Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—¡Hum...! —gritó Tommy sin saber qué decir de momento.
Tuppence, que había estado observando detenidamente a miss Deane, habló de pronto con súbita determinación.
—Creo que el mejor plan que en este momento se me ocurre, miss Deane, es el que nos fuéramos a comer juntas. Así tendrá usted tiempo para darme toda clase de detalles.
—Excelente —repuso Tommy.
—Perdone mi curiosidad —dijo Tuppence después que se hubieron sentado a la mesa en un pequeño restaurante de la vecindad—. ¿Existe alguna razón especial por la que usted quisiera ver este asunto resuelto?
Monica se sonrojó.
—Pues... le diré...
—Cuéntemelo sin miedo.
—Hay dos hombres que..., que al parecer quieren casarse conmigo.
—Vamos, la eterna historia. Uno rico, el otro pobre, pero es a éste a quien usted quiere en realidad. —¿Cómo lo sabe usted?
—No se asuste, es una especie de ley de la naturaleza —explicó Tuppence—. Es lo que les sucede a todas. Lo que me sucedió a mi, sin ir más lejos.
—Como usted ve, ni aun vendiendo la casa tendríamos suficiente para vivir. Gerald es buenísimo, pero pobre como una rata, si bien hay que admitir que es un ingeniero muy inteligente y que, de haber tenido un pequeño capital, con gusto le habrían aceptado como socio en la compañía en que trabaja. Pero...
—No siga usted —le interrumpió cariñosamente Tuppence—. La comprendo. Podría usted estar enumerando todo un día sus virtudes sin que eso le sirviera para adelantar un ápice en el terreno de la solución. Monica movió la cabeza afirmativamente.
—Bien —dijo Tuppence—. Lo mejor será que vayamos después a su casa y estudiemos el asunto sobre el terreno. ¿Cuál es su dirección?
––La Casa Roja, Stourton sobre el Marsh.
Tuppence escribió las señas en su libro de notas.
––No le he preguntado —empezó a decir Monica— acerca de... de sus honorarios.
Se ruborizó ligeramente al pronunciar las anteriores palabras.
—El pago se hace siempre según los resultados —contesto gravemente Tuppence—. Si la solución del secreto de la Casa Roja es remunerativo, y así lo espero a juzgar por el ansia que hay en adquirir esa propiedad, cobraremos un pequeño porcentaje. De otro modo, absolutamente nada.
––Muchísimas gracias —contestó la muchacha agradecida.
––Y ahora —dijo sonriente Tuppence—, no vuelva a pensar en ello. Disfrutemos de la comida y hablemos de cosas más amenas, que todo saldrá bien, ¡se lo aseguro!
Bien —dijo Tommy asomándose a una de las ventanas de la hostería de La Corona y el Ancla—. Ya estamos en las quimbambas, o como quieras llamarle a este dichoso pueblacho.
—¿No te parece que deberíamos hacer un pequeño análisis del caso? —sugirió Tuppence.
—Si, sí, claro —respondió Tommy—. Para empezar y dando, como me corresponde, la opinión preliminar, te diré que sospecho de la madre inválida. —¿Por qué?
—Mi idolatrada esposa, ten en cuenta que todo eso del
poltergeist
no es más que un infundio que alguien ha hecho correr con objeto de persuadir a la muchacha de que debe vender la casa. Ésta dice que todos estaban presentes cuando ocurrieron esas cosas, menos la madre, que, como inválida que es, se quedaría en sus habitaciones.
—Si, pero siendo inválida como acabas de decir, no veo cómo se las compondría para tirar y cambiar de sitio los muebles.
—¿Y si fuera fingido lo de la invalidez?
—¿Con qué objeto?
—¡Ah! A eso ya no puedo contestarte —confesó al fin Tommy—. Me limitaba a seguir el bien conocido principio de sospechar de aquellos en quienes, por lo general, nadie fija su atención.
—Déjate de bromas, Tommy —dijo Tuppence con severidad—. Debe de haber algo que hace que esas personas estén tan ansiosas de poder conseguir la casa, y si a ti no te importa llegar hasta el fondo de este asunto, a mi, si. Me gusta esa muchacha y haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla.
—Y yo también —repuso Tommy poniéndose serio de pronto—, pero sabes que me gusta hacerte rabiar de vez en cuando. Si, no cabe duda de que algo raro está ocurriendo en esa casa. Ese afán por comprarla indica que algo oculto y difícil de encontrar hay en ella. Qué es, no lo sé, ¿quién sabe si se trata de alguna mina de carbón en las entrañas del jardín?
—¡Por Dios, Tommy! ¡Una mina de carbón!, ¿no te parece más romántico la idea de un tesoro escondido en algún rincón del jardín?
—¡Quién sabe! En ese caso lo mejor será que me vaya a ver al gerente del banco local, le explique que pienso quedarme aquí hasta las Navidades, que posiblemente me decida a comprar la casa, y le pregunte el modo de hacer una transferencia a su sucursal.
—Pero...
—Tú déjame hacer a mí.
