Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
La muchacha clavó en su cara una mirada vidriosa, acompañada de profundos y palpitantes suspiros que presagiaban un próximo y fatal desenlace. Después entreabrió los labios.
—Fue Bingo —susurró con voz casi imperceptible. Al terminar de pronunciar estas palabras dobló la cabeza, que fue a caer pesadamente sobre el pecho de Tuppence.
Entró Tommy acompañado de dos hombres. El más corpulento de los dos se adelantó con aire autoritario como si la palabra «doctor» estuviese escrita por todo su cuerpo.
—Creo que ha muerto —dijo Tuppence con voz grave y depositando suavemente en el suelo su carga. El doctor hizo un rápido examen.
—Sí —comenzó—, nada podemos hacer ya por ella. Mejor será dejar las cosas tal cual están hasta que llegue la policía. ¿Cómo ocurrió esto?
Tuppence lo explicó, omitiendo, como es natural, las razones que le habían impulsado a inmiscuirse en el asunto.
—Es curioso el caso —comentó el doctor—. ¿Y dice usted que el hombre llevaba un disfraz? ¿Podría reconocerle si por casualidad se lo encontrara de nuevo? ¿Sería posible?
—Me temo que no. ¿Y tú, Tommy?
—Tampoco. Sin embargo, tenemos la pista de su disfraz —contestó Tommy.
—Lo primero que debe hacerse es tratar de identificar a esta pobre mujer —suspiró el doctor—. Pero, en fin, este asunto corresponde a la policía dilucidarlo. No creo que el caso presente ninguna dificultad. ¡Hombre, parece que aquí vienen!
Eran ya más de las tres cuando el matrimonio, cansado y mohíno, llegó a su casa. Pasaron horas antes de que Tuppence lograra conciliar el sueño. La imagen de aquella muchacha con el horror pintado en sus pupilas no podía borrarse de su memoria.
Por fin quedó dormida. Despertó bien entrada la mañana sólo para encontrar a su esposo ya vestido y en pie junto a la cama.
—Despierta, preciosidad. El inspector Marriot y otro señor desean verte con urgencia.
—¿Qué hora es?
—Cerca de las once. Voy a llamar a Alice para que te traiga una taza de café.
—Sí, hazlo, por favor. Y dile al inspector que estaré con él dentro de diez minutos.
Un cuarto de hora después entró presurosa en el saloncillo. El inspector Marriot, que estaba sentado con gran seriedad, se levantó para saludarla.
—Buenos días, mistress Beresford. Aquí le presento a sir Arthur Merivale.
Tuppence estrechó la mano que le tendía un caballero alto y delgado de esquiva mirada y cabello gris.
—Se trata del triste incidente de ayer noche —dijo el inspector—. Quiero que sir Arthur oiga de sus propios labios lo que ayer me contó. Las palabras que la pobre señora pronunció antes de morir. Sir Arthur es un hombre difícil de convencer.
—No puedo creer —dijo el otro—, ni creeré jamás que Bingo Hale haya tocado un solo pelo de la ropa de Veré.
—Hemos hecho algunos progresos desde anoche, mistress Beresford. Primero de todo logramos identificar el cadáver. Se trata de lady Merivale. Inmediatamente nos pusimos en contacto con sir Arthur, que se presentó en el depósito y reconoció el cuerpo al instante y quedó, como es natural, horrorizado. Después le pregunté si conocía a alguien con el nombre de Bingo.
—Tenga en cuenta, mistress Beresford —dijo sir Arthur—, que el capitán Hale, conocido entre sus amistades con el nombre de Bingo, es el mejor amigo que yo tengo. Puede decirse que vive con nosotros. Estaba en mi casa cuando le arrestaron esta mañana. Estoy seguro de que han cometido ustedes un error; que no fue su nombre el que pronunciara mi esposa.
—No hay equivocación posible —replicó Tuppence con dulzura—. Recuerdo muy bien sus palabras: «Fue Bingo».
—¿Lo ve usted, sir Arthur?
El desgraciado marido se desplomó sobre una de las sillas y se cubrió el rostro con las manos.
—Es increíble —exclamó—. ¿Qué motivo pudo haberle obligado a cometer un acto así? ¡Oh!, sé lo que usted piensa, inspector Marriot. Cree que Hale era el amante de mi esposa. Pero aunque así fuera, cosa que no admito ni por un solo momento, ¿qué razones pudo tener Bingo para matarla?
—No es muy correcto lo que voy a decir, pero me consta que el capitán Hale ha estado, durante estos últimos tiempos, haciendo la corte a una joven estadounidense, poseedora de una gran fortuna, por cierto. Si lady Merivale hubiese querido mostrarse
desagradable
, hubiese podido fácilmente estropear esa boda.
—Esto es un insulto —dijo sir Arthur poniéndose súbitamente en pie.
El otro trató de calmarle con un gesto.
—Le ruego que me perdone, si Arthur, pero sé muy bien lo que me digo. Me dice que usted y el capitán Hale decidieron asistir a esa fiesta. Su esposa estaba ausente, según creo, en uno de sus tantos visiteos, y usted no tema la menor idea de que pudiera encontrarse allí presente.
