Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—Bueno, vamos a verla.
Subieron al primer piso, donde Hannah tenía su propio saloncito de descanso. Allí la encontraron sentada en un amplio sillón de alto respaldo y con una Biblia abierta sobre las rodillas. Ni siquiera alzó la mirada al entrar los dos desconocidos. Continuó leyendo para sí, aunque esta vez en voz alta.
—Dejad que ascuas encendidas caigan sobre sus cabezas y los sepulten en el Averno para que no puedan volver a levantarse jamás.
—¿Puedo hablar con usted unos minutos? —preguntó Tommy.
Hannah hizo un impaciente gesto con la mano.
—No es el momento oportuno —respondió—. El tiempo apremia.
Seguiré a mis enemigos y no me volveré hasta haberlos alcanzado y destruido
. Así está escrito. La palabra del Señor ha llegado hasta mí. Soy el azote del Señor.
—¿No te lo he dicho? —murmuró Tuppence al oído de su marido—. Loca como un cencerro.
Tommy cogió un libro que yacía abierto y boca abajo sobre una mesa. Miró el título, lo cerró y se lo puso tranquilamente en el bolsillo.
De pronto la vieja se levantó y se volvió a ellos en actitud amenazadora.
—¡Salgan de aquí! ¡La hora se acerca! El viento sopla hacia donde él quiere. Así destruyo yo. Perecerán los impíos. Ésta es la morada del mal, ¡del mal, lo digo yo! ¡Guardaos de la cólera del Señor, cuyo instrumento soy!
Avanzó furiosa y Tommy, juzgando prudente no llevarle la contraria, optó por retirarse. Desde la puerta la vio sentarse de nuevo y continuar con la lectura.
—Me gustaría saber si esta vieja ha estado siempre así—dijo pensativo al abandonar la estancia.
De pronto sacó el libro que había guardado en el bolsillo y se lo entregó a Tuppence, diciendo:
—Fíjate en eso, y dime si no es lectura un tanto extraña para una criada ignorante.
—
Materia Médica
—leyó Tuppence—. Por Edward Logan. Un libro relativamente antiguo. ¿Qué te parece si nos fuésemos a ver a miss Logan? Dijo el doctor que se hallaba fuera de todo peligro.
—¿Quieres que se lo digamos a miss Chilcott?
No. ¿Para qué? Más vale que nos hagamos anunciar por medio de una cita.
Después de una breve espera, les anunciaron que miss Logan estaba dispuesta a recibirles. Entraron en una espaciosa alcoba cuyas ventanas daban al jardín. En la cama estaba acostada una anciana de blancos cabellos y una cara de facciones delicadas en las que se veían las huellas de un prolongado sufrimiento.
—He estado muy enferma —dijo con voz débil—, y no puedo hablar mucho tiempo. Ellen me dice que son ustedes detectives. Eso quiere decir que Lois fue a consultarles, ¿verdad? Me dijo que pensaba hacerlo.
—Es cierto, miss Logan —respondió Tommy—. Seremos lo más breves posible, pero quisiéramos que contestara a unas cuantas preguntas. ¿Cree usted que la criada Hannah está en sus cabales?
—¡Naturalmente! Quizá peque de un exceso de religiosidad, pero... nada más.
Tommy mostró el libro que había encontrado en el cuarto de aquélla.
—¿Es esto suyo, miss Logan?
—Sí. Perteneció a mi padre, que era un eminente doctor. Fue uno de los introductores de la sueroterapia. En la débil voz de la anciana vibraba una nota de orgullo.
—Ya decía yo que recordaba ese nombre —mintió piadosamente Tommy—. ¿Se lo dejó usted a Hannah por casualidad?
—¿Yo? ¿A Hannah? —replicó la anciana irguiéndose con altivez—. ¿Acaso lo habría entendido? Todo cuanto hay en él es eminentemente técnico.
—Sí, ya lo he visto. Pero lo cierto es que lo encontré en las habitaciones de Hannah.