Al cabo de media hora, Tommy estaba de vuelta. Los ojos le brillaban de satisfacción.
—¡Avanzamos, Tuppence, avanzamos! —dijo—. Nuestra entrevista versó sobre los temas que ya te indiqué, y como quien no quiere la cosa, le pregunté si habían recibido muchos pagos en oro de los pequeños agricultores que, como sabes, tienen la inveterada costumbre de esconderlo por todos los rincones. De ahí, pasamos a hablar de las chocheces de ciertas viejas. Tuve que inventar una tía que, al estallar la guerra, se fue con su coche a los almacenes del Ejército y de la Armada y no paró hasta volverse con veinte buenos Jamones de York. Inmediatamente me mencionó él a cierta cliente del banco que había insistido en sacar hasta el último penique de su cuenta corriente, en oro a ser posible, y quiso que se le entregaran todos sus cupones y demás títulos de valor, dando como razón que estarían más seguros bajo su propia custodia. No tardó en confesarme que se trataba precisamente de la antigua propietaria de La Casa Roja. ¿Comprendes, ahora, Tuppence? Sacó su dinero y lo escondió en alguna parte. Recuerda que Deane misma se sorprendió de la insignificante cantidad en metálico que aparecía en el legado. Sí, no cabe duda de que el tesoro está en La Casa Roja y hay alguien, te diré su nombre si me apuras, que está perfectamente enterado del hecho.
—¿Quién?
—La vieja Crockett. ¿No te parece que lo probable es que estuviese al tanto de todas las peculiaridades de su ama?
—¿Quién era, entonces, el doctor 0'Neill?
—¿Quién va a ser sino su «distinguido» sobrino? Pero, ¿dónde demonios lo habrá escondido? Tú, como mujer, quizá pudieras darme una idea.
—¡Qué sé yo! Como no fuera entre medias o enaguas o debajo de los colchones.
Tommy asintió con un movimiento de cabeza.
—Puede que tengas razón, pero..., ¿no crees que, de haber estado en un sitio así, la Crockett lo habría hallado con facilidad? Sin embargo, tampoco puedo imaginarme a una pobre vieja levantando las tablas de los suelos o cavando fosas en el jardín. De que está en algún rincón de La Casa Roja no hay la menor duda, como tampoco de que la Crockett y su sobrino están enterados y de que, si logran comprar la propiedad, no dejarán piedra sin remover hasta encontrar lo que buscan. Es preciso ganarles el juego por la mano, Tuppence. Vamonos ahora mismo a La Casa Roja.
Monica Deane salió a recibirles y, para justificar un recorrido de todas las habitaciones, dependencias y jardín, les presentó a su madre y a Crockett, como presuntos aspirantes a la compra de la mansión. Tommy nada dijo a Monica acerca de las conclusiones a que habían llegado y se limitó a hacer varias preguntas que él consideraba de sumo interés. Se enteró de que algunas de las ropas y objetos personales de la difunta se habían dado a Crockett, y otros fueron repartidos entre familias pobres de la vecindad. El registro en este sentido podía considerarse como completo.
—¿Había algunos papeles?
—La mesa estaba llena de ellos, así como también uno de los cajones de su cómoda, pero nada encontramos que dijese lo más mínimo sobre el particular.
—¿Los tiraron?
—No, mi madre es muy contraria a desprenderse de esas cosas. Había entre ellos antiguas recetas de dulces y licores que, según me dijo, tiene intención de probar.
—Bien —dijo Tommy dando muestras de aprobación. Después, señalando a un viejo que trabajaba en el jardín, preguntó:
—¿Es ése el jardinero que estaba allí en vida de su tía?
—Sí, antes venía tres veces por semana, pero ahora lo hace sólo una vez. Es todo cuanto nos permiten nuestros escasos medios.
Tommy guiñó un ojo a Tuppence como para indicarle que permaneciese al lado de Monica mientras él se alejaba en dirección a donde trabajaba el jardinero. Después de unas cariñosas frases de encomio a su labor y de inquirir sobre el tiempo que llevaba al servicio de la casa, le preguntó:
—¿No es cierto que por orden de la señora enterró usted hace algún tiempo una caja en este jardín?
—¿Yo? ¿Y Para que había de enterrarla? No, nunca he hecho nada de lo que dice.
Tommy movió la cabeza preocupado y regresó a la casa frunciendo el entrecejo. De no encontrar nada entre los papeles de la anciana, el problema no presentaba grandes garantías de solución. La casa en sí era vieja, pero no tanto como para suponer que existían en ella cuartos o pasadizos secretos.
Antes de partir, Monica les trajo una gran caja de cartón amarrada con un recio bramante.
—Aquí están todos los papeles que he podido encontrar —dijo—. Si quieren pueden llevárselos a su casa y así los podrán ustedes examinar detenidamente. Sin embargo, creo que perderán el tiempo. No hay entre ellos uno solo que pueda arrojar la más mínima luz en este...
