Vander me llamó desde su casa a las siete y media.
—¿Hay algo? —preguntó.
—Le llamaré inmediatamente si hubiera algo.
—No me alejaré del teléfono.
El láser estaba en su laboratorio de arriba, colocado en un carrito y listo para que lo bajaran a la sala de rayos X en caso necesario. Yo me había reservado la primera mesa de autopsias que, a última hora de la víspera, Wingo había dejado limpia como un espejo, colocando a su lado dos carritos con toda suerte de instrumentos quirúrgicos imaginables más un contenedor de recogida de pruebas. La mesa y los carritos no se habían tocado.
Mis únicos casos eran una sobredosis de cocaína de Fredericksburg y un ahogamiento accidental del condado de James City.
Poco después del mediodía, Wingo y yo nos encontrábamos solos, terminando metódicamente nuestro trabajo de la mañana.
La suela de sus zapatillas chirrió sobre los azulejos mojados del suelo mientras él apoyaba el palo de la fregona contra la pared y me decía:
—Corren rumores de que anoche desplegaron a cien policías por la ciudad.
—Esperemos que sirva de algo —contesté, rellenando un certificado de defunción.
—Si yo fuera ese hombre, serviría —Wingo empezó a regar con una manguera una mesa manchada de sangre—. Tendría que estar loco para atreverse a salir. Un policía me dijo que paran a todo el mundo por la calle. Si te ven de noche por ahí, te paran. Y, si ven un automóvil aparcado de noche en algún sitio, anotan el número de la matrícula.
—¿Qué policía? —pregunté, levantando la vista. Aquella mañana no habíamos recibido ningún caso de Richmond y tampoco nos había visitado ningún policía de Richmond—. ¿Qué policía se lo dijo?
—Uno de los que vinieron con el ahogado.
—¿Del condado de James City? ¿Y cómo sabía él lo que había pasado anoche en Richmond?
Wingo me miró con extrañeza.
—Su hermano es policía en la ciudad.
Aparté el rostro para que Wingo no advirtiera mi irritación. Demasiada gente estaba hablando. ¿Un policía cuyo hermano era policía en Richmond le había revelado todo aquello a Wingo, un perfecto desconocido? ¿Qué otras cosas se decían? Se hablaba demasiado. Cualquier comentario inocente me parecía sospechoso, recelaba de todo y de todos.
—Mi opinión es que a este tipo lo hemos asustado —estaba diciendo Wingo—. Y ahora espera a que todo se calme un poco —hizo una pausa mientras el agua chorreaba al suelo desde la mesa—. O eso o anoche volvió a atacar y todavía no se ha descubierto el cuerpo.
No dije nada porque mi irritación estaba aumentando por momentos.
—Aunque no sé —añadió Wingo con la voz amortiguada por el rumor del agua—. Cuesta creer que haya vuelto a intentarlo. Si quiere que le diga la verdad, me parece demasiado arriesgado. Conozco algunas teorías. Dicen que algunos de esos tipos se vuelven muy atrevidos al cabo de algún tiempo y que desconciertan a todo el mundo cuando, en realidad, lo que ellos quieren es que los atrapen. A lo mejor, no puede evitar hacer lo que hace y está pidiendo a gritos que lo detengan.
—Wingo... —dije en tono de advertencia.
—Eso tiene que ser como una enfermedad —añadió como si no me hubiera oído—. Y él sabe que está enfermo, estoy seguro. A lo mejor, está pidiendo que alguien le salve de sí mismo...
—¡Wingo! —dije, levantando la voz. Había cerrado el grifo del agua, pero ya era demasiado tarde. Mis palabras retumbaron como un trueno en la silenciosa sala—. ¡Él no quiere que lo atrapen!
Wingo entreabrió los labios, sorprendido por la aspereza de mi reacción.
—Por Dios, doctora Scarpetta, no quería disgustarla, pero es que yo...
—No estoy disgustada —repliqué bruscamente—. Pero las personas como este bastardo no quieren que las atrapen, ¿de acuerdo? Es un ser antisocial, es un malvado y lo hace porque quiere, ¿de acuerdo?
Mientras las suelas de sus zapatillas chirriaban contra el pavimento, Wingo tomó lentamente una esponja y empezó a secar los costados de la mesa sin mirarme.
Yo le contemplé con expresión abatida, pero él seguía sin levantar la vista.
Me sentía avergonzada.
—¿Wingo? —dije, apartándome del escritorio—. ¿Wingo? —él se me acercó a regañadientes y yo le rocé levemente el brazo—. Le pido perdón. No tengo ningún motivo para enfadarme con usted.
—No se preocupe —dijo él, mirándome con inquietud—. Sé la angustia que está pasando. Me enfurece tener que estar aquí todo el día sin saber qué hacer. Le están cayendo encima tantas cosas últimamente y yo sin poder hacer nada. Quisiera... bueno, quisiera poder hacer algo...
