Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
—¿Quién es ese míster Rice?
—Ya le he dicho, un amigo mío. Había ido a Torquay, a casa de una tía suya. Una anciana que hace años que se está muriendo, pero que no acaba de morirse. Dicky había ido allí para desempeñar el papel de pariente abnegado y cariñoso. Al volver me dijo: «He visto a esa muchacha australiana que dicen que se llama Una. Quise hablar con ella, pero mi tía no me dejó». Y yo le pregunté: «¿Cuándo fue eso?». «Ah, el martes, a la hora del té», me contestó. Le dije, como es natural, que se había equi-vocado, pero..., ¿no encuentra usted un poco raro todo esto después de lo que me dijo Una?
—Si, muy raro —contestó Tommy—. Dígame, míster Le Marchant, ¿había algún conocido suyo cerca, la noche que cenaron juntos en el Savoy?
—En la mesa inmediata a la nuestra estaba la familia de los Ogiander.
—¿Conocen a miss Drake?
—Si.
—Bien, si no tiene usted nada más que contarnos, míster Le Marchant, sólo nos resta darle las gracias y despedirnos.
—O ese joven es un solemnísimo embustero y un artista consumado —dijo Tommy al llegar a la calle—, o habría que admitir que es verdad cuanto acaba de contar.
—SÍ—hubo de reconocer Tuppence—. He cambiado de opinión. Ahora tengo casi la seguridad de que Una Drake cenó aquella noche con Le Marchant en el Savoy.
—Bueno, vamos al Bon Temps y echemos un poco de lastre en los estómagos que falta nos hace. Pero primero tratemos de encontrar esos otros retratos de que me hablaste.
Esta tarea resultó un poco más difícil de lo que en principio se creyó. El fotógrafo a quien acudieron se negó rotundamente a acceder a su ruego y los despidió con cajas destempladas.
—¿Por qué todas estas cosas han de ser tan fáciles en los libros y en cambio no lo son en la vida real? —se lamentaba Tuppence—. ¿Has visto cómo nos miraba ese mamarracho? ¿Qué creería él que íbamos a hacer con las fotografías en nuestro poder? Lo mejor será que vayamos a ver a Jane.
Ésta, al menos, los recibió complacida y les permitió seleccionar unos cuantos retratos de antiguas amigas, arrinconados en uno de los cajones de su armario.
Armados con esta galaxia de bellezas femeninas se dirigieron al Bon Temps, donde nuevos y más costosos contratiempos les aguardaban. Tommy hubo de entrevistarse separadamente con cada uno de los camareros y enseñarles los retratos. Los resultados fueron desoladores. Por lo menos tres de las muchachas fueron señaladas como presentes en el restaurante en la noche del martes. Volvieron a la oficina y Tuppence se enfrascó en la lectura de una guía de ferrocarriles.
—Paddington a las doce. Torquay a las tres treinta y cinco. Ése es el tren que debió tomar para que el amigo de Le Marchant, míster como se llame, la viera allí a la hora del té.
—No olvides que no hemos comprobado todavía esta declaración —dijo Tommy—. Si, como tú dijiste al principio. Le Marchant es amigo de Una Drake, es muy posible que haya sido él quien inventara esa historia.
—Bien, tratemos de encontar a ese amigo de Le Marchant, porque tengo el presentimiento de que cuanto éste ha dicho es verdad. No, lo que ahora trato de compaginar es lo siguiente.
Una sale de Londres en el tren de las doce, toma el tren de vuelta y llega a Londres a tiempo para asistir al Savoy. Hay un tren a las cuatro cuarenta que la deja en Torquay, y alquila una habitación en el hotel. Después llega a Paddington a las nueve y diez.
—¿Y después? —preguntó Tommy.
—Después —añadió Tuppence frunciendo el ceño— la cosa vuelve a ponerse difícil. Hay un tren que llega de Paddington a las doce de la noche, pero... No creo que hubiese podido tomar ése.
—¿Y qué me dices de haber hecho la travesía en un coche, un coche potente y rápido?
—¡Hummm! —gruñó Tuppence—. Son por lo menos trescientos kilómetros.
—He oído decir que los australianos son muy temerarios conduciendo.
—Sí.... es posible. De ese modo habría llegado allí a eso de las siete.
—Pero, oye, ¿tú crees que a esa hora haya podido llegar al Hotel Castle y se haya metido en la cama sin que nadie la viera?
—Tommy —dijo Tuppence—, somos unos idiotas. No tuvo necesidad de volver para nada a Torquay. Lo único que sin duda haría es mandar a un amigo para que recogiera el equipaje y pagase la cuenta. Así se explica lo del recibo fechado y firmado por el administrador del hotel. ¿Qué te parece?
—Que la teoría, en conjunto, no carece de lógica —respondió Tommy—. Lo inmediato ahora es tomar mañana el tren de las doce que sale para Torquay y comprobar allí nuestras brillantes conclusiones.
Provistos de una cartera que contenía las fotografías, Tommy y Tuppence se instalaron a la mañana siguiente en el tren y reservaron dos asientos para el segundo turno del vagón restaurante.