Sus palabras fueron interrumpidas por un gran estrépito que procedía de la habitación situada directamente encima de sus cabezas. Tommy subió sin perder tiempo. Un jarro y una palangana yacían hechos pedazos en el suelo, pero el cuarto estaba desierto.
—Parece que el fantasma ha vuelto a sus antiguos ardides y continúa haciendo de las suyas —murmuró, sonriente.
Regresó pensativo al lugar en que dejara a su esposa y a miss Deane.
—¿Podría interrogar unos instantes —preguntó, dirigiéndose a esta última— a la sirvienta Crockett?
—Claro que sí. Espere un momento que voy a llamarla.
Al volver en compañía de la persona solicitada, dijo Tommy con amabilidad:
—Estamos pensando en comprar la casa y mi esposa desea saber si estaría usted dispuesta a continuar a nuestro servicio —le preguntó.
La cara de Crockett no registró emoción alguna.
—Le agradezco su atención —contestó—, pero quisiera que me diese tiempo para reflexionar. Tommy se volvió a Monica.
—Me encanta la casa, mis Deane, y estoy dispuesto a pagar cien libras más de lo que, según usted misma ha dicho, ha ofrecido el otro comprador.
Monica murmuró unas cuantas palabras de las que acostumbraban a decirse en momentos como aquél, y el matrimonio Beresford se despidió.
—Tenía yo razón —exclamó Tommy al tiempo que cruzaban el jardín en dirección a la puerta—. La vieja está en el ajo. ¿Te fijaste que estaba casi sin aliento? Pues eso era de resultas de la carrera que acababa de dar por la escalera de servicio después de romper el jarro y la palangana. Es muy posible también que, secretamente, haya introducido a ratos a su sobrino en la casa y que éste se haya encargado de hacer las veces de duende mientras ella permanecía inocentemente al lado de sus amos. Ya verás como 0'Neill enmienda su oferta antes de que finalice el día. Tengo ese presenti-miento.
Como confirmación a esta sospecha, recibieron después de comer una nota de Monica que decía así:
Acabo de recibir noticias del doctor 0'Neill. Dice que eleva su oferta en ciento cincuenta libras
.
—¿Lo ves? Este hombre tiene dinero por lo que veo —comentó Tommy. pensativo—. Y añadiré otra cosa, Tuppence. Lo que buscan es algo que. sin duda alguna, vale la pena.
—¡Ay. si pudiéramos encontrarlo!
—Pues manos a la obra.
Examinaron todos los papeles que, sin ningún orden ni concierto, estaban acumulados en la caja que se llevaron consigo, y cada cuatro o cinco minutos se detenían a discutir los hallazgos.
—¿Qué novedades hay, Tuppence?
—Dos viejas cuentas pagadas, tres cartas sin importancia, una receta para conservar las patatas nuevas y otra para hacer pasteles de limón y queso. ¿Y las tuyas?
—Una cuenta, una poesía a la primavera, dos recortes de periódico: «Por qué las mujeres compran perlas. Excelente inversión» y «El hombre de las cuatro mujeres. Historia sensacional», y otra receta además sobre el modo más apropiado de guisar una liebre.
—Esto es desesperante —exclamó Tuppence volviendo de nuevo a la carga.
Al fin quedó vacía la caja y el matrimonio se miró con desconsuelo.
—Pongo esto aparte —dijo Tommy separando una pequeña hoja de papel—, porque es lo único que ha conseguido llamar un poco mi atención. No tengo, sin embargo, esperanzas de que tenga relación alguna con lo que buscamos.
—Veamos. Oh, es una de esas cosas raras que creo le llaman anagramas, charadas o algo por el estilo. Se puso a leerlo en voz alta:
Prima-prima es cual total
La prima-tres no he metido
Lo que dos-una la charada
Prima-dos-tres siempre ha sido
—¡Hum...! —gruñó Tommy, rascándose la cabeza—. Como poesía es bastante mala.
—No veo qué es lo que has podido encontrar de particular en esta paparruchada. Hace cincuenta años, no te digo que no. Entonces acostumbraban a coleccionarlas y eran el gran entretenimiento de invierno cuando la familia se reunía alrededor del hogar.
—Fíjate primero en la nota que hay escrita al pie de la charada. Son esas palabras las que verdaderamente nos han llamado la atención.
—San Lucas. XI, 9 —leyó Tuppence—. Eso hace referencia a un texto de la Biblia.
—Precisamente. ¿No te extraña que una mujer tan religiosa como, según parece, era la tía de Monica se entretuviese, sin ningún motivo, en hacer una anotación de esa índole?
—Sí, es raro —respondió Tuppence, quedándose pensativa.
—Supongo que tú, como buena hija de un clérigo que eres, tendrás alguna Biblia a mano.
—Pues la tengo. No te esperabas esa respuesta, ¿verdad? Un momento.
Se dirigió a una maleta, extrajo de ella un pequeño volumen con cubiertas encarnadas y acto seguido volvió a la mesa. Después de hojearlo unos instantes se detuvo.
—Aquí está —dijo—. San Lucas, capítulo XI, versículo 9. ¡Oh, Tommy, mira!