¡Conque era eso! No había herido sus sentimientos sino que más bien había aumentado sus preocupaciones. Wingo estaba preocupado por mí. Sabía que yo no era la misma de siempre y que tenía los nervios a flor de piel. A lo mejor, todo el mundo se daba cuenta. Las filtraciones, la manipulación del ordenador, los portaobjetos erróneamente etiquetados. A lo mejor, a nadie le sorprendería que me acusaran de incompetencia...
«Se veía venir —diría la gente—. Estaba desquiciada.»
No conseguía dormir bien. Incluso cuando intentaba relajarme, mi mente era una máquina que no se podía desconectar. Funcionaba sin interrupción hasta recalentarme el cerebro y dejarme los nervios destrozados.
La víspera había tratado de animar a Lucy, llevándola a cenar y a ver una película. Mientras estábamos en el restaurante y el cine, temí que, de un momento a otro, se disparara mi buscapersonas, y me pasé el rato comprobando a cada dos por tres que las pilas estuvieran todavía cargadas.
No me fiaba del silencio.
A las 3 de la tarde dicté dos informes de autopsia y destruí un montón de grabaciones de dictados. Mientras me dirigía al ascensor, oí que sonaba el teléfono de mi despacho y regresé a toda prisa para atenderlo.
Era Bill.
—¿Sigue en pie nuestra cita?
No pude decir que no.
—Me muero de ganas de verte —contesté con un entusiasmo que no sentía—. Pero no estoy muy segura de que merezca la pena que escribas a tu casa, hablando de mí.
—Pues entonces no escribiré a mi casa.
Abandoné mi despacho.
Era un día soleado y caluroso. El césped que rodeaba el edificio de mi departamento estaba empezando a secarse y, mientras regresaba a casa en mi automóvil, oí por la radio que la cosecha de tomates se iba a perder en caso de que no lloviera. Había sido una primavera muy curiosa e inestable. Los días soleados y ventosos eran sustituidos por un siniestro ejército de negras nubes que cubrían inesperadamente el cielo. Los relámpagos estallaban de repente sobre la ciudad y la lluvia caía a cántaros. Era como arrojar un cubo de agua al rostro de un hombre sediento... todo ocurría con tanta rapidez que ni siquiera podía beber una gota.
A veces, me llamaban la atención ciertos paralelismos de la vida. Mis relaciones con Bill se parecían un poco al tiempo. Él irrumpía con fuerza mientras que yo aspiraba a una suave y apacible lluvia que pudiera apagar los anhelos de mi corazón. Quería ver a Bill aquella noche y no quería verle.
Fue puntual como siempre y se presentó exactamente a las cinco.
—Es bueno y es malo —comentó mientras ambos nos encontrábamos en el patio de atrás de mi casa, encendiendo el fuego de la parrilla.
—¿Malo? —pregunté—. No hablarás en serio, Bill.
El sol formaba un ángulo agudo y todavía calentaba, pero las nubes lo ocultaban de vez en cuando, haciéndonos pasar de la sombra a la luz. Se había levantado un poco el viento y parecía que iba a llover.
En mangas de camisa, Bill se enjugó el sudor de la frente y me miró con los ojos entornados. Una ráfaga de viento agitó las hojas de los árboles y se llevó una servilleta de papel al otro lado del patio.
—Malo porque el hecho de que se esté quieto puede significar que ha abandonado esta zona, Kay.
Nos apartamos de las brasas de la parrilla y bebimos cerveza directamente de la botella. No podía soportar la idea de que el asesino se hubiera ido a otro sitio. Lo quería tener allí. Por lo menos, estábamos familiarizados con su actuación. Mi mayor inquietud era que empezara a atacar en otras ciudades donde los investigadores y los forenses no supieran lo que yo sabía. Nada era más pernicioso para una investigación que una falta de coordinación entre las distintas jurisdicciones. Los policías defendían celosamente sus territorios. Cada investigador aspiraba a practicar la detención y creía que él sabría resolver el caso mejor que nadie hasta el extremo de considerar que un caso le pertenecía.
Supongo que yo tampoco me libraba de aquel defecto. Las víctimas se convertían en mis pupilas y su única esperanza de alcanzar justicia era que el asesino fuera apresado y juzgado en mi territorio. Una persona sólo puede ser acusada de un determinado número de asesinatos, por lo que una condena en otro lugar podía impedir que fuera juzgado aquí. La idea era indignante. Sería como si los asesinatos de las mujeres de Richmond hubieran sido un mero ejercicio de precalentamiento y todos nuestros esfuerzos hubieran sido vanos. Puede que todo lo que me estaba ocurriendo también fuera vano.
Bill roció el carbón con un poco más de líquido de mechero. Se apartó de la parrilla y me miró con el rostro arrebolado por el calor.
—¿Qué tal tu ordenador? —me preguntó—. ¿Alguna novedad?
Vacilé. Era absurdo que tratara de disimular. Bill sabía que no había acatado la orden de Amburgey y que no había cambiado la contraseña ni hecho nada para «asegurar» mis datos. Bill estaba a mi lado cuando la noche del lunes había activado la respuesta modem, dejando conectado el eco como si quisiera invitar al trasgresor a volver a probarlo. Tal como efectivamente quería que hiciera.