—Así es.
—¿Quiere usted, mistress Beresford, enseñarle el anuncio de que me habló?
Tuppence hizo lo que le pedía.
—Esto, a mi juicio, está claro como el agua. Fue insertado por el capitán para llamar la atención de su esposa. Habían ya convenido de antemano en encontrarse allí. Pero usted decidió hacerlo solo el día anterior, así es que hubo necesidad de advertirla. Esto explica la frase de «imprescindible achicarse al rey». Usted encargó su disfraz a última hora en una ropería de teatro, mientras que el del capitán Hale consistía en uno de manufactura completamente casera. Iba de «caballero disfrazado de periódico». ¿Sabe usted, sir Arthur, lo que encontramos entre los crispados dedos del cadáver de su esposa? Un pequeño fragmento arrancado de uno de los periódicos. He dado orden a uno de mis hombres para que vaya a su casa y se hagan con el disfraz del capitán. Con toda seguridad estará ya en Scotland Yard cuando yo vuelva. Si en él encontramos un desgarro que encaje perfectamente con el pedazo que nosotros tenemos, querrá decir que el caso ha tocado a su fin.
—No lo encontrarán —afirmó categóricamente sir Arthur—. Conozco muy bien a Bingo Hale.
Después de presentar sus disculpas por las molestias que hubieran podido ocasionar, ambos visitantes se despidieron de Tuppence.
En la noche de aquel mismo día volvió a sonar el timbre de la puerta, y al abrir, y con gran sorpresa del matrimonio, vieron aparecer en ella a la conocida figura del inspector Marriot.
—Supuse que a los brillantes detectives de Blunt les interesaría estar al tanto de los últimos detalles de la investigación —dijo dibujando algo que por lo visto quería parecer una sonrisa.
—Así es —contestó Tommy—. ¿Un traguito? Colocó hospitalariamente botella y vaso al alcance de la mano del inspector.
—Éste es uno de esos casos que no admite duda —explicó después de haberse metido entre pecho y espalda una buena dosis de licor—. La daga era propiedad de la señora, y la idea, evidentemente, era de hacer pasar el hecho como un suicidio. La presencia de ustedes, sin embargo, en el lugar del crimen, echó por tierra todo este bien premeditado plan. Hemos encontrado cartas en abundancia, lo cual quiere decir que el
affaire
, con el marido en la clásica higuera, como de costumbre, no es reciente ni mucho menos. Al fin hemos dado con el último eslabón...
—¿Con el último qué? —preguntó Tommy. —Con el último eslabón de la cadena, el fragmento del
Daily Leader
. Encaja perfectamente con el disfraz que hemos encontrado. Ya lo he dicho, un caso claro como la luz. Y a propósito, he traído conmigo unas fotografías del pedazo de la hoja de la que fue arrancado, con la seguridad de que habría de interesarles. Es raro encontrar un caso en que todas las pruebas parezcan señalar al asesino.
—Tommy —dijo Tuppence después de que su marido volviera de acompañar hasta la puerta al representante de Scotland Yard—, ¿por qué crees tú que el inspector Marriot no cesa de repetir que el caso este es de los más claros que pueda darse?
—No lo sé. Quizá por presunción.
—Nada de eso. Está tratando con ello de picarnos el amor propio. Tú sabes, Tommy, que los carniceros conocen muy bien lo que es la carne.
—¡Claro! Pero, ¿qué tiene eso que ver con...?
—Y los verduleros las verduras y los pescadores el pescado, ¿verdad? —prosiguió Tuppence para no perder el hilo de su razonamiento—. Pues bien, los detectives, me refiero a los profesionales, saben muy bien todo lo referente al crimen y saben distinguir perfectamente entre lo verdadero y lo falso. La experiencia y los conocimientos de Marriot le dicen claramente que el capitán Hale no es ningún asesino. Y, sin embargo, todas las pruebas parecen estar en su contra. Como último recurso, Marriot trata de pincharnos para ver si conseguimos recordar algún otro detalle que pudiera lanzar un poco más de luz sobre el estado en que actualmente se encuentran las cosas. Tommy, ¿por qué no puede ser un suicidio, después de todo?
—No olvides lo que ella misma te dijo.
—Sí, es cierto, pero trata de enfocar el asunto desde otro punto de vista. De que quizá fuera la conducta de Bingo lo que la impulsó a quitarse la vida.
»Vamos a ver esas fotografías de Marriot. Me olvidé de preguntarle cuáles eran las declaraciones que había hecho Hale sobre el asunto.
—Se lo pregunté yo en el vestíbulo hace un momento. Hale declaró no haber hablado con lady Merivale en aquella fiesta. Dice que alguien le puso un papel en la mano en el que había escrito: «No intentes hablarme esta noche; Arthur sospecha». No pudiendo mostrar dicha nota, la declaración carece por completo de verosimilitud. Además, tú y yo
sabemos
muy bien que ambos estuvieron juntos en El As de Espadas, puesto que les vimos.