—¡Es una vergüenza! —añadió miss Logan—. Les tengo dicho que no me gusta que los criados anden tocando mis cosas.
—¿Dónde cree usted que debería estar?
—En el estante de mi saloncito de descanso. Espere... Es posible que me lo pidiera Mary. Esta muchacha ha sido siempre muy aficionada a la herboristería. Ya lleva hechos uno o dos ex-perimentos en mi pequeña cocina. Porque tengo mi cocinilla propia, ¿no lo sabe?, donde acostum-bro a hacer licores y conservas según la antigua usanza. La querida Lucy, me refiero a lady Radcliffe, estaba enamorada de una tisana que yo preparaba para sus resfriados. La pobre Lucy era muy propensa a los constipados. Y también Dennis. ¡Pobre Dennis! Su padre era primo hermano mío.
Tommy interrumpió súbitamente esta clase de divagaciones.
—¿Dice usted que esa cocinilla es suya? ¿Hay alguien más que la use, aparte de miss Chilcott y de usted, como es natural?
—Sí, Hannah acostumbra a hacer aquí nuestro té matinal.
—Gracias, miss Logan —dijo Tommy—. Es cuanto tengo que preguntarle de momento y espero no haberla fatigado en exceso.
Abandonaron la alcoba y descendieron de nuevo al piso inferior.
—Aquí hay algo que no acabo de comprender —dijo Tommy frunciendo el ceño.
—A mí me da miedo la casa —contestó Tuppence, que no pudo reprimir un involuntario estremecimiento—. Más vale que salgamos a ver si el aire puro nos despeja un poco y podemos pensar con mayor claridad.
Tommy asintió, y el matrimonio se puso en marcha. Fueron primero a casa del doctor, donde dejaron la copa en que Dennis bebió su último combinado. Después se dedicaron a caminar a campo traviesa, discutiendo punto por punto todos los aspectos del caso.
—No sé por qué —arguyó Tommy—, pero me siento un poco culpable de lo ocurrido.
—¡Niñerías! —respondió Tuppence—. ¿Acaso no has hecho lo que has podido? ¿No recomendaste a Lois Hargreaves que pusiera el asunto en manos de Scotland Yard? De no haber venido a nosotros, puedes tener la seguridad de que tampoco hubiese hecho nada.
—Y el resultado habría sido el mismo. Sí, tienes razón, Tuppence. Es morboso reprocharse a sí mismo cosas que en realidad no se pueden evitar. Lo único que ahora quisiera es dar con la clave de este misterio.
—Lo cual no es tan fácil como parece.
—Tú lo has dicho. Son muchas las posibilidades, pero ninguna consigue llegar a la categoría de probable. Una de ellas, por ejemplo, la de que hubiese sido Dennis Radcliffe quien pusiera el veneno en los emparedados. Sabía de antemano que no iba a estar presente en el té. Todo perfectamente admisible, ¿verdad?
—Sí —replicó Tuppence—, pero contra eso hay el hecho de que él mismo resultó envenenado, lo cual le elimina por completo de la lista de sospechosos. Hay una persona, sin embargo, que no debemos olvidar ni por un momento, y ésta es Hannah.
—¿Hannah?
—Hay personas que cometen toda suerte de rarezas cuando están atacadas de manía religiosa.
—Es cierto, y creo que debiéramos poner nuestras dudas en conocimiento del doctor Burton.
—Pero, según miss Logan —prosiguió Tuppence—, nunca, con seguridad, había dado muestras de perturbación mental.
—Es así precisamente cómo esta enfermedad se manifiesta en cierta clase de sujetos. A lo mejor se pasan años sin mostrar más síntomas que el de cantar himnos, pongo por caso, encerrados en sus habitaciones, y de pronto y sin causa justificada alguna, se tornan violentos y cometen toda suerte de atrocidades.
—Existen, en realidad, más pruebas contra Hannah que contra cualquier otra —dijo pensativa Tuppence—; pero tengo una idea. Se detuvo.
