Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—En conjunto —respondió Tuppence—, no lo hemos hecho del todo mal. El otro día hice un resumen de todas nuestras actividades. Hemos resuelto cuatro misteriosos casos de asesinato, apresado una banda de falsificadores y otra de contrabandistas.
—En total, dos bandas. Esto de «bandas» suena muy bien. ¿No te parece? -
—Un caso de robo de alhajas —prosiguió Tuppence haciendo uso, en el recuento, de sus dedos—, dos casos de muerte violenta, un caso de desaparición de una dama que trataba meramente de reducir sus voluminosas formas, otro de protección de una joven desamparada, una coartada destruida y (¿por qué no reconocerlo?) también un espantoso fracaso. El resultado, como promedio, es altamente satisfactorio. Hay que reconocer, pues, que somos verdaderamente inteligentes.
—Por lo que veo te lo has creído —le dijo Tommy—. Siempre te oigo repetir lo mismo. Sin embargo, yo tengo la convicción de que en una o dos ocasiones ha sido la suerte quien ha repre-sentado el papel principal.
—Tonterías —replicó Tuppence señalándose la frente—. Todo se ha debido a esa cantidad de materia gris que tenemos aquí dentro.
—¿Ah, si? ¿Y qué dices de cuando Albert le dio por hacernos aquella exhibición de lazo? ¿Tampoco querrás admitir que fue suerte, y no poca, la que tuve al escapar de un balazo en mitad de la cabeza? Pero oye, Tuppence, parece como si hablases ya de cosas pasadas.
—Y lo son —contestó bajando la voz—. Ésta es nuestra última aventura. Cuando hayamos atrapado a ese super espía por las orejas, los dos grandes detectives se dedicarán a la cría de abejas en gran escala o a la siembra de calabacines.
—¿Estás cansada ya de esa vida?
—Si... sí, creo que lo estoy. Además, temo que un día u otro cambie la suerte y...
—Pero, ¿no decías hace un momento que la suerte en nada había influido en nuestros éxitos?
En aquel momento entraban por la puerta del edificio en que estaban instaladas las oficinas de la Agencia Internacional de Detectives y Tuppence, con extraordinaria habilidad, eludió la respuesta.
Albert montaba guardia en el saloncito exterior y entretenía su ocio tratando de hacer equilibrios con una regla que se había colocado perpendicularmente encima de su chatita nariz.
Lanzándole una despectiva mirada de reproche, el grave mister Blunt pasó de largo y penetró en su despacho particular. Desprendiéndose del abrigo, abrió el armario sobre cuyos estantes reposaban los tomos de su clásica biblioteca de grandes maestros en la ficción.
—La elección va haciéndose cada vez más difícil —murmuró Tommy—. ¿A quién trataré de personificar hoy?
La voz de Tuppence, y más que la voz su extraña entonación, le hizo volverse súbitamente.
—Tommy —dijo ella—, ¿te acuerdas a qué día del mes estamos hoy?
—Espera... a once... ¿Por qué lo preguntas? —Mira el calendario.
Colgado de la pared había uno de esos calendarios en los que hay que arrancar a diario una de las hojas. La que ahora aparecía señalaba el domingo, día dieciséis.
—¡Qué extraño! ¡Como no sea Albert quien se haya entretenido en hacer esa mamarrachada!
—No creo, pero podemos preguntárselo. Al ser interrogado aquél, quedó tan sorprendido como el matrimonio. Juró que sólo había arrancado una, la del día anterior. Su declaración fue sustanciada por el hecho de que la hoja se encontró hecha un ovillo tras el guardafuegos, mientras las sucesivas yacían limpiamente en el fondo de la papelera.
—¡Vaya! Un criminal, por lo visto, metódico y cuidadoso —comentó Tommy—. ¿Quién ha venido aquí esta mañana? ¿Algún cliente, quizá?
—Sí, una enfermera que parecía sobresaltada y muy ansiosa de verle. Dijo que esperaría hasta que llegase usted y le hice pasar a la sección de «Empleados» para que estuviese allí más caliente.
—¡Claro! ¡Y para que pudiera pasar a mi despacho sin que nadie la viese! ¿Cuánto tiempo hace que se marchó la tal enfermera?
—Una media hora, señor. Dijo que volvería con toda seguridad esta misma tarde. Era una mujer de aspecto verdaderamente maternal.
—Conque maternal, ¿eh? ¡Quítate ahora mismo de mi vista!
Albert se retiró, ofendido.
—¡Qué principio más raro! —comentó Tommy—. Y al parecer sin finalidad alguna. Bien. Estemos en guardia. Supongo que no habrá ninguna bomba escondida en la chimenea o en alguno de esos rincones.
Después de inspeccionar detenidamente toda la habitación, se sentó a la mesa y se dirigió a Tuppence.
—
Mon ami
—dijo—, hacemos frente a un asunto de suma gravedad. ¿Recuerdas el hombre que aplastamos como una cascara de huevo, con la ayuda de fuertes explosivos,
bien entendido
, y que decía llamarse el número cuatro? Pues bien, éste es nuestro hombre actual, corregido y aumentado. Es el número dieciséis.