—Parece que nadie ha vuelto a tocar nada, si te refieres a eso.
—Curioso —musitó Bill, tomando otro sorbo de cerveza—. No tiene mucho sentido. Lo más lógico sería que la persona intentara recuperar el caso de Lori Petersen.
—No está introducido en el ordenador —le recordé—. No se introducirá ningún nuevo dato en el ordenador mientras los casos se hallen en fase de investigación activa.
—O sea que el caso no está en el ordenador. Pero, ¿cómo podrá saberlo ella si no mira?
—¿Ella?
—Ella, él... quien sea.
—Bueno, pues ella... él... o quien sea lo intentó la primera vez y no pudo sacar el caso de Lori.
—Eso no tiene demasiado sentido, Kay —repitió Bill—. Bien mirado, tampoco tiene demasiado sentido que alguien lo intentara la primera vez. Cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos sobre la entrada de datos en los ordenadores hubiera comprendido que un caso cuya autopsia se había practicado un sábado no era probable que estuviera el lunes en la base de datos de la oficina.
—Quien no se arriesga no gana —musité.
Me sentía nerviosa en compañía de Bill. No lograba relajarme ni entregarme por entero a lo que hubiera tenido que ser una agradable velada.
Unas gruesas chuletas escabechadas esperaban en la cocina al lado de una botella de vino tinto. Lucy estaba preparando la ensalada y se encontraba bastante animada teniendo en cuenta que no había recibido la menor noticia de su madre, la cual andaba por esos mundos de Dios con su ilustrador. En sus fantasías, la niña había empezado a creer que nunca tendría que irse e incluso había comentado lo bonito que sería cuando el «señor Boltz» y yo «nos casáramos».
Más tarde o más temprano, me vería obligada a estrellar sus sueños contra la dura roca de la realidad. Tendría que regresar a casa en cuanto su madre volviera a Miami, y Bill y yo no nos íbamos a casar.
Empecé a estudiar a Bill como si fuera la primera vez. Estaba contemplando con expresión ensimismada el carbón encendido y sostenía con ambas manos la botella de cerveza, mientras el vello de sus brazos brillaba como los dorados granos de polen iluminados por el sol. Le veía a través de un velo de humo y calor cada vez más tupido, el cual me parecía un símbolo de la creciente distancia que se interponía entre nosotros.
¿Por qué se había suicidado su mujer, utilizando su pistola? ¿Fue simplemente un gesto utilitario, porque la pistola de su marido era el medio que tenía más a mano para matarse? ¿O fue su manera de castigarle por unos pecados que yo ignoraba?
Su mujer se había disparado en el pecho estando incorporada en la cama... la cama que ambos compartían. Apretó el gatillo aquel lunes por la mañana a las pocas horas, tal vez a los pocos minutos, de haber hecho el amor con su marido. Su ERP había dado positivo en la prueba de esperma. Su cuerpo aún despedía unos leves efluvios de perfume cuando la examiné en el lugar de los hechos. ¿Qué debió de decirle Bill antes de salir hacia el trabajo?
«Que esta tierra cubra a Kay...»
Parpadeé y vi que Bill me estaba mirando fijamente.
—¿Dónde estabas? —me preguntó, rodeándome el talle con su brazo mientras yo percibía su aliento contra mi mejilla—. ¿Me dejas entrar?
—Estaba pensando.
—¿A propósito de qué? No me digas que es algo relacionado con el departamento...
Decidí soltarlo.
—Bill, faltan unos papeles en las carpetas de los casos que tú, Amburgey y Tanner estuvisteis examinando el otro día...
La mano que me acariciaba la región lumbar se quedó inmóvil. Noté su enojo en la presión de sus dedos.
—¿Qué papeles?
—Pues la verdad es que no estoy muy segura —repliqué temerosamente. No me atrevía a concretar, no me atrevía a mencionarle la etiqueta que faltaba en la ficha de Lori Petersen—. No sé si tal vez tú viste por casualidad que alguien recogía algo...
Bill apartó bruscamente el brazo y exclamó:
—Mierda. ¿Es que no puedes quitarte estos malditos casos de la cabeza aunque sólo sea por una maldita noche?
—Bill...
—Ya basta, ¿vale? —Bill se introdujo las manos en los bolsillos de sus calzones cortos y apartó la mirada—. Por Dios bendito, Kay. Me estás volviendo loco. Ellas han muerto. Estas mujeres están totalmente muertas. Muertas. ¡Muertas! Entérate de una vez. Tú y yo estamos vivos. La vida sigue. O, por lo menos, tendría que seguir. Como no dejes de obsesionarte, estos casos acabarán contigo... acabarán con nosotros...
Aun así, mientras Bill y Lucy charlaban sobre cosas intrascendentes durante la cena, yo me pasé el resto de la velada prestando atención por si sonara el teléfono. Esperaba que sonara. Esperaba una llamada de Marino.
Cuando sonó a primera hora de la mañana, la lluvia azotaba mi casa y yo estaba durmiendo aunque no a pierna suelta, pues mis fragmentarios e inquietantes sueños no me habían permitido descansar demasiado.