—Di... —le animó a proseguir Tommy.
—No es totalmente una idea. Se trata más bien de un prejuicio.
—¿Un prejuicio contra alguien?
Tuppence asintió con un significativo movimiento de cabeza.
—Tommy, ¿te gustó Mary Chilcott? Tommy reflexionó unos instantes.
—Creo que si —respondió—. Me dio la sensación de ser una muchacha cabal y práctica, quizá demasiado práctica, pero digna de toda confianza.
—¿No te extrañó un poco verla tan tranquila y como si nada hubiese ocurrido?
—Sí, pero eso más que perjudicarla la favorece. De haber hecho algo, sin duda se habría mostrado más inquieta y preocupada.
—También yo lo creo así —dijo Tuppence—. De todos modos, no veo qué ventaja podría haber sacado de esa masacre.
—Supongo que las criadas nada tendrán que ver con este asunto.
—No creo. Lo que sí me gustaría saber es cómo era Esther Quant, la camarera. Oye, ¿te fijaste en una serie de manchitas encarnadas que miss Logan tenía en el brazo?
—No. ¿Qué tienes que decir de ellas?
—Nada, sino que parecían señales de inyecciones hipodérmicas —contestó Tuppence.
—Se las habrá puesto, sin duda, el doctor.
—¿Tantas? —¿Por qué dices «tantas»?
—Porque eran por lo menos treinta o cuarenta.
—Quién sabe si es aficionada a los estupefacientes... —sugirió Tommy.
—Fue en lo primero que pensé —respondió Tuppence—, pero en los ojos no tenía ese extraño fulgor que generalmente acompaña al uso de la cocaína o de la morfina. Además, no me parece el tipo apropiado para esa clase de degeneraciones.
—Es verdad —convino Tommy.
—Esto está resultando más difícil de lo que me figuré —dijo Tuppence—. Hemos hablado y hablado, pero no adelantamos un solo centímetro de terreno. Lo mejor es que pasemos ahora mismo por la casa del doctor.
Al llegar a ella abrió la puerta un joven larguirucho de unos quince años de edad.
—¿Míster Blunt? —inquirió—. Sí, el doctor ha salido; pero dejó esta nota para usted.
Le entregó un papel que Tommy abrió sin perder un instante. Decía así:
Querido míster Blunt:
Hay motivos para creer que el veneno fue el ricino, foxal-bumosa vegetal de gran potencia. Sírvase guardar reserva sobre este particular de momento.
—¿Ricino? —murmuró—. ¿Sabes algo de él, Tuppence? Tú estabas versada en todas estas materias.
—¿Ricino? —se preguntó ella, pensativa—. Sí, creo que se extrae del aceite del mismo nombre.
—Y que, dicho sea de paso, no fue nunca santo de mi devoción —comentó Tommy—. Y con lo que acabo de enterarme, mucho menos.
—El aceite está bien; pero el ricino en sí puede extraerse directamente de las mismas semillas de la planta. Creo haber visto algunas de éstas en el jardín esta mañana, unas plantas grandes con hojas muy lustrosas y brillantes.
—¿Quieres decir que alguien se entretuvo en extraer el veneno en esta misma casa? ¿No habrá sido Hannah? Tuppence movió negativamente la cabeza.
—No, es demasiado ignorante para intentar hacer una cosa así.
De pronto, Tommy lanzó una exclamación.
—¡El libro! —dijo—. ¿Lo tendré todavía en el bolsillo? Sí, aquí está.
Lo sacó y se puso a hojear ansiosamente las páginas.
—¿Puedes descifrar algo de estos jeroglíficos que hay aquí? —preguntó—. Yo, no.
—Sí, hombre, está tan claro como el agua —contestó Tuppence.
Se puso a caminar abstraída en la lectura y con una mano sobre el hombro de Tommy, que le servía como de lazarillo. Después de un buen rato cerró el libro con estrépito. Habían llegado de nuevo a la casa.