Avez-vous compris?
—Perfectamente. Estás haciendo en estos momentos el papel de Hércules Poirot.
—Exactamente. Sin bigotes, pero con una cantidad enorme de materia gris.
—Tengo el presentimiento de que esta aventura habrá de llamarse «El triunfo de Hastings».
—Eso si que no. Hay que seguir siempre una pauta en todos estos asuntos. Y a propósito,
mon ami
, ¿no podrías hacerte la raya en medio en vez de a un lado, como la llevas? El efecto presente es deplorable y carente en absoluto de simetría.
Sonó el zumbador que había en la mesa de Tommy. Al devolver la señal apareció Albert en la puerta con una tarjeta en la mano.
—El príncipe Vladiroffsky —leyó Tommy en voz baja. Después miró a Tuppence y añadió: —¿Quién será? Hazle pasar, Albert. El hombre que entró era de estatura regular, movimientos elegantes, barba poblada rubia y de unos treinta y cinco años de edad.
—¿Míster Blunt? —preguntó. Su inglés era perfecto—. Me ha sido usted altamente recomendado y quisiera que se encargase de un caso que tengo entre manos.
—Si es usted tan amable de darme los detalles... son necesarios...
—Ciertamente. Se refiere a la hija de un amigo mío que ahora tiene dieciséis años. Quisiéramos, en lo posible, evitar el escándalo, ¿me comprende?
—Caballero —respondió Tommy haciendo una reverencia—, los dieciséis años de éxito ininterrumpido de esta firma se deben precisamente a la estricta atención que siempre hemos dado a este detalle.
Le pareció ver que un ligero destello iluminaba, por una fracción de segundo, las pupilas del visitante.
—Tengo entendido que tienen ustedes sucursales al otro lado del Canal.
—¡Oh, si! A decir verdad —pronunció estas palabras de un modo ponderativo— yo mismo estuve en la agencia de Berlín el trece del mes pasado.
—En ese caso —añadió el recién llegado—, huelga todo rodeo y podemos, por lo tanto, descartar a la hija de mi amigo. Ustedes saben quién soy, o por lo menos veo que han tenido aviso de mi llegada.
Señaló con la cabeza el lugar ocupado por el calendario.
—Así es —contestó Tommy.
—Amigos míos, he venido a hacer una pequeña investigación. ¿Qué es lo que ha estado ocurriendo aquí?
—Alguien nos ha traicionado —exclamó Tuppence, incapaz ya de seguir guardando silencio por más tiempo.
—¡Aja! —dijo—. ¿Conque una traición? Habrá sido Sergius por supuesto.
—Creo que sí —replicó Tuppence con la mayor desvergüenza.
—No me sorprendería. Pero supongo que sobre ustedes no habrá sospecha alguna, ¿verdad?
—Oh, no. Llevamos una cantidad muy grande de negocios perfectamente en regla. El ruso asintió con un movimiento de cabeza. —Muy buena idea. De todos modos sería conveniente que yo no volviese a aparecer por aquí. Me hospedo temporalmente en el Blitz y allí me llevo ahora a Marise, ¿no es acaso Marise, la señorita?
Tuppence asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Y aquí cómo la llaman?
—Miss Robinson.
—Muy bien, miss Robinson, vendrá usted conmigo y comeremos juntos en el Blitz. Después nos encontraremos todos en nuestro cuartel general a las tres en punto. ¿Entendido? Al decir esto último miró a Tommy.
—Entendido —respondió éste interesado por conocer dónde podría estar ese cuartel general.
Pensó que, sin duda, sería el mismo punto que el inspector Cárter tenía tanta ansia por descubrir.
Tuppence se levantó y se puso el largo abrigo negro con cuello de piel de leopardo. Después, gravemente, anunció que estaba preparada para acompañar al príncipe.
Al quedar solo Tommy empezaron a asaltarle los más extraños pensamientos. ¿Y si el dictáfono, por la razón que fuese, no hubiese funcionado? ¿No podía la misteriosa enfermera haber tenido noticia de su instalación y buscado el modo de inutilizarlo?
Cogió el teléfono y marcó un determinado número. Después de unos breves momentos de espera respondió una voz bien conocida:
—Todo va bien. Póngase inmediatamente en camino para el Blitz.
Cinco minutos más tarde Tommy y Cárter se encontraban en el patio de las palmeras del hotel. El jefe trató de animarle diciendo:
—Lo han hecho ustedes maravillosamente. Ahora están en el comedor, pero no se inquiete. Allí están dos de mis hombres actuando de camareros. Sospeche o no, yo me inclino a creer lo segundo, y le tenemos como quien dice en zurrón. Hay dos más arriba con instrucciones de vigilar las habitaciones y otros dos con el de seguirles donde quiera que fuesen. Vuelvo a repetirle que no se preocupe por su esposa. Esta vez he decidido no correr riesgo alguno y he ordenado que no la pierdan de vista.
