de la tarde a dos de la madrugada o algo así.
—Aquel martes me sustituía otro reportero. Acudí al periódico durante el día para terminar un trabajo que tenía que publicarse en la siguiente edición.
—De acuerdo. Bueno pues, ese automóvil, ¿cuándo empezó a seguirla?
—Es difícil saberlo. No me di cuenta hasta varios minutos después de haber salido del
parking
. A lo mejor, me estaba esperando. A lo mejor, me vio en determinado momento. No lo sé. Pero se pegó a mi guardabarros con los faros delanteros encendidos. Yo aminoré la marcha en la esperanza de que me adelantara. Él también la aminoró. Aceleré. Él también. No podía quitármelo de encima. Decidí ir a comprar algo a Farm Fresh. No quería que me siguiera hasta casa. Pero me siguió. A lo mejor, pasó por delante de la tienda y después regresó y me esperó en el
parking
o en alguna calle adyacente. Me esperó hasta que salí y me alejé de allí.
—¿Está usted segura de que era el mismo vehículo?
—Un Cougar nuevo de color negro. Estoy absolutamente segura. Tengo un contacto en el registro de vehículos y pedí que me comprobaran la matrícula puesto que la policía no había querido tomarse la molestia de hacer nada. Es un automóvil de alquiler. Tengo la dirección de la empresa y el número de la matrícula, si le interesa.
—Sí, me interesa —dijo Marino.
Abby rebuscó en su bolso y sacó una hoja de papel doblada. Le temblaba la mano cuando se la entregó a Marino.
Éste le echó un vistazo y se la guardó en el bolsillo.
—Y después, ¿qué? ¿El automóvil la siguió hasta su casa?
—No pude impedirlo. No podía pasarme la noche dando vueltas por ahí. No podía hacer absolutamente nada. Vio dónde vivo. Entré y me fui directamente al teléfono. Supongo que debió de pasar por delante de la casa y se fue. Cuando me asomé a la ventana, ya no le vi.
—¿Había visto aquel automóvil alguna otra vez?
—No lo sé. He visto Cougars negros muchas veces. Pero no puedo asegurar que haya visto precisamente ése.
—¿Pudo ver al conductor?
—Estaba demasiado oscuro y él circulaba detrás de mí. Pero sé que en el automóvil sólo viajaba una persona. Él, el conductor.
—¿Él? ¿Está segura?
—Lo único que vi fue una forma voluminosa, alguien que llevaba el cabello corto, ¿entiende? Pues claro que era él. Fue horrible. Estaba rígidamente sentado a mi espalda. Sólo aquella forma, mirándome fijamente. Pegado a mi guardabarros. Se lo dije a Henna. Se lo comenté. Le dije que tuviera cuidado, que vigilara y que, si veía un Cougar negro en las inmediaciones de la casa, llamara al 911. Ella sabía lo que estaba sucediendo en la ciudad. Los asesinatos. Habíamos hablado de todo eso. ¡Dios bendito! ¡No puedo creerlo! ¡Ella lo sabía! ¡Le dije que no dejara las ventanas abiertas! ¡Que tuviera mucho cuidado!
—O sea que tenía la costumbre de dejar una o dos ventanas abiertas.
Abby asintió con la cabeza, enjugándose las lágrimas.
—Siempre dormía con las ventanas abiertas. Aquí hace mucho calor a veces. Estaba a punto de instalar aire acondicionado, pensaba hacerlo en julio. Me mudé a esta casa poco antes de que ella viniera. En agosto. Había muchas cosas que hacer y el otoño y el invierno no estaban tan lejos. Oh, Dios mío. Mira que se lo dije. Pero ella vivía en su propio mundo. Se olvidaba de las cosas. No lograba metérselas en la cabeza. De la misma manera que nunca conseguí que se abrochara el cinturón de seguridad. Es mi hermana pequeña. Nunca le ha gustado que le dijera lo que tenía que hacer. Las cosas le resbalaban, como si no las oyera. Se lo había dicho. Le había comentado las cosas que pasaban. No sólo los asesinatos sino también las violaciones, los atracos y todo lo demás. Pero ella se impacientaba, no quería ni escucharme.
»—Oh, Abby —me decía—, tu sólo ves el lado malo. ¿No podríamos hablar de otra cosa?
»—Yo tengo una pistola. Le dije que la guardara cerca de su cama cuando yo no estuviera en casa. Pero no quiso ni tocarla. No hubo manera. Me ofrecí a enseñarle a disparar, le dije que le compraría una para ella. ¡Pero no hubo manera! ¡Y ahora eso! ¡Ha muerto! ¡Oh, Dios mío! ¡Todas estas cosas que usted quiere que le cuente sobre ella y sus costumbres y todo lo demás ya no sirven de nada!
—Todo sirve...
—¡Nada sirve porque yo sé que él no iba por ella! ¡Ni siquiera la conocía! ¡Iba por mí!
Silencio.
—¿Qué la induce a pensarlo? —preguntó sosegadamente Marino.
—Si el que viajaba en el coche negro es él, sé que iba por mí. Quienquiera que sea, yo soy la que ha estado escribiendo cosas sobre él. Ha visto mi nombre, encabezando los reportajes. Sabe quién soy.
—Tal vez.
—¡Por mí! ¡Iba por mí!
—Puede que usted fuera su objetivo —dijo Marino en tono desapasionado—. Pero no lo sabemos con certeza, señorita Turnbull. Yo tengo que considerar todas las posibilidades; quizá vio a su hermana en alguna parte, a lo mejor en el campus de la universidad, en alguna tienda o en algún restaurante. A lo mejor, no sabía que convivía con alguien, sobre todo si la siguió mientras usted estaba en su trabajo... o si la siguió de noche y la vio entrar cuando usted no estaba en casa, quiero decir. Puede que no tuviera ni la más remota idea de que usted era su hermana. Podría ser una coincidencia. ¿Frecuentaba su hermana algún lugar en concreto, un restaurante, un bar, algún sitio así?
Enjugándose nuevamente los ojos, Abby trató de recordar.
—Había una charcutería en Ferguson, a dos pasos de la escuela. La escuela de radiodifusión. Almorzaba allí una o dos veces por semana, creo. No iba a los bares. De vez en cuando comíamos en el Angela's, del Southside, pero siempre íbamos juntas... nunca iba sola. Puede que visitara otras tiendas, no lo sé. No sé todo lo que hacía a cada minuto del día.
—Dice usted que vino aquí el pasado mes de agosto. ¿Se iba alguna vez a pasar el fin de semana fuera o cosas así?