—Tommy, deja este asunto en mis manos. Por una vez quiero ser el toro que lleva ya más de veinte minutos en la arena. Tommy asintió.
—Bien. Tú serás la capitana de la nave —dijo con seriedad—. Es preciso llegar pronto al fondo de este misterio.
—Primeramente —explicó Tuppence al mismo tiempo que cruzaban el umbral de la fatídica morada—, deja que entre sola a hacerle unas cuantas preguntas a miss Logan.
Subió las escaleras seguida de Tommy, que se detuvo en el descansillo. Después de golpear con los nudillos en la puerta, Tuppence penetró resueltamente en la estancia.
—¡Ah!, ¿es usted, querida? —exclamó la enferma—. ¿No le parece que es demasiado joven y bonita para desempeñar un cargo tan repulsivo como el de detective? ¿Ha encontrado usted algo?
—Sí —contestó Tuppence—, bastante.
Miss Logan la miró expectante.
—De bonita sé muy bien que no tengo nada —comentó Tuppence—, y aunque joven, debo decirle que he prestado servicios como enfermera durante la guerra y conozco, por lo tanto, algo acerca de la sueroterapia. Sé, por ejemplo, que cuando el ricino es inyectado hipodérmicamente, y en pequeñas dosis, en el organismo, se consigue la inmunización del sujeto sometido al experimento. Usted también lo sabe, miss Logan, y por eso se ha estado inyectando ricino durante algún tiempo. Para poder someterse sin peligro al mismo envenenamiento que sufrieron los demás. Usted ayudaba a su padre en su trabajo y conocía las propiedades del ricino y hasta el modo de extraerlo de las semillas de la planta. Usted escogió precisamente el día en que Dennis salió a tomar el té fuera de casa. ¡Claro! No convenía que fuese envenenado al mismo tiempo que los demás por temor a que su muerte ocurriese antes que la de Louis Hargreaves. Muriendo ella primero, él heredaba una fortuna que a su muerte, pasaría, indudablemente, a poder de su pariente más próximo. ¿Quién? No se olvide que usted misma nos dijo esta mañana precisamente el parentesco que le unía con los Radcliffe.
La anciana se quedó mirando a Tuppence con ojos centelleantes.
De pronto, una figura siniestra apareció en el umbral de la puerta que comunicaba con la habitación contigua. Era Hannah, que llevaba en la mano una antorcha encendida que agitaba amenazadora-mente.
—La verdad ha hablado. Ésa es la malvada. La vi leyendo un libro, sonreírse para sí, y supuse lo que estaba pensando. Encontré después libro y página, que nada decían para mí. Pero la voz del Señor ha sonado en mi oído. Esta mujer odiaba a mi señorita Lois. Pero los réprobos han de perecer consumidos por el fuego, y aquí estoy para cumplir las órdenes del Señor.
Dando un salto se dirigió presurosa al lecho ocupado por la anciana, la cual, asustada, empezó a proferir aullidos de espanto.
—¡Llévensela de aquí, llévensela! —gritó—. ¡Es cierto lo que dice, pero llévensela!
Tuppence se lanzó sobre la iracunda Hannah, pero antes de que consiguiese arrancar la antorcha de sus manos y apagarla contra el suelo, ésta había conseguido prender fuego a los cortinajes que pendían sobre la cama. Sin embargo, la conmoción llegó a oídos de Tommy, que penetró rápidamente en la estancia y, arrancando las colgaduras, consiguió evitar que el fuego se propagara al resto de los objetos que había en la alcoba. Después acudió en ayuda de Tuppence y entre los dos lograron subyugar a Hannah en el momento en que el doctor, advertido del estrépito, subía apresuradamente las escaleras.
Pocas palabras fueron suficientes para ponerle al corriente de los hechos.
Corrió al lado de miss Logan, pero al tomarle el pulso lanzó una pequeña exclamación.