—Lo más probable es que los sirvientes del comedor no sean los mismos que los del último martes —observó Tommy—, y que tengamos que repetir el viaje, vete a saber cuántas veces, para encontrarlos.
—Este asunto de la coartada va a acabar por convertirse en algo fastidioso —contestó Tuppence—. Y lo gracioso es que en los libros se resuelve todo en un abrir y cerrar de ojos.
La suerte, sin embargo, pareció favorecerles esta vez. El camarero que los servía resultó ser el mismo que había estado de turno el martes precedente. Después entró en acción el «golpe», como le llamaba Tommy, de los diez chelines y Tuppence sacó a relucir su cartera.
—Quiero saber —dijo Tommy— si alguna de estas señoritas comió aquí el martes pasado.
En forma complaciente, digna de la mejor ficción detectivesca, el hombre escogió sin titubear la fotografía de Una Drake.
—Sí, señor, recuerdo haber visto a esta señorita, como también recuerdo que fue el martes, pues ella insistió en dicho detalle diciendo que era precisamente el día de suerte para ella.
—Hasta ahora todo está en regla —dijo Tuppence al encontrarse de nuevo en el compartimiento—; y probablemente nos encontraremos con que en realidad se inscribió en el libro de registro de hotel. Lo difícil de comprobar va a ser su vuelta a Londres, aunque quizás alguno de los mozos de estación la recuerde.
Aquí la cosa no fue tan bien. Después de un reparto preliminar de medias coronas a todos los empleados, sólo dos de éstos consiguieron escoger fotografías que, a su juicio, tenían una
vaga semejanza
con dos personas que tomaron el tren de las cuatro cuarenta para Londres en la mencionada tarde. Ninguna de las dos resultó ser la que buscaban con tanto afán.
—Esto no quiere decir nada —dijo Tuppence después de salir de la estación—. Es posible que haya viajado en dicho tren y que nadie se haya dado cuenta de su presencia.
—O también que subiera en Torre, que es la siguiente estación —observó Tommy.
—También —asintió Tuppence—. En fin, espero que todo esto lo podamos resolver cuando lleguemos al hotel.
El Hotel Castle era un hermoso edificio situado al borde mismo de la playa. Después de haber solicitado una habitación y firmado en el registro, Tommy hizo al desgaire la siguiente observación:
—Si no me equivoco, creo que una amiga nuestra estuvo aquí el martes pasado; ¿no es así? Miss Una Drake.
La joven que atendía la recepción dibujó una de sus más encantadoras sonrisas.
—Sí —contestó—; la recuerdo muy bien; australiana, ¿verdad?
A una señal de Tommy, Tuppence sacó a relucir la consabida fotografía.
—¿Qué le parece este retrato?
—¡Oh, magnífico! Es ella, no hay duda.
—¿Permaneció aquí mucho tiempo?
—No, sólo una noche. Salió a la mañana siguiente en el expreso de Londres. Por lo visto a estas australianas no les asustan las distancias.
—Si, son muy amigas de la aventura —respondió Tommy—. ¿Fue aquí donde salió a cenar con unos amigos y donde el coche en que iban cayó en una zanja y les impidió regresar hasta la mañana siguiente?
—No —respondió la empleada—. Miss Drake cenó aquí, en el hotel.
—¿Esta usted segura? —preguntó Tommy—. Quiero decir, ¿cómo lo sabe usted?
—Porque la vi.
—Lo preguntaba porque tenía entendido que cenó con unos amigos en Torquay.
—No, señor, cenó aquí —replicó la joven ruborizándose ligeramente—. Recuerdo que llevaba un precioso traje de muselina de margaritas.
—Tuppence, esto echa por tierra todas nuestras teorías —dijo Tommy al hallarse a solas con su esposa en el cuarto que les habían destinado.
—Así parece —respondió Tuppence—. Claro que también es posible que esa mujer se haya equivocado. Se lo volveremos a preguntar luego al camarero. No creo que haya habido aquí mucha gente en esta época del año.
Al llegar la hora de cenar fue Tuppence quien inició el ataque.
—¿Puede usted decirme —dijo al camarero que se acercó a servirles— si el martes cenó aquí una amiga mía? Se llamaba Una Drake y vestía un traje con adornos de flores, creo que margaritas.
Al propio tiempo le enseñó la fotografía.
—Ésta es la señorita a quien me refiero —añadió. El camarero rompió al instante en almibaradas sonrisas de reconocimiento.
—Sí, sí, miss Drake. Lo recuerdo muy bien. Me dijo que venía de Australia.
—¿Cenó aquí?
—Sí. El martes último. Me preguntó después si había en el pueblo algo digno de verse.
—¿Ah, sí?
—Sí. Le dije que el teatro, el Puvilion, pero al final optó por quedarse en el hotel oyendo nuestra orquesta. Tommy masculló entre dientes una interjección.
—¿Recuerda usted a qué hora cenó? —interrogó Tuppence.
—Creo que un poco tarde. Debió ser a eso de las ocho.
—¡Maldita sea nuestra estampa! —dijo Tuppence cuando ella y Tommy se encontraron fuera del comedor—. Parece que el mundo entero se haya confabulado totalmente contra nosotros.
—Ya podías suponerte que esto no sería cuestión de coser y cantar.
—¿Hay algún tren que hubiese podido tomar después de esa hora?
—Sí, pero no para llegar a tiempo de ir al Savoy.
—Bien. Como último recurso aún queda el de interrogar a la camarera. Una Drake tuvo su cuarto en el mismo piso en que estamos nosotros.
La camarera resultó ser una mujer voluble e informadora. Sí, recordaba perfectamente a miss Drake. Muy simpática y muy charlatana. Le había hablado mucho de Australia y de los canguros. Sí, la fotografía era de un parecido extraordinario.
Había tocado el timbre a eso de las nueve y media para pedir que le cambiaran la botella de agua caliente de la cama y que la llamasen a las siete y media de la mañana, con servicio de café en vez de té.
—Cuando usted la llamó, ¿estaba en la cama?
La camarera la miró sorprendida.
—Naturalmente que sí, señora.
—No, lo decía porque hay gentes que se levantan temprano para hacer un poco de ejercicio —se excusó Tuppence.
—Bien —dijo Tommy cuando se hubo marchado la camarera—. Creo que ya no nos queda nada que hacer en Torquay. El asunto está claro como el agua y sólo puede sacarse de él una conclusión. La de que todo lo de Londres es una pura farsa.
—Quizá míster Le Marchant sea más embustero de lo que en principio creímos.
—Hay un modo de comprobar sus declaraciones. Dijo que sentados junto a ellos había una familia que conocía ligeramente a Una Drake. ¿Cómo dijo que se llamaban? Ah, sí, los Ogiander. Tenemos que encontrarles y hacer también una visita al pisito de la calle Clarges.
A la mañana siguiente pagaron la cuenta del hotel y salieron un tanto decepcionados del resultado de sus gestiones.
Localizar a los Ogiander fue empresa fácil con la ayuda de una guía telefónica. Esta vez Tuppence asumió el papel de representante de una revista ilustrada. Visitó a mistress Ogiander y le pidió detalles de la «distinguida» cena que había tenido lugar el martes precedente en el Savoy. Mistress Ogiander satisfizo complacida su curiosidad. En el momento de despedirse, Tuppence añadió mecánicamente sin tratar de darle más importancia que la de mera rutina al asunto:
—Perdone la curiosidad. ¿No estaba miss Una Drake sentada a una mesa cercana a la de ustedes? ¿Es cierto el rumor de que va a casarse con el duque de Perth? Supongo que conoce a la persona de quien hablo, ¿verdad?
—Sí, la conozco superficialmente —respondió mistress Ogiander—. Encantadora muchacha. En efecto, estaba sentada a la mesa inmediata a la nuestra, con míster Le Marchant. Mis hijas podrían darle más detalles que yo.
—No, no hace falta, mistress Ogiander. Muchísimas gracias. El siguiente punto de llegada fue el pisito de la calle Clarges. Aquí fue recibida por miss Marjory Leicester, la amiga con quien Una Drake compartía alojamiento.
—¿Querría usted ser tan amable de explicarme lo que significa todo ese jeroglífico? —preguntó miss Leicester—. Hace días que, en efecto, parece que Una se trae algún juego entre manos. Pero sí, sí, durmió aquí el martes por la noche.
—¿La vio usted en el momento en que ella llegaba?
—No. Ella tiene su llave y yo me había acostado ya. Creo que vino a eso de la una de la madrugada. —¿A qué hora fue cuando usted la vio?
—A las nueve de la mañana siguiente, o quizá ya cerca de las diez.
Al abandonar la estancia, Tuppence se dio casi de bruces con una mujer alta y delgada que al parecer tenía la intención de entrar.
—Perdone, señorita —dijo ésta. —¿Trabaja usted aquí? —preguntó Tuppence.
—Sí, señorita, vengo todos los días a encargarme de la limpieza y a hacer otros varios menesteres. —¿A qué hora suele usted venir por la mañana?
—Mi hora es a las nueve, señorita.
Tuppence deslizó una moneda de media corona en manos de la sirvienta y añadió:
—¿Estaba aquí miss Drake el martes, cuando usted llegó?
—Naturalmente que sí. Y dormía como un tronco. No sabe usted lo que me costó despertarla cuando le traje el té.
—Gracias —contestó Tuppence, y se alejó desconsoladamente escaleras abajo.
Había convenido con Tommy en que se reunirían a la hora de comer en un pequeño restaurante del Soho y que allí compararían sus hallazgos respectivos.
—He visto a ese muchacho. Rice —dijo Tommy—. Es verdad que vio a Una Drake a cierta distancia en Torquay.
—Bien —respondió Tuppence—. Entonces puede decirse que hemos comprobado una por una todas las alegaciones de esta charada. Ahora dame un lápiz y un pedazo de papel. Vamos a poner en orden los hallazgos como corresponde a detectives de nuestra categoría.