De vez en cuando un agente del servicio secreto venia a comunicar su informe. La primera vez fue uno de los mismos camareros que había recibido el encargo de servirles unos combinados. La segunda, una joven elegantemente vestida que, al parecer, se paseaba ociosa por las diversas dependencias.
—Van a salir —dijo Cárter—. Ocultémonos tras aquel pilar por si se les ocurre sentarse en alguno de estos sillones. Lo más probable es que se la lleve con él arriba. ¿Lo ve? Tal como yo decía.
Desde su puesto de observación Tommy vio al ruso y a Tuppence cruzar el vestíbulo y entrar en uno de los ascensores.
Pasaron unos cuantos minutos y Tommy empezó a sentirse inquieto.
—¿No cree usted que... Quiero decir... solos en esa habitación...?
—Uno de mis hombres estará dentro, escondido detrás del sofá. Calma muchacho, calma. Un camarero se acercó a míster Cárter.
—Me dieron la señal de que subían, señor, pero todavía no han aparecido. ¿Está todo bien, señor?
—¿Eh? —contestó Cárter, volviéndose súbitamente—. Yo mismo les vi entrar en el ascensor. ¿Y dice usted que...?
El ascensor había vuelto a bajar en aquel preciso instante y Cárter interrogó al botones.
—¿No ha subido usted al segundo piso, hará de esto sólo unos pocos minutos, a un caballero de barba rubia y a una dama?
—No al segundo, señor. El caballero me pidió que les dejara en el tercero.
—¿Quééé...?
Cárter se metió dentro, haciendo seña a Tommy de que le siguiera.
—Subamos al tercer piso, por favor —murmuró en voz baja—, pero no pierda los estribos. Tengo todas las salidas del hotel vigiladas y también otro hombre en el tercero, en cada uno de los pisos para ser más exactos. Ya le he dicho que no quiero correr esta vez riesgo alguno.
La puerta del ascensor se abrió al llegar al punto solicitado y los dos hombres se precipitaron corriendo a lo largo del pasillo. A mitad de camino, otro agente disfrazado de camarero les salió al encuentro.
—Todo bien. jefe —explicó—. Están en el número 318.
Cárter lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Tiene esta habitación alguna otra salida?
—Es un departamento. Sólo dos puertas dan a este corredor. Para salir de él tendrían forzosamente que pasar frente a nosotros.
—Está bien. Telefonee a la Dirección y pregunte quién es el ocupante de esas habitaciones.
El camarero regresó después de uno o dos minutos.
—Mistress Cortiandt van Snyder, de Detroit —dijo. Cárter se quedó pensativo.
—¿Será mistress Van Snyder un cómplice o...?
Dejó la frase sin terminar.
—¿No ha oído usted ningún ruido extraño en el interior? —preguntó de pronto.
—Nada. Las puertas son macizas y encajan muy bien —respondió el agente—; por tanto es muy difícil que se pueda oír nada desde fuera.
Míster Cárter pareció tomar una súbita determinación.
—No me gusta nada este asunto —dijo—. Será mejor que entremos. ¿Ha traído consigo la llave maestra?
—Sí.
—Pues llame a Evans y a Clydesiy.
Reforzado por estos dos hombres, avanzó en dirección a la puerta del departamento que se abrió sin ruido al insertar la ganzúa en la cerradura.
Se encontraron con un pequeño vestíbulo a cuya derecha estaba el cuarto de baño y enfrente el recibidor. A la izquierda había una habitación cerrada, de donde partían unos apagados quejidos. Cárter abrió la puerta y entró.
Era un dormitorio con una gran cama matrimonial cubierta por una magnifica colcha rosa y oro. Sobre ella, amarrada de pies y manos, con una fuerte mordaza en la boca y unos ojos que parecían querer saltarse de las órbitas, yacía una mujer de mediana edad y elegantemente ataviada.
A una lacónica orden de míster Cárter los agentes se distribuyeron por los distintos cuartos de que constaba el departamento. Sólo Tommy y su jefe permanecieron en la alcoba. Mientras se dedicaban a la tarea de deshacer los nudos, la mirada de Cárter recorría inquieta todos los rincones de la estancia. Con excepción de una enorme cantidad de artefactos de viaje genuinamente estadounidenses y esparcidos desordenadamente por el suelo, nada había en ella digno de mención. Ni rastro del ruso ni de Tuppence.
Pasado un minuto volvió apresuradamente el camarero a informar que nada se había encontrado en el resto de las habitaciones. Tommy se asomó a la ventana, pero hubo de retirarse de ella con un gesto de desaliento. No había escalerilla de escape.
—¿Está usted seguro de que es aquí donde entraron? —preguntó Cárter perentoriamente.
—Segurísimo —respondió con firmeza el agente—. Fuera de...
Hizo un gesto con la mano, señalando a la mujer que había en la cama.
Con la ayuda de un cortaplumas, Cárter logró seccionar la pañoleta que amenazaba con sofocarla, y una vez libre de sus trabas se vio que los padecimientos no consiguieron privar a mistress Cortiandt van Snyder del uso de la palabra.