Post Mortem (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: Post Mortem
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Supongo que, de haberme preocupado por sus tendencias cuando lo entrevisté para el puesto unos meses atrás, no hubiera tenido demasiado interés en contratarle. Aunque no quisiera reconocerlo.

Sin embargo, mi actitud era en cierto modo comprensible pues en aquel lugar se veían los peores estereotipos imaginables. Travestidos con bustos y caderas postizos, homosexuales que asesinaban a sus amantes en un arrebato de celos, «chaperos» que recorrían los parques y las callejuelas y eran destripados por los acérrimos perseguidores de la homosexualidad. Había reclusos con obscenos tatuajes capaces de sodomizar cualquier cosa que caminara sobre dos piernas en los bloques de las cárceles, y disolutos clientes de bares y casas de baños que no se preocupaban lo más mínimo por la posibilidad de que otros contrajeran el sida.

Wingo no tenía nada que ver con todo aquello. Wingo era simplemente Wingo.

—¿Ahora ya se las puede arreglar sola? —preguntó, enjuagándose las ensangrentadas manos enguantadas.

—Ya termino —contesté en tono distraído mientras medía un gran desgarrón del mesenterio.

Acercándose a un armario, Wingo empezó a sacar aerosoles y desinfectantes, trapos, estropajos y todo lo necesario para la limpieza. Colocándose unos auriculares, puso en marcha la pequeña grabadora que llevaba sujeta en el cinturón de la bata de trabajo y se aisló momentáneamente del mundo.

Quince minutos más tarde, empezó a limpiar el pequeño frigorífico de la sala de autopsias en el que se almacenaban las pruebas durante los fines de semana. Observé vagamente que sacaba algo y lo examinaba con detenimiento.

Cuando se acercó a mi mesa, llevaba los auriculares alrededor del cuello cual si fueran un collar; parecía ligeramente preocupado y perplejo. En su mano sostenía una pequeña carpeta de cartón procedente de un equipo de recogida de pruebas.

—Por cierto, doctora Scarpetta —dijo, carraspeando—, he encontrado esto dentro del frigorífico.

No me explicó nada. Ni falta que hacía.

Dejé el bisturí y me noté un nudo en el estómago. En la etiqueta figuraba el número del caso, el nombre y la fecha de la autopsia de Lori Petersen, cuyas pruebas habían sido entregadas cuatro días atrás.

—¿Ha encontrado esto en el frigorífico?

Tenía que haber un error.

—En el estante del fondo. Y no hay firma —añadió Wingo con cierta extrañeza—. Quiero decir que usted no le puso la firma.

Tenía que haber una explicación.

—Por supuesto que no le puse la firma —repliqué bruscamente—. Yo sólo utilicé un ERP en este caso, Wingo.

Mientras lo decía, la duda empezó a asaltarme y se avivó en mi interior como una llama agitada por el viento. Traté de hacer memoria.

Al llegar el fin de semana, había guardado las muestras de Lori Petersen en el frigorífico junto con las muestras de todos los casos del sábado. Recordaba claramente haber entregado personalmente las muestras en los laboratorios el lunes por la mañana, incluyendo una carpeta con portaobjetos de muestras anales, orales y vaginales. Estaba segura de que sólo había utilizado una carpeta de portaobjetos. Yo nunca enviaba una carpeta vacía... siempre había en su interior una bolsa de plástico con torundas impregnadas, sobres con cabellos, tubos de ensayo y todo lo demás.

—No sé de dónde ha podido salir eso —dije con excesiva dureza.

Wingo desplazó el peso del cuerpo al otro pie y apartó la mirada. Comprendí lo que estaba pensando. Yo había cometido un fallo y a él le molestaba tener que señalármelo.

La amenaza estaba allí. Wingo y yo lo repasábamos varias veces, desde que Margaret había instalado programas de etiquetas en el ordenador de la sala de autopsias.

Antes de iniciar una autopsia, los patólogos se acercaban al ordenador e introducían la información correspondiente al caso cuya autopsia iban a realizar. Inmediatamente se generaban toda una serie de etiquetas para cada muestra que se pudiera recoger como, por ejemplo, sangre, orina, bilis y contenido gástrico, y un ERP. De esta manera se ahorraba tiempo; era algo perfectamente aceptable siempre y cuando el patólogo no se equivocara al pegar las etiquetas en los correspondientes tubos y no se olvidara de firmarlas.

Pero había un detalle en aquel proceso automatizado que siempre me ponía un poco nerviosa. Inevitablemente sobraban etiquetas porque, por regla general, no se recogían todas las muestras posibles, sobre todo cuando en los laboratorios se acumulaba el trabajo y no había suficiente personal. Yo, por ejemplo, no enviaba muestras de las uñas cuando el difunto era un hombre de ochenta y tantos años que había muerto de un infarto de miocardio mientras recortaba la hierba de su jardín.

¿Qué hacer con las etiquetas sobrantes? No se podían dejar por allí con el riesgo de que alguien las aplicara por error a otros tubos de ensayo. Casi todos los patólogos las rompían. Yo tenía por costumbre guardarlas en la carpeta del caso correspondiente. Era una manera rápida de saber lo que se había analizado y lo que no y cuántos tubos de esto o de aquello se habían enviado efectivamente a los laboratorios.