Tuppence hizo un gesto de asentimiento y se puso a contemplar atentamente las fotografías. Una era la de un pequeño fragmento de papel con el título de DAILY LEA... (el resto de las letras habían sido separadas por el desgarrón). La otra era la de la página frontal del mismo diario en cuya parte superior aparecía el hueco que dejara el fragmento separado. Fragmento y hueco parecían encajar a la perfección.
—¿Qué son esas marcas que aparecen en uno de los lados? —preguntó Tommy.
—Nada. Puntos de costura donde unas hojas se empalman con las otras.
—¡Ah! Creía que sería alguna otra combinación de circulitos como los que ayer te enseñé —dijo Tommy.
Al ver a Tuppence callada, con los labios entreabiertos y la mirada fija en el vacío, experimentó un ligero sobresalto.
—Tuppence —le habló con dulzura, sacudiendo ligeramente uno de sus brazos—, ¿qué te pasa? Parece que te vaya a dar algo.
Pero Tuppence continuó inmóvil. Después exclamó con voz inexpresiva.
—Denis Riordan.
––¿Qué?
—Lo que tú dijiste. Una inocente observación y... Tommy, tráeme todos los
Daily Leader
de esta semana.
—¿Qué te propones?
—Ahora voy a ser McCarty. He estado dándole vueltas al asunto como una tonta, pero al fin creo que he dado con la clave. Ésta es la página frontal de la edición del martes. Creo recordar que precisamente en los diarios de dicho día aparecían dos circulitos en la L de LEADER. Éste tiene uno en la D de DAILY... y uno también en la L. Tráeme esos periódicos que te he dicho y trataremos de asegurarnos.
Hicieron ansiosamente las comparaciones. Tuppence tenía la edición del martes.
—Pero, por Dios, Tuppence, no tenemos una absoluta seguridad. Podía haberlo sido de números pertenecientes a dos ediciones diferentes.
—Es posible, pero al menos me ha dado una idea. No puede ser coincidencia, de eso estoy segura. Sólo puede ser una cosa así, como creo, que no estoy equivocada. Telefonea a sir Arthur, Tommy. Pídele que venga en seguida. Dile que tengo algo importante que comunicarle. Después localiza a Marriot. Scotland Yard te dará su dirección en el caso de que se haya ya retirado a casa.
Sir Arthur Merivale, interesado por la llamada, llegó al pisito apenas media hora después. Tuppence salió a recibirle.
—Debo pedirle perdón —le dijo— por haberle molestado a una hora tan intempestiva, pero mi marido y yo hemos descubierto algo que hemos creído un deber ponerlo en su conocimiento. Siéntese, por favor. Luego, Tuppence prosiguió:
—Estará usted ansioso, ¿verdad?, por no poder probar la inocencia de un buen amigo como, según usted mismo ha dicho, lo era el capitán Hale para usted.
—Lo estaba, pero aun yo mismo he tenido que rendirme ante la evidencia de lo contrario.
—¿Qué diría usted si la casualidad hubiese colocado en mis manos una prueba que eliminara de pronto cualquier sospecha que pudiera recaer sobre el capitán Hale?
—Que me alegraría en extremo, mistress Beresford.
—Suponga usted —prosiguió Tuppence— que me hubiese encontrado con una muchacha que bailó con el capitán en cierto lugar y precisamente a las doce, hora en que, según los hechos, debía haber estado presente en El As de Espadas.
—Sería maravilloso —exclamó sir Arthur—. Ya sabía yo que se había cometido algún error. La pobre Veré debió de haberse suicidado.
—No es probable. Se olvida usted del otro hombre.
—¿Qué hombre?
—El que mi marido vio salir del reservado. Como usted ve, sir Arthur, debió haber un segundo hombre en el baile, vestido también, como el capitán Hale, de periódico. Entre paréntesis, ¿cuál era el disfraz que usted llevaba?
—¿El mío? Yo iba de verdugo del siglo diecisiete.
—Muy apropiado —dijo Tuppence con intención.
—¿Apropiado, mistress Beresford? ¿Qué ha querido usted decir con apropiado?
—Me refiero al papel que usted ha desempeñado en todo este drama. ¿Quiere que le diga cuál es mi idea sobre el particular? Un disfraz de papel de periódico es fácilmente superpuesto sobre uno de verdugo. Con anterioridad, una nota ha sido puesta en la mano del capitán Hale que dice que no trate de acercarse a la dama aquella noche. Pero ésta, que nada sabe de aquella estratagema, se dirige a El As de Espadas a la hora convenida y allí ve a la persona con quien había de encontrarse. Entran en un reservado. Él la toma en sus brazos. Le da un beso, el beso de Judas, y al hacerlo, hunde en su pecho un agudo puñal. Ella lanza un apagado grito que es sofocado por la algazara y una sonora carcajada que lanza su acompañante. Él se va tranquilamente mientras ella muere con la dolorosa impresión de haber sido herida, sin ningún motivo, por el hombre a quien amaba.
Sir Arthur permanecía impasible. Tuppence prosiguió: