Read Matrimonio de sabuesos Online
Authors: Agatha Christie
Tommy se inclinó sobre el libro y miró donde el pequeño dedo de Tuppence acababa de señalar.
—
Busca y encontrarás.
—Eso es —aulló Tuppence con alegría—. ¡Por fin lo tenemos! Resuelve el criptograma y el tesoro será nuestro; mejor dicho, de Monica.
—Bueno, vamos a trabajar en el criptograma, como tú lo calificas. «
Prima-prima
es cual total.» ¿Qué palabras tenemos de dos silabas repetidas que lo expresan todo?
—Hombre, no muchas. Tenemos
papá, mamá, bebé...
—Bueno, ya veremos cuál ha de escogerse. Sigamos. «
La prima-tres
no he metido.» ¿Qué querrá decir con eso? «Lo que
dos-una
la charada,
prima-dos-tres
siempre ha sido.» Pues no caigo.
—Trae acá, hombre. ¡Si es muy fácil...! Tuppence se apoltronó en uno de los sillones y se puso a mu-sitar palabras que, a su parecer, carecían de coherencia.
—No, no, ya veo que es muy fácil —murmuró irónicamente Tommy después que hubieron pasado más de treinta minutos.
—¡No cacarees tanto! Lo que pasa es que no somos de la generación que se dedicaba a esta clase de pasatiempos. ¿Qué te apuestas a que voy a una cualquiera de nuestras momias y nos lo resuelve en menos que canta un gallo?
—Bien, vamos a intentarlo una vez más. Fueron interrumpidos por la aparición de una menuda sir-vienta que anunció que la cena estaba servida.
—Miss Rumiey desea saber únicamente —añadió— si quieren ustedes las patatas fritas o simplemente hervidas con su piel. Tiene preparadas de las dos clases.
—Hervidas —replicó rápidamente Tuppence—. Me encantan las patatas...
Se detuvo de pronto con la boca abierta de par en par. —¿Qué te pasa, Tuppence? —preguntó, asustado, Tommy—. Parece que hayas visto un fantasma.
—Tommy —gritó Tuppence—. ¡Ya lo tengo! La palabra quiere decir ¡
Patata! Prima-prima
es cual total: papa: papa. Sin acento. La
prima-tres
no he metido
pata
. Lo que
dos-una
la charada:
tapa
.
Prima-dos-tres
siempre ha sido: ¡pa-ta-ta!
—Tuppence, eres una lumbrera, de eso no hay duda, pero creo que hemos estado perdiendo lastimosamente el tiempo. «Patata» no parece encajar en nada que se refiera al desaparecido tesoro. Pero... espera, espera. ¿Qué es lo que leíste hace un momento cuando revisábamos los papeles de esa caja? Algo acerca del modo de conservar las patatas nuevas.
—Si, acuérdate. Busquemos esa receta. Quién sabe si en ella encontraremos algo que complete esa idea sin sentido de la patata.
Revolvieron de nuevo los papeles hasta que al fin Tommy encontró lo que deseaba.
—Aquí está —dijo—: «MODO DE CONSERVAR LAS PATATAS NUEVAS. Pónganse las patatas nuevas en latas y entiérrense éstas en el jardín. Aun en mitad del invierno sabrán igual que si se hubiesen recientemente extraído».
—¡Ya lo tenemos! —exclamó agitadamente Tuppence—. El tesoro está en el jardín enterrado en una lata.
—Pero el caso es que ya se lo he preguntado al jardinero y éste dice que él no ha enterrado nada en el jardín.
—Sí, lo sé; pero es debido a que la gente nunca contesta en realidad a lo que tú preguntas sino a lo que ellos se figuran que has querido decir. Él sabía que no había enterrado nada que saliese de lo corriente. Volveremos a verle mañana y esta vez le preguntaremos directamente dónde ha enterrado las patatas.
El día siguiente era la víspera de Navidad. A fuerza de inquirir consiguieron encontrar la choza en que vivía el viejo jardinero. Tuppence abordó el asunto después de unos minutos de conversación.
—Me gustaría tener unas cuantas patatas nuevas para las Navidades. ¿Verdad que saben bien con el pavo? ¿No acostumbra la gente de por aquí a enterrarlas en latas? Dicen que se conservan muy bien.
—Y que lo diga —respondió el viejo—. La vieja miss Deane acostumbraba a enterrar siempre tres latas en La Casa Roja, pero a veces se olvidaba de volverlas a sacar.
—Supongo que lo haría en el jardín, ¿verdad?
—No, al pie del abeto que hay junto al muro del huerto. Habiendo obtenido la información que deseaban, se despidieron del viejo después de darle cinco chelines como aguinaldo de Pascuas.
—Y ahora vamonos a ver de nuevo a Monica —ordenó Tommy.
—Tommy, tú no tienes sentido dramático. Déjame este asunto a mí, que tengo ya concebido un gran plan. ¿Crees que podrás componértelas para pedir prestados o robar una pala y un azadón?
Fuese como fuese, lo cierto es que Tommy logró encontrar lo que su esposa pedía, y aquella noche, y a hora ya avanzada, dos figuras se deslizaron furtiva y silenciosamente en el jardín de La Casa Roja. El lugar indicado por el jardinero fue fácil de localizar y en él se puso Tommy a cavar con todas sus fuerzas. No tardó la azada en dar contra un objeto, que emitió un sonido metálico. Siguió con cuidado y a los pocos minutos logró extraer una gran caja de hojalata de las que corrientemente se emplean como envase para la venta de bizcochos y galletas. La tapa estaba sellada con una fuerte banda de esparadrapo que Tuppence se apresuró a abrir valiéndose de un pequeño cortaplumas que llevaba su marido. A continuación lanzó un suspiro de desaliento. La lata apareció llena de patatas. Vació, en previsión, todo su contenido, pero... ¡nada! ¡patatas... y más patatas!
—Sigue cavando, Tommy.
Pasó algún tiempo antes de que la aparición de una nueva lata premiase otra vez sus esfuerzos.
—¿Bien...? —preguntó con ansia Tommy.
—Nada —respondió Tuppence después de abrirla—. ¡Otra vez patatas!
—¡Maldita sea! —exclamó Tommy, reanudando con furia su labor.
—A la tercera va la vencida —dijo Tuppence tratando de animarle.
—Yo creo que todo esto del tesoro es pura fantasía morisca —replicó Tommy sin cesar de dar golpes de azadón—; pero... Una tercera lata hizo su aparición.
—¡Otra vez pata...! —empezó a decir Tuppence, pero se detuvo de pronto—. ¡Oh, Tommy, al fin lo encontramos! Las patatas ocupan sólo un pequeño espacio en la parte superior. ¡Mira!
De su mano colgaba un bolso de terciopelo encarnado.
—Márchate a casa en seguida —gritó Tommy—, porque aquí hace un frío que pela. Yo me quedaré unos instantes para poner otra vez esta tierra en su lugar. Llévate el bolso, pero no olvides que como se te ocurra abrirlo antes de que yo llegue, ¡te retuerzo el pescuezo!
—No tengas cuidado, te esperaré. Bien, adiós, porque si tardo un minuto más en irme tendrías que llevarme en calidad de sorbete.
Al llegar a la hostería no tuvo que esperar largo tiempo. Tommy iba casi pisándole los talones, y sudando pese a lo poco apacible e intensamente fría que se mostraba en aquellos momentos la temperatura.
—Vaya —dijo Tommy—. No podrán quejarse de los brillantes detectives de Blunt. Ahora, mistress Beresford, puede usted empezar a descubrir el botín.
Dentro del bolso había un paquete forrado en seda engomada y un pesado maletín de piel de ante. Abrieron éste primero. Estaba lleno de libras esterlinas. Doscientas en total.
—Seguramente era la asignación máxima en oro que podía hacer el banco. Ahora el paquete.
Éste estaba lleno de billetes apilados con sumo cuidado. Tommy y Tuppence se entretuvieron en contarlos. Ascendían exactamente a veinte mil libras.
—¡Fiu...! —silbó Tommy—. ¿No crees que Monica tiene suerte de que ambos seamos ricos y honrados? ¿Qué es eso que está envuelto en papel de seda?
Tuppence deshizo el pequeño bulto y de él extrajo un magnífico collar de perlas.
—No soy muy entendido en alhajas —dijo Tommy—. pero me figuro que éste ha de valer por lo menos otras cinco mil libras. Fíjate en el tamaño y en el oriente de las perlas. Ahora comprendo el porqué de aquel anuncio que hablaba de las perlas como una buena inversión. Debió haber vendido todos sus títulos negociables y los convirtió en joyas y dinero contante y sonante.
—¡Oh, Tommy! ¿No crees que es admirable lo que acabamos de hacer? ¡Pobre Monica! Ahora podrá casarse con el hombre a quien ama y vivir tan feliz como vivo yo.
—Eso me gusta. Tuppence. ¿Eres feliz conmigo?
—Que conste que se me ha escapado sin querer, ¿en? Pero sí, te lo confieso con toda sinceridad, lo soy.
—Si en realidad me quieres, demuéstramelo contestando a una pregunta que te voy a hacer.
—Hazla, pero sin triquiñuelas.
—¿Cómo supiste que Deane era la hija de un clérigo?
—Oh, muy fácilmente —replicó Tuppence echándose a reír—. Abrí la carta en que solicitaba la entrevista. Leí la firma y recordé que un teniente cura de mi padre se llamaba Deane y que también tenía una hija, unos cinco años más joven que yo, y con el nombre de Monica.
—¡Tuppence, eres una desvergonzada al pretender engañar de esa manera a un marido tan amable y confiado como yo! ¡Caramba! Están dando las campanadas de las doce. ¡Felicidades, Tuppence!
—¡Felicidades. Tommy! Y también serán unas felices Pascuas para Monica, ¿no lo crees así? ¿Me creerás, Tommy, si te digo que cuando pienso en ella se me hace un nudo en la garganta?
—¡Querida Tuppence! —dijo Tommy abrazándola con fuerza.
—Oh, Tommy, ¿no crees que nos estamos volviendo un poco sentimentales?
—La Navidad sólo se da una vez al año —respondió sentenciosamente aquél—. Es lo que acostumbraban a decir nuestras abuelas, y creo que había un gran fondo de verdad en esta afir-mación.
Randolph Wilmott, el embajador estadounidense —dijo Tommy leyendo la carta que acababa de entregarle su mujer—. ¿Qué querrá?
—No lo sé. Ya nos lo dirá cuando venga mañana a las once. A la hora anunciada, mister Randolph Wilmott, embajador estadounidense en la Corte de Saint James, fue introducido en forma que debía serle habitual y dijo:
—He venido a hablar con usted, mister Blunt. Es decir, supongo que es mister Blunt a quien tengo el honor de dirigirme en estos momentos.
—En efecto —contestó Tommy—. Yo soy mister Blunt. El director de esta empresa.
—Como iba diciendo, mister Blunt, el asunto que aquí me trae me tiene un tanto preocupado. Como creo que se trata de una simple equivocación, no me ha parecido prudente poner el asunto en manos de Scotland Yard. Sin embargo, hay algo en todo ello que me gustaría poner en claro.
Hizo un relato un tanto lento de los hechos y oscurecido por la constante tendencia a la exageración en el más pequeño detalle.
—Vamos a ver —dijo Tommy tratando de hacer un resumen—. Si no he entendido mal, nuestra posición es ésta: usted llegó hará aproximadamente una semana en el trasatlántico
Nomadic
. Por la razón que fuese, y dado el hecho de que su maletín de mano y el de mister Ralph Westerham son idénticos y llevan además las mismas iniciales, hubo una pequeña confusión. Usted se llevó por equivocación el de él, y viceversa, él el de usted. Mister Westerham, tan pronto se dio cuenta del error, se apresuró a hacer todo lo que usted me acaba de decir ¿cierto?
—Exactamente. Yo mismo no me di cuenta de lo ocurrido hasta que me lo advirtió mi criado y mister Westerham, senador y hombre por el que yo siento una verdadera admiración, hizo la correspondiente enmienda a su precipitada maniobra.
—Bien, entonces no veo...
—Ahora lo verá. Eso es sólo el principio de la historia. Ayer, por casualidad, me encontré en la calle al senador Westerham y se me ocurrió mencionarle el incidente. Con gran sorpresa me enteré de que desconocía por completo el hecho. Aun más. Lo consideró completamente irrealizable, puesto que ningún maletín de mano aparecía entre la lista de artículos de su equipaje.
—¡Sí que es raro!
—Lo es. Si alguien hubiese querido robar mi maletín, podía haberlo hecho sin necesidad de recurrir a esa clase de maniobras. Por otra parte, y admitiendo que se tratara de una equivocación, ¿porqué habían usado el nombre del senador Westerham? Supongo que no pasará de ser una tontería, pero tengo curiosidad por llegar al fondo de todo ese asunto. ¿Cree usted que el caso vale la pena de ser investigado?
—Sí, sí, ya lo creo. Es un pequeño problema que, como usted dice, puede tener una inocente solución. Pero... ¡quién sabe! Lo primero que hemos de averiguar es el motivo de esa inexplicable sustitución. ¿Dice usted que no faltaba nada del maletín cuando éste fue devuelto?
—Mi criado, que es quien lo sabe, dice que no.
—¿Qué había en él, si es que puede saberse?
—En su mayor parte, botas.
—¿Botas? —contestó desconcertado Tommy.
—Sí, botas. Es extraño, ¿verdad?
—Perdone usted mi pregunta —dijo Tommy—, pero..., ¿no llevaba algún papel secreto en la suela o en el tacón? La pregunta pareció recrear al embajador.
—Creo que el secreto diplomático no ha tenido todavía necesidad de descender a esa clase de procedimientos.
—En ficción, sí —replicó Tommy con sonrisa y gesto de querer enmendar su poco acertada deducción—. Dígame, ¿quién fue a recoger el maletín, el otro, me refiero?
—Supongo que uno de los sirvientes de Westerham. Un hombre corriente, por lo que oí decir al mío.
—¿Sabe usted si lo llegaron a abrir?
—No puedo decírselo. ¿Por qué no se lo pregunta a mi criado? Él podrá darle toda clase de detalles. —Creo que será lo más acertado, mister Wilmott.
El embajador escribió unas cuantas líneas en una de sus tarjetas y se la entregó a Tommy.
—Supongo que preferiría usted ir a la Embajada y hacer allí su interrogatorio, ¿verdad? En caso contrario, enviaré a mi hombre, se llama Richards, al sitio que usted me designe.
—No, gracias, mister Wilmott; es mejor que yo vaya a la Embajada.
El embajador echó una rápida mirada a su reloj.
—¡Demonios! —dijo levantándose—. Voy a llegar tarde a una cita. Adiós, mister Blunt. Queda-mos, entonces, en que usted se encargará del asunto.
Después que hubo desaparecido, Tommy miró a Tuppence, que, durante todo aquel tiempo, había permanecido muy seria tomando apuntes en su cuaderno de notas.
—¿Qué opinas? —preguntó.
—Que no tiene ni pies ni cabeza.
—Exacto. Y es de ahí precisamente de donde han de partir nuestras deducciones. O mucho me equivoco, Tuppence, o algo muy profundo se encierra en esa, al parecer, insignificante equivocación.
—¿Tú lo crees así?
—Es una hipótesis muy aceptable por lo general.