Wingo cruzó rápidamente la sala y recorrió con el dedo las páginas del registro del depósito de cadáveres. Marino me miró desde el otro extremo de la sala mientras esperaba que se le entregaran las balas del caso de homicidio. Se acercó a mí justo en el momento en que Wingo regresaba.

—Tuvimos seis casos aquel día —me recordó Wingo, dirigiéndose a mí como si Marino no estuviera presente—. El sábado, lo recuerdo. Había muchas etiquetas en el mostrador de allí. Puede que una de ellas...

—No —dije en voz alta—. No veo ninguna posibilidad. No dejé ninguna etiqueta sobrante por ahí. Las tenía con mis papeles, en la tablilla sujetapapeles...

—Mierda —dijo Marino en tono de sorpresa, mirando por encima de mi hombro—. ¿Es lo que yo me imagino?

Quitándome rápidamente los guantes, tomé la carpeta que Wingo sostenía en sus manos y rompí la cinta adhesiva con la uña del pulgar. Dentro había cuatro portaobjetos, tres de los cuales contenían una muestra, pero en ninguno de ellos figuraba la habitual indicación escrita a mano de «O» por «oral», «A» por «anal» o «V» por «vaginal». No había ninguna indicación, exceptuando la etiqueta informatizada en la parte exterior de la carpeta.

—¿No será que le puso la etiqueta, pensando que la iba a usar y después cambió de idea o algo así? —sugirió Wingo.

Tardé un poco en contestar. ¡No podía recordarlo!

—¿Cuándo abrió el frigorífico por última vez? —le pregunté.

Un encogimiento de hombros.

—La semana pasada, quizás el lunes de la semana pasada cuando saqué las cosas para que los doctores las subieran a los laboratorios. El lunes de esta semana no trabajé. Hoy es la primera vez que abro el frigorífico esta semana.

Poco a poco recordé que Wingo había tenido el lunes libre. Yo misma había sacado las pruebas de Lori Petersen del frigorífico antes de girar las acostumbradas visitas de inspección. ¿Y si hubiera olvidado aquella carpeta? ¿Y si, a causa del cansancio, hubiera mezclado las pruebas de Lori Petersen con las de alguno de los cinco casos restantes que habíamos hecho aquel día? ¿Cuál de las carpetas de cartón correspondía realmente a su caso... la que yo había entregado arriba o la que ahora se había encontrado? No podía creerlo. ¡Yo que era siempre tan cuidadosa!

Raras veces llevaba puesto mi mono de trabajo fuera del depósito de cadáveres. Casi nunca. Ni siquiera cuando se hacían simulacros de incendio. Varios minutos más tarde, los auxiliares de laboratorio me miraron con curiosidad mientras bajaba rápidamente por el pasillo del tercer piso con mi mono verde manchado de sangre. Betty se encontraba en su pequeño despacho, haciendo una pausa para tomarse un café. Me echó un vistazo y se quedó helada.

—Tenemos un problema —le dije sin ningún preámbulo.

Betty contempló en silencio la etiqueta de la carpeta.

—Mientras limpiaba el frigorífico, Wingo encontró esto hace unos minutos.

—Oh, Dios mío —se limitó a decir Betty.

Mientras la acompañaba al laboratorio de serología, le expliqué que no recordaba haber etiquetado dos carpetas en el ERP del caso de Lori. Estaba totalmente perpleja.

Betty se puso unos guantes y sacó unos frascos de un armario, tratando de tranquilizarme.

—Yo creo que lo que usted me envió tiene que ser válido. Los portaobjetos coincidían con las torundas y con todo lo que me entregó, Kay. Todo correspondía a un individuo no secretor. Eso tiene que corresponder a unas muestras adicionales que usted no recuerda haber tomado.

Otro estremecimiento de duda. ¿Había utilizado únicamente una carpeta de portaobjetos o no? ¿Podía jurarlo? Los recuerdos del sábado eran borrosos. No podía evocar cada uno de mis pasos con certeza.

—Supongo que aquí no debe de haber torundas, ¿verdad? —preguntó Betty.

—Ninguna —contesté—. Sólo la carpeta de portaobjetos. Es lo único que Wingo ha encontrado.

—Mmm —musitó Betty, reflexionando—. Vamos a ver qué es lo que hay aquí —colocó cada portaobjetos bajo el microscopio de fase y, tras un prolongado silencio, dijo—: Tenemos grandes células escamosas, lo cual significa que podrían ser orales o vaginales, pero no anales. Y... —añadió, levantando la vista— no veo ningún resto de esperma.

—Dios mío —murmuré.

—Probaremos otra vez —dijo Betty.

Abriendo un paquete de torundas esterilizadas, las humedeció con agua y empezó a pasarlas suavemente una por una por cada una de las manchas de cada portaobjetos... tres en total. Después frotó suavemente las torundas contra unos pequeños círculos de papel de filtro de color blanco.

Tomando un cuentagotas, empezó a verter hábilmente gotas de ácido naftilfosfático sobre el papel de filtro. Después utilizó la sal B azul-indeleble. Ambas esperamos la aparición de los primeros indicios de coloración púrpura.

Las manchas no reaccionaron. Seguí con los ojos clavados en ellas cuando ya había pasado el breve período que tardan las manchas en reaccionar, como si con ello pudiera obligarlas a dar positivo y confirmar la presencia de líquido seminal. Quería creer que era una serie adicional de portaobjetos. Quería creer que yo había utilizado dos ERP en el caso de Lori aunque en aquel momento no lo recordara. Quería creer cualquier cosa menos aquello que cada vez estaba más claro.

Los portaobjetos que Wingo había encontrado no correspondían al caso de Lori. No hubieran tenido que existir.

El impasible rostro de Betty me dio a entender que ella también estaba preocupada por más que tratara de disimularlo.

Sacudí la cabeza.

—No parece probable que correspondan al caso de Lori —dijo Betty muy a pesar suyo. Una pausa—. Haré todo lo posible por agruparlas. Comprobaré si se registra presencia de corpúsculos de Barr y cosas así.

—Sí, por favor.

Respiré hondo.

—Los fluidos que aislé del asesino coinciden con las muestras sanguíneas de Lori —añadió Betty, tratando de calmarme—. No tiene por qué preocuparse. No me cabe la menor duda de que la primera carpeta que entregó...

—Pero la duda subsiste —dije en tono abatido.

Los abogados estarían encantados. Los miembros del jurado dudarían de que las muestras correspondieran a Lori; ni siquiera las muestras de sangre merecerían su confianza. Los miembros del jurado dudarían de que las muestras enviadas a Nueva York para las pruebas del ADN fueran auténticas. ¿Quién podría asegurar que no pertenecían a otro cadáver?

Me temblaba levemente la voz cuando le dije a Betty:

—Aquel día tuvimos seis casos, Betty. Tres de ellos exigieron ERP porque eran posibles agresiones sexuales.

—¿Todas mujeres?

—Sí —contesté con un susurro—. Todas eran mujeres.

Tenía grabado en la mente lo que Bill me había dicho el miércoles cuando estaba nervioso y se encontraba bajo los efectos del alcohol. ¿Qué sucedería con aquellos casos si mi credibilidad se viera empañada? No sólo se pondrían en tela de juicio los hallazgos en el caso de Lori sino también los de todos los demás. Estaba completamente acorralada y no tenía escapatoria. No podía negar la existencia de aquella ficha. Y su existencia me impediría jurar ante un tribunal que la cadena de pruebas estaba intacta.

No habría una segunda oportunidad. No podía volver a recoger las muestras y empezar de nuevo desde cero. Las muestras de Lori ya habían sido enviadas al laboratorio de Nueva York. Su cuerpo embalsamado había recibido sepultura el martes. Una exhumación era impensable. No serviría de nada y provocaría una enorme expectación. Todo el mundo querría saber por qué.

Betty y yo miramos simultáneamente hacia la puerta en el momento en que entraba Marino.

—Se me acaba de ocurrir una idea un poco rara, doctora.

Marino hizo una pausa y clavó los ojos en los portaobjetos y los papeles de filtro de la mesa de laboratorio.

Le miré en silencio.

—Yo que usted le enviaría este ERP a Vander. A lo mejor, se lo dejó usted en el frigorífico. Pero a lo mejor, no.

Una sensación de alarma me recorrió el cuerpo antes de experimentar la brusca sacudida de la comprensión.

—¿Cómo? —pregunté, mirándole como si estuviera loco—. ¿Alguien lo pudo haber puesto allí?

Marino se encogió de hombros.

—Yo le estoy sugiriendo simplemente que tenga en cuenta esta posibilidad.

—Pero, ¿quién?

—No tengo ni idea.

—¿Cómo? ¿Cómo es posible? Alguien hubiera tenido que entrar en la sala de autopsias y abrir el frigorífico. Y la carpeta está etiquetada...

Las etiquetas; lo estaba empezando a recordar. Las etiquetas sobrantes del caso de Lori Petersen. Estaban dentro de la carpeta. Nadie había tocado la ficha excepto yo... y Amburgey, Tanner y Bill.

Cuando los tres hombres abandonaron mi despacho al anochecer del lunes, la puerta principal estaba cerrada y asegurada con una cadena. Los tres salieron cruzando el depósito de cadáveres. Amburgey y Tanner se fueron primero y Bill lo hizo un poco más tarde. Tuvimos que dejar el frigorífico abierto para que las funerarias y los equipos de socorro pudieran entregar cuerpos después del horario de oficina. El frigorífico tenía dos puertas, una de las cuales se abría al pasillo mientras que la otra daba acceso a la sala de autopsias. ¿Acaso uno de los hombres había cruzado el frigorífico y había entrado en la sala de autopsias? En un estante junto a la primera mesa había varios montones de equipos de muestras, entre ellos varias docenas de ERP. Wingo siempre procuraba que los estantes estuvieran bien provistos de todo lo necesario.

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